El colectivo viejo y ruidoso. Gastado como sus ocupantes, pensó la mujer. El barrio por donde se adentraba tampoco ayudaba a mejorar el ánimo de nadie. A través de la suciedad del vidrio percibía las casas chatas, precarias, la mayoría sin revocar, negocios pequeños, mal iluminados, donde las mercaderías se ofrecían en carteles escritos a mano.
Se quedó pensando en los alambrados de las casas. Cuando se colocan, para delimitar las precarias propiedades, son como prometedores, nuevos, lustrosos. Es hermoso verlos brillar con las gotas de lluvia, parecen bailar de alegría. El paso del tiempo, o el descuido, los hace un motivo más de desazón. Las lluvias aflojan los postes clavados en la tierra, haciendo que todo el alambrado se incline, los alambres formando combas, se oxidan, ya hasta las gotas de rocío parecen sucias.
“Por suerte conseguí sentarme”. En cuanto lo pensó, se dio cuenta que ese pequeño logro, más que alegrarla la entristecía, muy poca cosa, tan poca, que es para llorar.
Volvía de trabajar. Trece horas antes tomó un colectivo más o menos igual de cochambroso, en sentido contrario, y comprobó con pena, dolor y resignación que prefería el trabajo a estar en su hogar.
“¿Hogar? ¿Que es un hogar?”
En su casa, que ya no sentía que era suya, la esperaban sus cinco hijos y el marido. Tampoco sabía si realmente la esperaban, solo estarían.
“¿Esta es mi vida? ¿Qué hice? ¿Qué hago mal? Este segundo que me tomo para pensarlo es único e irrepetible, no tendré nunca más ese instante, ya está, se fue, lo único que puedo es tratar de cambiar los próximos. ¿Podré? ¿Cómo?”
La mujer todavía joven, se la veía cansada, con ropas muy usadas, sin pintura, el pelo con algunas incipientes canas, la comisura de los labios para abajo, su frente con arrugas, y a pesar de que en sus ojos todavía brillaba cierta frescura, la amargura dominaba su rostro.
Veinte años atrás, se casó ilusionada y esperanzada de cumplir el sueño que prometían las revistas de moda. Tendría hijos, una casita de ladrillos, en un barrio amable donde por la tarde saldría a tomar unos mates con su marido y a charlar con los vecinos.
“¿Qué pasó? Era fácil, lo único que había que hacer, era mantener la casa limpia, los chicos educados, al marido contento, buena comida, buena cama, y el resto se daba solo.”
Hizo lo que todas sus amigas, lo que le aconsejaba su madre, lo que debía. Se puso de novia con el Ramón, sus amigas se lo envidiaban: lindo, trabajador, jamás le escuchó siquiera una palabrota. Se casó enamorada, y a medida que el tiempo pasaba, las cosas se fueron dando, todo lento, con dificultad, con mucho trabajo, siempre con la permanente esperanza de mejorar, de que con el tiempo el sueldo de su compañero en la fábrica mejoraría.
Hijos, en su momento una alegría que difícilmente pueda volver a sentir.
Recordaba cuando lo despidieron a Ramón, la época era muy mala, lo único que se conseguía eran trabajos esporádicos, sin futuro.
“¿Qué debería haber hecho?; ¿Tuve la culpa? ¿No debería haber salido a trabajar?” Sabía, era consciente de que a su marido le molestaba que ella fuera la que mantenía la casa. Pero ganaba más limpiando baños ajenos cuatro días a la semana, que Ramón 14 horas diarias.
“¿Qué tenía que hacer? ¿Dejar que los chicos no comieran para que él no se sintiera mal?”
Llegó un momento que el marido se dio por vencido, sólo conseguía changas, mal pagadas, semanas sin nada. Comenzaron a endeudarse, luego fue sencillamente perder lo conseguido. El terreno que con tanto sacrificio fueron pagando, se perdió y con él la casilla. Alquilar; más deudas, por suerte le prestaron una casa, que poco a poco se convirtió en hogar, hasta ahora.
El daño era irreversible, Ramón comenzó a beber, poco a poco su degradación, su depresión se hizo más y más grave.
Volver a casa. Todos los días lo mismo. Encontrar a su esposo en el mejor de los casos durmiendo, la mayoría de las veces, borracho, agresivo, pidiendo –exigiendo- ser atendido. Los chicos, los más pequeños, sucios, mal comidos, imitando al padre con su vocabulario soez, despreciativo. Los más grandes indiferentes a todo.
Ya hacía muchos años que abandonó el inútil intento de recomponer su pareja, lo consideraba un caso perdido. Alguien le comento que con un buen tratamiento sicológico podría mejorar. Económicamente imposible. Gracias que podían comer.
¿Es todo, esta es y será el resto de mi vida? ¿No hay alternativa?
Estaría mejor sin el Ramón, seguro podría educar mejor a los chicos sin la influencia negativa del padre, el magro sueldo que cobra podría alcanzarme mejor ya que no tendría el gasto del marido, y hasta podría pensar en conseguir una nueva pareja que la ayude un poco con la casa y los gastos.
Lisa y llanamente “sacárselo de encima”. Lo pensó y le dio pena y ternura, fue su compañero por veinte años, es el padre de sus hijos.
Sin embargo ya no lo es, ya no es “su hombre”, ya no aporta, no educa, no sirve para nada, más bien es un ancla que no deja avanzar ni a ella ni a los chicos.
Había consultado en el tribunal de familia. Gracias que la atendieron, después de esperar cuatro horas, perder el día de trabajo. Lo que le dijeron era para reírse: Usted debe hablar con su esposo, debe convencerlo para que deje la bebida. También puede hacerle juicio por alimentos, para que trabaje.
¿Y si no quiere? Y bueno señora debe insistir…
Es increíble, pero estoy deseando su muerte, más increíble aún es que no me escandalizo de mis propios pensamientos. Más todavía, creo que soy capaz de cualquier cosa.
Recordó que varios veranos, de chica, estuvo en una estancia donde unos parientes eran puesteros. En una oportunidad debieron sacrificar un caballo ya viejo. Le explicaron con sencillez que ya no servía, mantenerlo costaba dinero, no podían darse el lujo de sentimentalismos. Que feo, pero su pareja costaba, mucho, muchísimo más de lo que podía soportar. Hasta pensó con cierto sarcasmo que era una obligación de su parte, como deber para con sus hijos.
Se bajó del colectivo tranquila, por lo menos ya tenía una alternativa, debía buscar una mejor, pero de no encontrarla, era una posibilidad, por lo menos eso…