EL PARAGUAS AMARILLO
Me llamó la atención el grito de su paraguas amarillo sobresaliendo entre el resto de los otros paraguas sombríos, como de un luto implacable, que podía ver desde el balcón de mi casa.
Instintivamente dejé mi desocupación de ver paraguas y gente mojándose, y corrí a la calle para perseguirla, para averiguarla, para saber quién proclamaba su unicidad con el color destellante de un paraguas cuya función más parecía ser atraer las miradas que evitar la lluvia.
Fue cuando ya la tenía al alcance cuando me di cuenta de que había salido con lo puesto: un pantalón de andar por casa y un jersey que ya estaba mojado porque no cogí algo con lo que cubrirme.
Mejor –pensé-, ésta puede ser una buena excusa para acercarme a ella y empezar a hablar.
- Perdona, ¿te importa taparme?, ya ves cómo estoy de calado…
- Entra -dijo.
Sólo entra, como si supiera que el mundo que estaba bajo su paraguas era un mundo distinto del otro en el que sólo había paraguas negros.
- ¿Hacia dónde vas?, preguntó sin mirarme.
- Adonde vayas tú.
- Voy sin rumbo, ¿te vale?
- Me parece perfecto.
No le pregunté su nombre, ni ella tuvo la curiosidad de saber quién era yo. Estuvimos caminando entre un caos de paraguas combativos entre ellos que se negaban a perder la propiedad fugaz de un espacio, pero a nuestro paso se apartaban sumisos, abriéndose como el Mar Rojo, rindiendo pleitesía, y nosotros, bajo palio pontifical, éramos una trasgresión que gritaba luz o rebeldía o alegría.
Al rato me giré ligeramente, lo imprescindible para conseguir captar el perfil de su cara, pero ella siguió sin mirarme. Siguió con la vista fija en el frente, abriendo paso con la fuerza de su mirada, como si yo no importunara su mundo, ni nada, ni nadie.
Tuve la tentación de ponerme a pensar en la locura. Para qué, me pregunté. La locura no es arrimarse a una desconocida y compartir su camino. La locura es quedarse en el balcón viendo pasar la vida en su camino inexorable hacia su lento suicidio. La locura es no hacer locuras.
Hubo un momento que intuí que iba a abrir la boca, pero fue sólo para cargarse de aire antes de sumergirse de nuevo en su hermetismo.
Sus ojos de agua, como reflejos de un azul primigenio, recibían de vez en cuando el aire del aleteo de las pestañas cuando se cerraban los párpados para abrillantarlos. Seguían absortos en la nada que discurría ante ellos, ante ella, ya que ninguna otra cosa era tan importante como su paseo de reina que ni siquiera el fin del mundo hubiera alterado.
Cada vez tenía más interés por conocer a aquella insólita mujer, tan de otro universo, así que empecé a mirarla con más asiduidad y a recrearme en su contemplación detenida, en el atesoramiento de sus matices, en la captación de su aroma peregrino, en repetir el eco de su voz diciendo entra; entra en la historia, escápate de la tierra y ven al infinito, sígueme sin preguntar, abandona tu pasado y tu familia, olvida los recuerdos en cualquier rincón, desnuda tu futuro y llénalo de paraguas amarillos, de silenciosos días de lluvia, del camino de mi camino; entra en lo imposible y deja la simplicidad de lo posible para los demás.
Yo escuchaba sus palabras sin palabras en su voz sin voz, y no dudaba de la veracidad rotunda e inamovible de su proclama; el resto de mi vida me parecía poco para poder seguir a su lado, permaneciendo en ese estado mágico en el que la tranquilidad se mostraba aun sin el reclamo de motivos, y estaba dispuesto a cualquier renuncia, a cualquier precio que hubiera de abonar, con tal de seguir en esa magia impagable de ver la vida con los ojos asombrados de quien no ha sabido ver y de pronto encuentra una miríada de colores escondidos y descubre que el horizonte no acaba a dos palmos de la nariz.
Todo ello sin palabras.
Sin frases célebres de filósofos sagaces.
En mi mente,
sólo,
a solas,
en manos de nadie.
Un paraguas que se atrevió a destacar sin miedo, una chica que no existe, como la lluvia tampoco existe, ni estoy en la calle: estoy en la cama, aún no he abierto los ojos, y recuerdo con todo detalle el sueño. Si es que ha sido un sueño y no otra realidad…
Francisco de Sales