EL ESPEJO MÁGICO
Se miró en el espejo con la misma parsimonia que lo hacen los inmortales.
Por un momento pensó que quizás dedicara el resto de su vida a la contemplación, tan temerosa como desapasionada, de su reflejo.
No tardó en sobreponerse al absurdo pensamiento.
Su imagen expresaba tantas tristezas que no la definían los adjetivos sino el dolor.
Soy Julia, se dijo, como si no lo supiera, como si se viera por primera vez y se impusiera la presentación formal.
Soy Julia, se repitió, por si se me había olvidado, porque parece que se me ha olvidado.
Volvió a mirarse a pesar de que no había dejado de mirarse. Intuía alguna pista en la imagen que sus ojos no eran capaces de atrapar.
En alguna parte, a la vista pero escondido, debería asomar el hilo que la llevara hasta el próximo comienzo, hasta el nuevo principio, el lugar del que partiría al reencuentro de aquella Julia de rasgos moros y piel tostada que un día de enero de mil novecientos noventa y seis cometió la locura de enamorarse sin restricciones, pero se enamoró del sujeto equivocado.
Antes de ese quiebro grave del destino ella era una flor en danza, una risa continua, la luz del sol y el brillo de las estrellas.
Recuperarse era prioritario.
Reencontrarse, imprescindible.
Reescribir una historia distinta de la que protagonizaba en ese momento, era vital.
Por eso insistió en mirarse.
Se centró en los ojos.
La mirada ahora es distinta, comprendió. Esa mirada indiferente que la observaba, tan vacua, no tenía intensidad: no miraba ni veía. Estaba en algún rincón de un vacío irrecuperable.
Cuando era feliz, ensayaba frente a otro espejo más agradable una forma de seducir con la viveza de sus ojos, y se encontraba un carrusel de miradas distintas; desde la que encandilaba cada mañana al panadero que la atendía hasta las que dedicaba, con generosidad y sin malicia, a los que sólo tenían la dicha de cruzarse con ella.
Si hubiera que escoger en la historia del mundo una mirada que concentrara todos los estados de felicidad y generosidad, la belleza y la inocencia, la risa y el sol, sin duda sería una de las suyas.
Pensó que si fuera capaz de concentrarse en sí misma para lograrlo, capaz de viajar a su pasado, de recrear uno solo de aquellos mohines, aunque fuera el más leve, recuperaría una parte de lo que fue su ser cotidiano, su espíritu de diario, su alma.
Si pudiera atrasar el calendario de su vida y llevarse sin heridas hasta los veinte años, por ejemplo, la edad de las dichas, la mejor época, aquella en la que sólo cabía la felicidad, sería un grande triunfo.
Y si pudiera llegar y no sólo regocijarse, sino traerse intacta hasta sus treinta y nueve años de presente insatisfecho, hasta este momento de penuria amorosa, en el que faltaban la ilusión y la autoestima y sobraba el desencanto, entonces otra persona nueva se instalaría en ella, una menos condicionada, más libre, menos afligida.
La vida, en una de esas peripecias acrobáticas innecesarias, le ponía delante un conflicto de amores. Le obligaba a convivir consigo en un estado de deseo y rechazo, de pasión y ceguera, de amor sin amor y el corazón malamente engatusado.
Así que volvió a concentrar toda la intensidad de su fuerza en el deseo, y soñó con los párpados muy apretados que en cuanto abriera de nuevo los ojos se encontraría viviendo en el espejo la imagen estupenda de una mujer sonriente, una mujer encantadora, viva, y así lo pidió al Dios invisible de sus esperanzas, y así lo rezó a las todas las Vírgenes que son una sola, a los Santos de su devoción, al Espíritu Santo de las conciliaciones, a su abuela Marina, nueva residente en el Cielo; al porvenir que tiene la magia en sus manos, al futuro más brillante, a todos los desconocidos que tuvieran la capacidad de influenciar positivamente en su destino, y con la duda de todos los incrédulos por bandera, abrió lentamente los párpados y, maravilla de las maravillas, para deleite de su paz encontró una persona amable, con una sonrisa acogedora, que extendió los brazos y la acogió.
Y la amó.
Francisco de Sales