El Cubo

Pasaba días enteros tratando de resolver el cubo de Rubik. Siempre terminaba con dolor de cabeza, y viendo colores no existentes en las paredes cada vez que levantaba la vista. Diego había recibido el ansiado juguete en su cumpleaños número doce. Veía cómo algunos podían armar el cubo en cuestión de segundos. ¡Una locura! Y no entendía porque él no. Se rascó la cabeza y decidió estudiar el mecanismo interior. Quitó una de las piezas, y una vez que quedó satisfecho al verlo por dentro, volvió a ensamblarlo. No le sirvió mucho porque cada vez que lo intentaba, le quedaban parches de colores que no coincidían con alguna cara del cubo. Pasaron meses, años, y su interés fue menguando. Ya no dedicaba días enteros, sino unas cuantas horas por semana, intentando que cada una de las seis caras quedaran con su color correspondiente.

Cuando se casó, dejó de quebrarse la cabeza, y puso el cubo en la mesita de noche, al lado de su cama. Antes de dormirse, sin embargo, se le quedaba viendo como quien mira un codiciado trofeo que se le ha negado. Sus dos hijos, gemelos de siete años, no se acercaban al cubo de papá. Ese del que habían oído tantas historias. Llegó la mañana, y Diego tomó el cubo por primera vez en años. Lo observó. ¿Y si lo intentara una vez más? No, era mucho el riesgo de caer en la tentación de invertir horas y horas en un rompecabezas que lo había derrotado en tantas ocasiones. Miró entre la rendija que se formaba al girar una de las caras, había puesto en acción sus manos de manera inconsciente. El pulgar empujó una esquina mientras la otra mano sujetaba el centro del cubo. Pasó un minuto, dos. ¡Tres!  No podía creerle a sus ojos. El cubo estaba armado. Se tiró en la cama, relajado al fin. Miró al techo y observó su blancura, la pared inmensamente azul a su derecha, y a su izquierda un amarillo brillante. Quiso ponerse de pie, sobre el suelo rojo, pero se encontraba inmóvil. El cuarto comenzó a sacudirse, y sintió dolor cuando su pierna giró mientras se abría una rendija en el techo, y a través de ella pudo ver unos dedos, y escuchó que uno de los gemelos le decía al otro: —Deja el cubo de papá. Lo ha resuelto. Gíralo otra vez para que quede como estaba. Y ponlo de nuevo en la mesita de noche.