Luis se levantó a las siete de la mañana, como cada día de su aburrida existencia. En medio de la modorra, luchó por doblar su cuerpo y alcanzar las pantuflas que yacían debajo de la cama. Colocó cuidadosamente sus pies en ellas y sintió entre sus dedos una sustancia fría y gelatinosa, lo que indicaba que Nerón husmeaba la habitación durante la noche. Luis se puso de pie, el sueño aun le impedía renegar. Caminó hacia el baño, bajó la elástica cintura de su pijama y sacó el pene para orinar. Sus calzoncillos apretados, hicieron que durante la fría noche el prepucio se adhiriera al glande, por lo que el chorro de orina no logró dar en el centro del inodoro. En un acto de control de trayectoria, Luis pudo dar en el blanco, antes de mojar las toallas de Marta, el papel higiénico y todo el borde del inodoro. Tampoco se inmutó, pues Luis jamás hacía trabajos de limpieza, considerando que tal actividad era exclusiva de las mujeres. Sacó del botiquín su cepillo de dientes y, por la torpeza de sus manos, el mismo voló por los aires hasta caer de punta en el inodoro, otrora meado y sin jalar la cadena. “La puta madre”, articuló con su voz apagada, acto seguido tomó la botella de cloro y desinfestó el pequeño cepillo. Luego de escupir la espuma, mezclada con la sangre de sus enfermas encías, enjuagó su boca y notó que su aliento estaba más limpio y fresco que de costumbre.
En la habitación, Marta dormía, y lo seguiría haciendo hasta que Luis regresara del trabajo, pues ella era amante del chat y se quedaba hasta altas horas de la noche coqueteando con jovencitos. Luis se puso su interminable terno marrón, eligió una corbata verde y procedió a la delicada tarea de formar el nudo. En el ínterin, sintió los pasos de Nerón, volteó dando la espalda al espejo y el enorme Rottweiler saltó amorosamente sobre su amo. Las babas del animal llegaron hasta los lustrosos dientes de Luis, su terno combinó su marrón original con el barro que depositaron las patas de Nerón, otrora jugando con la manguera del jardín que Luis dejara correr en un descuido. Mientras el desdichado Luis improvisaba una nueva combinación de ropa medianamente presentable, Nerón lamía el rostro dormido de Marta, embarrando la cama y babeando todo lo que pasaba frente a su hocico. Minutos más tarde, Luis estaba listo nuevamente. Marta dormía. Nerón era el dueño de la casa.
Ya en la parada de colectivos, Luis esperaba el 115, aquel viejo Mercedes Benz que siempre se atrasaba o se averiaba en el camino. El cielo estaba oscurecido, unas amenazantes nubes parecían maquinar otra desventura contra Luis. A las 08:15, debía pasar el 115; a las 08:17, parecía desprenderse el cielo en una lluvia torrencial. La garita había sido víctima de los vándalos, por lo que carecía del inestimable techo. A las 08:40, la lluvia cesó, segundos antes de que el colectivo se detuviera en la burda parada.
En la oficina, doña Catalina, la empleada más longeva, le facilitó a Luis un secador de pelo, con el que secó parte de su última amargura. Una vez instalado en su ajustado cubículo, el jefe se hizo presente para exigirle los informes atrasados. Luis era irresponsable, sólo asistía al trabajo para poder comer, comprar el alimento balanceado de Nerón y pagar el servicio de Internet, que era el sustento de Marta. Los informes eran de suma importancia para el jefe, pero Luis había dormitado durante toda la semana sobre la módica madera de su escritorio. Fue suspendido por dos días.
Salió de la oficina sin rencores, sin una sola sensación de impotencia o arrepentimiento. Lo que a Luis abrumaba era su miserable vida, ya nada podía ser peor que vivir sólo para ocupar una existencia. Caminó dos cuadras hacia el centro. Antes de entrar en un café, un joven delincuente lo apretó contra el muro de la vereda, donde los carteles de las campañas electorales daban la sensación de un mundo artificial y sin sentido. Luis no opuso resistencia, incluso llamó al maleante que corría con su billetera: había olvidado arrebatarle el teléfono móvil.
Sin dinero, sin rumbo, caminó por las calles de una ciudad bárbara, por las maltrechas veredas apestadas de orina y roedores oportunistas. Pensó en llamar a Marta, pero luego decidió estrellar el celular contra el pavimento. Llegó al zanjón Pescara, profundo y torrentoso. El oportuno puente le trajo la imagen de la paz. Una paz, sin embargo, tan amarga como la que deja el paso de un atroz terremoto. Decidió escapar, liberarse de un mundo que nunca estaría hecho a su medida. Sollozando, se puso de pie al borde del puente. Los autos pasaban y nadie se detenía; poco importaba el protagonista de una escena harto repetida. Pero en su última exhalación de vida, unos brazos lo arrastraron hacia el centro del puente. Manuel, uno de sus pocos amigos, lo había divisado desde el café de la esquina. Le secó las lágrimas, lo abrazó con fuerza y lo metió en su auto. El coche salió, Manuel quiso tomar un café o acaso un trago fuerte, pero Luis estaba taciturno y le expresó que sólo quería ir a casa a ver a su esposa, a la que, a pesar de todo, amaba con fervor. En el camino reinó el silencio y Manuel no lo presionó. Luis sólo pensaba y, en una de sus cavilaciones, pudo entender que la miseria de la vida se empecinaba en retener a sus víctimas.
El auto se detuvo frente a la casa de Luis, éste saludó a su amigo y se adentró a la vacía realidad de su hogar. Cerró la puerta con llave. Tomó una profunda bocanada de aire y luego suspiró con tristeza. Le sorprendió que Nerón no acudiera a darle la acostumbrada y sucia bienvenida, con barro, babas o mierda de pañales lamidos furtivamente. Caminó rumbo a la cocina, sacó una cerveza fresca de la heladera y la bebió de un solo trago. Fue hacia la habitación, donde seguramente su mujer tecleaba el ordenador obsesivamente y con la mirada extraviada. Pero esta vez fue diferente, más no imprevisible. Marta estaba sentada y de piernas abiertas, Nerón lanzaba lengüetazos sobre su vagina, otrora embadurnada con dulce de leche. En la pantalla de la computadora, un joven moreno mostraba sus dotes de adonis virtual. Marta gemía, se arqueaba y modulaba un nombre que a Luis le pareció “Bryan” o “Bill”; Nerón saboreaba el dulzor mientras su ama se retorcía ante el baile del negro, en contacto mediante video-llamada. Luis volvió a suspirar y se retiró en silencio. Parecía no importarle nada.
Al salir de la habitación, sonó el teléfono de casa. Como era de esperarse, Marta y Nerón no se percataron de ello. Luis fue hasta la mesa y levantó el inoportuno aparato. Del otro lado, la voz chillona de su suegra le exigía hablar con Marta, le recriminaba no haberla llevado a su cumpleaños, le repetía que era un perdedor, un mal educado, un impotente que no había sido capaz de engendrar en diez años de matrimonio… Así, entre las abrumadoras palabras de la vetusta mujer, Luis colgó el teléfono y arrancó el cable de cuajo. Se sentó a la mesa que adornaba el living, apoyó sus codos y tapó su rostro con las manos, luego recorrió con fuerza su cabellera, dio un puñetazo sobre la mesa y se echó a llorar con amargura. Los gemidos de Marta aun colmaban el aire de la casa; el moreno se masturbaba en pantalla. Nerón apareció y posó sus patas en la mesa, luego lamió y embarró la cara de Luis con el dulce de leche y los fluidos de su mujer. Era demasiado. Por un momento pensó en un alivio, en un instante de felicidad, decidió hacerse un escenario que paliara la crisis existencial que representaba su vida.
Bajó al sótano. Recordaba la escopeta que su abuelo le regalara antes de morir. La halló bajo una pila de trapos empolvados y con el típico hedor de la humedad. En un olvidado cajón, logró dar con dos cartuchos que parecían haberlo esperado durante años. Los limpió con su ridícula corbata verde, como si se tratara de dos piedras preciosas, trató de introducir uno de ellos en la recámara de la escopeta, pero fue inútil, los años habían acumulado el óxido en el metal. Buscó un lubricante pero fue en vano; decidió subir a la cocina y usar aceite de girasol. Los gemidos de Marta habían cesado, pero a Luis nada lo apresuraba.
Entró sigilosamente a la habitación. Marta chateaba con su amante virtual y reía como una boba adolescente. Luis apuntó la escopeta hacia la cabeza de Marta. Por un momento, se puso a pensar sobre sus acciones: le causó gracia, se sintió tan feliz como en aquellas salidas de caza junto a su abuelo, ya no era un hombre, era un niño feliz con una 12/70 cargada en sus manos. El reflejo de la pantalla logró iluminar el apagado centauro cincelado en el cañón de la escopeta. A Luis le llamó la atención la perfección del dibujo en el metal. Luego miró hacia atrás y estaba Nerón. Le dibujó una sonrisa y le guiño un ojo. Segundos más tarde, el estruendo del disparo provocó que el polvo se desprendiera del techo. A la cabeza de Marta, sólo le quedaba un trozo de cráneo con la cabellera adherida. Lo demás, adornaba de escarlata y nieve la pared y la brillante pantalla del ordenador, donde Luis pudo apreciar la premura del adónico moreno al vestirse y salir corriendo con pavor. Nerón se había asustado con el disparo, por lo que se encontraba temeroso debajo de la cama. Luis sacó la cápsula vacía de la escopeta e introdujo el cartucho que quedaba. Se arrodilló y, sin asomarse, acercó el cañón a donde parecía sentir el gemido de Nerón. Apretó el gatillo y el animal entró al perpetuo silencio.
Arrojó la escopeta sobre la cama, se dirigió al baño con la intención de limpiar algunas gotas de sangre que alcanzaron su camisa almidonada. Salió y caminó hacia la cocina, tomó otra cerveza de la heladera, al probarla, le pareció la más fresca y exquisita de su vida. En el living, encendió el televisor, se sentó en el cómodo sofá, apoyó sus pies sobre una pequeña mesa de vidrio y suspiró hasta vaciar sus pulmones. Hizo zapping mientras libaba la triunfal cerveza. A lo lejos, las sirenas de la policía; allí cerca, alguien golpeaba con fuerza la puerta. Luis estaba feliz, inmutable. En la televisión, La Ranita Demetán ejecutaba su flauta.
Julio de 2013
Reeditado Octubre 2017
Vandolero