ACUARELAS COLONIALES
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vazquez
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UN CABALLO SIN EDAD
Acuarela Veintiocho
En un armario guardo como objeto precioso el segundo de nuestros pleitos, y el más duradero de todos. Nos cubrió por completo la infancia y llegó a traspasar ese tiempo, cuando ya éramos jovencitos a quienes no correspondía continuar con el juego o la disputa.
Irma nos trajo de regalo un “caballo de madera”, de unos treinta centímetros, que había adquirido en Chile, lustroso y brillante, con una montura de cuero en miniatura, estribos, completo. El cual tuvo durante nuestra infancia, para nosotros, un atractivo cautivante. Ninguno supo nunca a quien se lo regaló en especial, quizás a ninguno de los dos.
Por nuestras vidas desfilaron cientos de caballos reales en todos sus pelajes y crecimos rodeados de ellos. Pero ninguno tuvo la magia ni la durabilidad, estable, del caballito de madera.
Hoy día que lo contemplo, en cada oportunidad que lo tengo entre mis manos me pregunto, intrigada ¿Cuál ha sido durante años y en una disputa sin tregua, la fantasía anidada en él? No es una obra de arte. No es incluso una talla expresiva. Puede decirse que es una figura humilde y que no ofrece posibilidades ornamentales como objeto de decoración. Es una figura de madera, lisa, simple, muy sintética.
Pero para nosotros no fue así y lo vimos con ojos deslumbrantes. Fue nuestro caballo. El más amado. El más real de todos. Pasaba de tu ropero al mío con singular obsesión. Lo escondimos mil veces como objeto de triunfo. Nos lo arrebatamos en empresas dignas de éxito.
Viajó kilómetros. Te lo llevaste en tu internado jesuítico en el colegio del Monserrat, y a escondidas tuyas me lo trajeron de vuelta. Volviste a llevarlo y viajó también a Chuquisaca. Yo siempre lo obtuve de regreso.
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MI MANSIÓN
Acuarela Veintinueve
Mi Mansión… En esos largos días invernales yo tenía mi mansión imaginaria, donde habitaban mis muñecos. Hallábase ubicada bajo una mesa-biblioteca en la habitación de mamasita Aurora, algo penumbrosa, pero era aquél mi lugar propio para fantasías.
Mi casa de juguetes. La casa de mis Muñecas. Vestidos diminutos y pequeños muebles esparcíanse en aquel espacio pequeño y escondido, donde yo jugaba de rodillas con mis tesoros. Nadie los tocaba ni movía de allí. Todos respetaban mi espacio propio como un templo. Pero al sacudir algunas veces Micaela con sus plumeros —para quitarles el exceso de polvo que acumulaban— equivocaba los sitios de una sillita o una camita, creándome enojos.
En otro rincón de aquel dormitorio hallábase el arcón de mi bisabuela, conteniendo preciosos objetos para mi fascinación : trajes y sombreros en desuso, que la dama limeña atesoraba cual exótica colección, y con los cuales yo solía disfrazarme, arrastrando sus tules.
Había asimismo dentro del arcón, artesanías hechas con primor por manos indias. Cortinados bordados al ñandutí paraguayo, y colchas tricolores de fuertísimos tonos, propios del altiplano altoperuano... También viejos mantones de Manila que lucían aún su prestancia, como tesoros de un tiempo pasado que ella guardaba en su memoria. Miniaturas de porcelana, representando animalitos, y que eran mi delicia.
Tantas cosas diversas y divertidas ofrecían al observarlas, el asombro de admirar piezas de museo. Era mi mundo y el suyo, el de Mamasita Aurora y el de Magdalena, que se entremezclaban allí. La habitación completa con mi mansión de juguetes y el arcón, nos era propio, de ambas, bisnieta y bisabuela... Y sólo a ella y a mí nos pertenecía.
Mi mansión de juguete ubicada en esa habitación fue para mí el caudal de lo insólito, donde desembocaría mi creatividad. Pero muchas veces ese arcón mágico era revisado con “insolencia” por mi madre, para buscar algún ornato desaparecido de la casa …¡Y que ella reclamaba!... Muy enojada por cierto. Con irritación. Pues yo lo había escondido allí, por considerarlo hermoso y propicio, para aumentar nuestra colección.
Lo que producía el consabido disgusto de ambas. Nos creíamos invadidas en nuestra intimidad. Como un asalto. Como un pueblo belicoso que atacaba a otro indefenso, sin rejas ni almenas. Desarmado. Un pueblo aislado y asolado por el invasor, que sin piedad retiraba de nuestra colección saleritos, pimenteritos, alhajeritos, bibelots y otras miniaturas que yo había seleccionado para esconderlas en el arcón de Aurora. Porque para mí todo lo bonito o curioso debía guardarse allí… en nuestra Mansión...
Y como todo pueblo asaltado y robado, mis lágrimas no tenían consuelo por la pérdida de un bien que me había costado esconder.
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