DON LUÍS BUENDÍA ARMENDÁRIZ
Don Luís Buendía Armendáriz, Presidente.
Nada más.
Ni siquiera un teléfono.
Eso es lo que estaba escrito en la tarjeta que extendía a su interlocutor.
Se podía decir que el noventa y nueve por ciento del ámbito de los grandes negocios le conocía. Por eso no era necesario añadir algo más.
El mismo Luís Buendía Armendáriz que al llegar a su casa y despojarse del suplemento de “Presidente”, se tiraba despreocupadamente en el carísimo sofá de su carísima casa y extraviaba su pensamiento por los vericuetos de una mente que se mantenía intacta cuando gobernaba en su despacho rodeado de cifras astronómicas pero luego se extraviaba cuando alguno de los caminos que no escogía le llevaba hasta su corazón, en el que se había instalado, con ánimo de perpetuidad, un desbarajuste imperecedero.
Entonces era cuando afloraba el niño perdido que habitó su infancia, aquel que lloraba por cualquier nimiedad víctima de un miedo insistente; el mismo que se orinaba en los pantalones ante la sola presencia de su padre, al que trataba de usted con pavor; el mismo que rogaba en las noches interminables un solo abrazo de su madre siempre ausente; el mismo que creció solo, abrumado por los juguetes más costosos de todos los tamaños de todos los países; el mismo que cursó estudios superiores internado en una Universidad de prestigio carente de amigos, humillado continuamente por sus compañeros hasta que estos le empujaron a un intento de suicidio que, como tantas otras cosas, le salió mal.
Heredó los negocios de su padre y los hizo crecer, pero nadie en su mundo cotidiano, jamás, pudo decir que le vio sonreír.
La única persona que llegó a conocer esa forma distinta de sus labios siempre apretados fue una niña de no más de cinco años que se le acercó en el Parque de Oriente y le dijo con desconcierto.
- Señor, ¿estás enfadado?
Así surgió su única y leve sonrisa acompañando a un no rotundo.
- Pues te pareces a mi papá cuando está enfadado.
Y se marchó corriendo.
Le dejó ahogándose en una abundancia de preguntas, de silencios hirvientes, de inquietud… le hizo enfrentarse por primera vez a un asunto que sabía latente pero su cobardía eludía con demostrada habilidad.
Aquella única sonrisa se fue diluyendo poco a poco. Parecía que, durante unos segundos, hubiera pretendido instalarse con aires de eternidad pero la fuerza de la seriedad la desterró inmediatamente acatando las órdenes de un Capitán Adusto que le habitaba.
Era una guerra perdida de antemano.
Intentó perpetuarse aquel apunte de sonrisa, pero fue desplazada por el rictus rígor mortis habitual.
Más hubiera preferido que aquella niña, creadora de sonrisas, no hubiera estado en el Parque.
Más hubiera preferido aplazar infinitamente ese encuentro con su desencuentro y seguir engañado a su propio mundo y a su vida haciéndose creer que había placeres que no le estaban permitidos, que no existían días de calma sincera y continua, que la tristeza era un mal inevitable, y que la muerte le encontraría en la misma tesitura.
Más hubiera preferido seguir engañándose confundiendo los éxitos en los negocios con el éxito en la vida.
Pero la verdad es así de categórica y la falsedad puede mentir a todos menos a la verdad.
Se preguntó por enésima vez si iba a desperdiciar el resto de la vida de ese modo, y oyó una voz tímida, lejana, que dio una respuesta negativa, y como esto le sorprendió porque era la primera vez que una insurgencia propia se atrevía a contradecirle, envalentonándose se volvió a dirigir a su interior; esta vez dijo que quería salir a flote, y quizás la misma voz anterior, pero con un tono más confiado, respondió adelante, y comenzando a creer que no era un juego de su imaginación sino la manifestación de una dignidad que le habitaba, dijo pues adelante, y fue entonces cuando sintió un escalofrío amable, sintió en sus pies que se deshacían las raíces que le anclaban a la tierra, sintió que sus brazos eran alas, y un cuerpo que era el suyo pero más ligero iniciaba un vuelo al porvenir; sintió una escandalera de risas alegres en el corazón de su corazón, sintió que se acercaba a sus ojos un torrente de lágrimas agradables que venían para regar su futuro, para que floreciera fértil, y todo ello promovió un llanto de alma plácida que dejó manar sin impedirlo, sin vergüenza, sin esconder la cara; un llanto humano, desesperado y feliz, que venía de las tripas, del espíritu, de su luz reprimida, de su futuro amordazado, y cuando se agotó, cuando regresó de navegar por la placidez de las buenas lloreras, suspiró tres veces, se encaminó al lavado y abrió el grifo.
Metió la cabeza debajo del chorro y así estuvo mucho tiempo.
Cuando por fin cerró el grifo, buscó la toalla a tientas, se incorporó, se secó la cara, y con la duda de todos los incrédulos por bandera abrió lentamente los párpados y, maravilla de las maravillas, para deleite de su paz, encontró una persona amable, con una sonrisa acogedora, que extendió los brazos y le acogió.
Francisco de Sales