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 ACUARELAS COLONIALES (NOVELA - Entrega 20)

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Alejandra Correas Vázquez
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Alejandra Correas Vázquez


Cantidad de envíos : 718
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MensajeTema: ACUARELAS COLONIALES (NOVELA - Entrega 20)   ACUARELAS  COLONIALES  (NOVELA - Entrega 20) Icon_minitimeLun Jul 27, 2020 8:13 pm

ACUARELAS  COLONIALES
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vazquez

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DESTELLOS  DE  POTOSÍ

Acuarela  Veintitrés


Escondidos en la techumbre de la vista de todos, los niños de la casa, Magdalena y Cirilo,  atisbábamos el horizonte perlado aguardando el regreso de nuestro padre y Gervasio, anunciado para aquel día. La nubosidad había dejado casi incoloro el escenario abierto de nuestra Merced, pero aún dentro de ella fue fácil adivinar, en la lejanía, la polvareda que los traía de retorno.

Los cascos de los caballos levantaban esa tierra reseca, de finales de invierno, cuando aún las lluvias primaverales no se hallaban próximas.

Descendiendo por las ramas del inmenso algarrobo, por el cual habíamos trepado para alcanzar las tejas, fuimos bajando lentamente hasta el suelo. Pero habiendo previamente observado los movimientos de Tobías y Micaela, quienes ignoraban nuestra subida a los techos, saltamos junto al aljibe, frente a la mirada ceñuda de mamasita Aurora, que a pesar de su gesto adusto, no habría de denunciarnos.

Desde allí corrimos en bandada hacia la verja (que separaba la casa grande del campo circundante) trepándola entre rasguñones que herían nuestras piernas. Y mientras Tobías, obeso y remolón, abría enfurecido el portal de hierro... exclamó protestando:

—“Niños indolentes… ¡Para qué se hicieron los portones!”

Pero nosotros haciendo caso omiso a sus quejas, ya nos hallábamos en ruta hacia la tranquera de arribo, por donde debía pasar el carruaje que regresaba con los viajeros.... Ante el alboroto reapareció Ambrosio, abandonando resueltamente su tarea de acarrear agua, y aunque Tobías sermoneara a su nieto él hizo oídos sordos a su abuelo, uniéndose a nosotros. Y olvidó en medio del patio el balde de agua que transportaba, cuyo líquido habría de derramarse provocando las iras de Ramona.

Era mayor la insistencia en controlarnos, que en salir al recibo de los viajeros provenientes del Alto Perú… Esta vez, sin embargo, las ciudades del altiplano aportarían a la casa una sorpresa que nadie imaginaba. Fuimos los primeros en llegar a la tranquera y antes de que Zenón, el capataz, se apostara junto a ella acompañado de sus boyeritos (quienes harían de pajes solícitos para aquellos viajeros agotados de caminos) ...Los tres rapaces ya habíamos llegado junto a la entrada.

La tranquera era muy grande pero entre los tres y los boyeritos, a pesar de su ostentoso peso, logramos movilizarla lo suficiente como para que el carruaje pasara por ella. Libre de impedimentos enfiló en dirección a la casona, en cuyo portal de hierro estaba el mulato rezongón de Tobías, dispuesto a presentar un libro de quejas en contra nuestra.

Los caballos que azuzaba el cochero Serafín, nieto de Hermenegildo, conduciendo el carruaje, pasaron a nuestro lado boqueando de cansancio. Su paso lento y sudoroso permitió que corriéramos a la par de ellos, entrando de ese modo todos al unísono en el patio empedrado con gran algarabía... Y el adoquín cubrióse con aromas múltiples recogidas por caminos exóticos.

Las veinte carretas de la comitiva cargadas con productos altoperuanos, hallábanse detenidas más allá de la tranquera, junto a la extensa pirca. Formaban alineadas la imagen de un batallón en reposo, y el gauchaje que las conducía comenzaba su descenso. Bajo las órdenes de Zenón los bultos serían llevados hacia el galpón.

Una vez detenido en el patio el carruaje que conducía Serafín, la portezuela se abrió rápidamente descendiendo primero Gervasio, el cual colocándose a su lado, hizo una reverencia espectacular, ofreciendo la casa a un deslumbrante viajero a quien nadie conocía.

¡Y Potosí descendió aquella tarde en nuestro patio de piedra!

Nosotros los tres niños quedamos mudos y atónitos de asombro, al contemplar a nuestro visitante. Comprendimos enseguida que la indumentaria que vestíamos, totalmente en desarreglo, no era apropiada para aquel encuentro.

Apenas Gervasio puso sus pies en el adoquín del patio, con el látigo hizo una señal a su padre señalándonos. Y el obeso mulato obedeció tomándonos con fuerza de los brazos, para  escondernos detrás suyo, de la vista de tan elegante invitado. Espiando desde los costados de su humanidad esférica, ocultos allí por las rígidas manazas del negro Tobías que casi se incrustaban en nuestros brazos, observamos al visitante. Percibimos una figura inolvidable, de botas altísimas, sombrero emplumado, desbarbado y con mosquete, bucles y bigote en arco.... Nos fascinamos con él.

El Marqués -nuestro huésped- dejaría un recuerdo indeleble de su visita en la casa de la Merced, tan alejada del mundanal ruido y ¡Diferente al mundo cosmopolita que había ingresado con él!! De inmediato se iluminaron los ojos de mamasita Aurora, quien con premura recurrió a su arcón, saliendo a recibirlo con un mantón de Manila y un abanico de lentejuelas.

Nuestra indumentaria de ropa ajada, de tanto correr por los montes y subir a los tejados, sería de inmediato atendida por Tobías y Micaela. Cuando fuimos ornamentados con todos los ropajes guardados celosamente por el mulatón y mi niñera en un arcón, para estas ocasiones especiales... Recién entonces fuimos presentados. Cuando nuestra belleza infantil afloró finalmente detrás del indecoro salvaje, con el cual jugábamos a diario en la serranía, pudimos por fin ser expuestos a la vista de aquel invitado. Y nuestro padre quedó orgulloso de nosotros, tanto como sorprendido al “redescubrirnos” también él, como si recién nos conociera.

Tu piel muy blanca que ni aún al sol se coloreaba, debiendo protegerte siempre de él con sombreros aludos en tus excursiones silvestres, habitualmente manchada de tierra, se destacaba ahora lavada, impecable y brillante. Tersa como una porcelana. Tu cabello ondeado y castaño fue peinado en bucles pequeños a imitación del visitante. Siendo ahora tu imagen al lucir un traje entallado de terciopelo verde, semejante a una reproducción en miniatura de nuestro padre. Mi piel rosada, pero paspada por el juego a la intemperie, fue humectada con aceite aromático. Los resultados con mi cabellera no fueron los mismos. Mis lacios cabellos rubios se transformaron en trencitas arqueadas, y fueron sujetas por una cinta de seda color marfil… pero no lograron perder su indolencia habitual. Esos moños de seda prendidos en mis dorados cabellos, no lograban ocultar la indocilidad de éstos, y sus puntas lacias iban lentamente escapándose de su prisión, hasta terminar sueltas. Mi traje bordado al ñandutí en lino paraguayo, era más florido que la primavera próxima de aquel año, en exceso nublada.

El Marqués procedente de Potosí, no había venido solo desde el Alto Perú, pues cuatro jinetes escoltas llegaron rodeando el carruaje de mi padre, totalmente armados. Los cuales  serían alojados por Tobías en otras dependencias para huéspedes. Ellos montarían vigilancia rigurosa sobre nuestra casa, incluso en horario nocturno. El empedrado del patio resonó bajo sus botas en las noches sin luna, durante aquellas semanas. Y yo levantándome de puntillas espiaba al vigía de turno, muy fascinada, obligando a Micaela a mi propia vigilancia, para llevarme de nuevo a la cama.

No descansó mi niñera en paz, mientras aquellos visitantes estuvieron con nosotros. Celosa siempre de mi sueño infantil (que era su descanso, ahora alterado) manteníase despierta e insomne para vigilarme. Pues el exotismo de aquellos guardianes armados y uniformados, que hacían rondas repiqueteantes en el adoquín, no me permitía conciliar el sueño. La casa permanecía con llave, pero los vigías se quejaban de ser sometidos en la noche, a hondazos de frutos de algarrobo, provenientes de tu ventana. Yo los contemplaba extasiada bajo la tenue penumbra de lunas incipientes, y sus caminatas me hicieron forjar fantasías inéditas.

Todo en la visita del Marqués era deslumbrante puesto que procedía de un mundo de epopeyas, como fuera el Potosí cosmopolita, con su suerte heterogénea de habitantes de todas las regiones del mudo. Allí las diversas lenguas europeas y americanas coexistían en una tregua olímpica. Alterada en ocasiones, por las revueltas entre vascongados y castellanos. Esta soberbia ciudad de riqueza sin parangón, la más poblada de nuestro Virreinato, segunda en población después de Roma en el mundo cristiano, tenía en su esplendor epicúreo, una fama bien ganada dentro de todo el Tucumán.

Asentado con su escudo en Potosí, el cual hallábase grabado allí en el frente de su casa, enviado por la Audiencia de Charcas hasta Córdoba en representación de la Moneda, el Marqués en su breve visita a nuestra serranía demostró sensibilidad al dulce paisaje que nos rodeaba, desafiante a los causes trágicos del mundo de donde él procedía. Comentó su admiración a mi madre, y como amigo del Tío Silvano trajo sus saludos. Se asombró de nuestro cultivo de la elegancia, en este aislamiento natural que para nosotros era tan lógico. Una magia potosina lo envolvía en su misterio, en su presencia, ya que nunca supimos de que trataban las conversaciones a puerta cerrada, con nuestro padre y el inevitable Gervasio. Mi padre como hombre de Charcas, de severidad y de leyes, no tenía por Potosí una admiración reverente. Pero el visitante supo cautivarlo.

Potosí, la ciudad cosmopolita, la “Potoche” de arcaica ascendencia, la urbe de imponderable riqueza y de pasiones ilimitadas, el centro de conmociones cívicas originadas en codicia y en convivencia de razas de todo el imperio de los Habsburgos, emocionaba en el Tucumán con su sólo nombre. Su difícil contralor político, su riqueza exagerada, extrayendo montañas de oro y plata, y acuñando moneda para todo el imperio, la hacían casi inalcanzable. Las ostentosas mansiones potosinas que admiraba Tío Silvano —personalidad de goces— los escudos reales y nobiliarios de sus fachadas, la multitud internacional que se cobijaba en sus destellos argénteos, producían fascinación a los habitantes del Tucumán, solitarios, aislados y sobrios.

La Casa de la Moneda instalada en Potosí por razones naturales, al ser ella dueña de las minas con metal precioso por obra de la geografía (a despecho de Charcas que solicitara su instalación y le fue negada) establecía en los hechos un poder real en los potosinos. El cual muchas veces contrastaba con el poder legal de los chuquisaqueños, dueños de la gran Universidad y de la Real Audiencia. Población fluctuante en gran medida, con nobleza rancia pero también con la presencia de numerosos aventureros, lo que la hacía inestable, pues los nobles no se fijaban en ella, habitualmente, por más de una generación. Mientras que los aventureros iban en busca de riqueza partiendo rápido cuando la conseguían. La población potosina contrastó con la sedentaria y de largas herencias, que se prolongarían hacia todo el Virreinato, como fuera la de Charcas.

Madre genética y cultural, Charcas, Chuquisaca, La Plata (ciudad de tres nombres) sería para los habitantes del Tucumán, su guía, donde entroncábanse nuestras familias. Donde se establecían sus leyes. Donde hallábase ubicado el comercio altoperuano con sus transacciones, reguladas siempre por el gran Mercado de Charcas. Y nuestras vidas dependían de este escenario. Mientras que La “Villa Imperial de Potosí” era distinta en sí misma. Elegida desde el comienzo como ciudad de Carlos V Emperador, ella se creía casi separada del mundo español, como ciudad múltiple de la dinastía Habsburgo. En todos sus aspectos ofrecía una imagen deslumbrante, romántica, trágica, sórdida, exquisita.

¡Potosí! … La ciudad del orbe dentro de nuestro Virreinato del Perú, estaba en aquellos días en nuestra casa. Solitaria casona de piedra bola, que defendía en su augusto climax, en su entorno, la serenidad del creador y la pureza del hombre en su comienzo.

El Marqués llegó una tarde de septiembre y en diciembre aún no había partido hacia Córdoba, la ciudad de los Jesuitas, como era su proyecto inicial. Nosotros también supimos cautivarlo. Se despidió casi con melancolía y nos manifestó en su hondo respeto, que junto a nosotros había creído reingresar —como sumergiéndose en el pasado— en el castillo provenzal de sus ancestros. Descendiente de la corte de Aragón, sumergióse en nuestra serranía en un mundo que en su tierra natal ya era sólo leyenda. Fue doloroso despedirlo, tanto como había sido asombroso recibirlo. Llegó como un Habsburgo y se fue como un Aragón.

Un carruaje se presentó a buscarlo desde Córdoba por orden del Cabildo, luego de que enviaran a Gervasio hasta la ciudad de los templos y recintos universitarios, anunciando su presencia en nuestra casa. Cuando ya el Marqués consideró necesario mandar el aviso, y halló suficiente nuestra hospitalidad. Ese espléndido carruaje venía acompañado casi por un batallón de soldados vestidos de lujo. Nuestra fascinación continuaba enmudeciéndonos.

Una llovizna serena detuvo la partida por dos días, y Zenón tuvo que suspender tareas de campo para dar comodidad y almuerzo a tanta gente. El cielo aclarando en un azul de zafiro, como el medallón que usaba nuestra madre, saludó al Marques en una despedida emotiva y triste.

Nuestro mundo volvería al cauce de antes y el retornaría al destellante Potosí luego de un viaje inolvidable hacia el castillo de sus antepasados provenzales.  


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