Mia. Casi un pronombre la mina. Lo mejor eran las fotos que me mandó al celular. Muy rica; muy puta.
Era viernes. Yo estaba con ganas de coger hacía tiempo. La estúpida de Esther no lo entendía o no quería entenderlo. No podía asumir que los hombres necesitamos coger y comer rico. Nada más. Somos seres primitivos, simples, salvajes.
Ese viernes salí, habíamos quedado de acuerdo con Mia, una linda puta de 23 años que hacía salidas a hoteles. Era rubia, o simulaba serlo. Me dijo que cobraba setecientos pesos la media hora y mil la hora completa, servicio que incluiría mamada, penetración vaginal y anal, más un plus de masajes sensitivos. Yo había cobrado mi sueldo. Andaba con plata y me había tomado un sildenafil genérico que compré en un quiosco.
A las diez nos debíamos encontrar en Lavalle y Costanera. Pase dos veces. No la vi. Al celular llegaban sus mensajes de apuro, diciéndome que estaba parada en el lugar acordado. La tercera vez que pasé, una mina rubia caminaba en la oscuridad. Subió al auto cuando me detuve, pero andados los primeros metros comprendí que no era la puta de las fotos, aunque ella afirmaba que sí. Esta era enjuta, sucia, tenía aliento a noche y a vino barato. Cobraba trescientos pesos por todo. A las dos cuadras le insistí con violencia que bajara del auto, que no era “Mia”, que me estaba mintiendo. La amenacé con golpearla y descendió. Se perdió en la oscuridad de una esquina llena de delincuentes.
Llamé a Mia. Se había ido.
Estaba amargado. Compré cervezas y empecé a beber en el auto. Tenía el teléfono de una puta de unos cuarenta años, rubia, muy hermosa. La llamé pero aún quedaban casi dos horas para que comenzara a atender en su departamento privado.
Aun me quedaba un teléfono. Se llamaba o, se hacía llamar, Barby. Detuve el auto en una calle solitaria. Cuando me dispuse a buscar el número, aparecieron dos pendejos y lograron abrirme la puerta. Uno de ellos me agarró y me extrajo del auto. En ese instante, alcancé a tomar un garrote que siempre llevo pegado al freno de mano. Le partí la frente. El otro marica se perdió en la noche y el pobre infeliz que yacía en suelo recibió unas buenas patadas de mi parte. El celular había caído y se había desarmado. Lo rearmé y salí a toda velocidad de esa zona inoportuna.
En un lugar más tranquilo de la ciudad, donde suelen verse caminar familias juntas que salen de restoranes y cines, volví a buscar el número de Barby. Sólo tenía una foto de ella. No se podía apreciar la cara, como en todas las fotos que nos puede mandar una puta al celular. Se veía un cuerpo exquisito. Sus servicios incluían atención a parejas, tríos y toda clase de depravaciones muy atractivas. Sólo tenía una condición: “no entrego cola”. Para lo que yo buscaba estaba bien. No me interesaba realizar ninguna excentricidad. Esa noche sólo quería coger de forma convencional.
La llamada no me daba. Intenté con mensajes; tuve suerte. Me dijo que podía atenderme, pero que debía llegar al lugar lo más pronto posible. Ella desconfiaba de que no fuera real. Las putas no pueden andar con vueltas. El tiempo es dinero en forma de semen.
Llegué al departamento de Barby según sus indicaciones por mensajes. Aun no conocía su voz.
El portero me hizo entrar. El departamento era en la planta baja de una enorme torre. Estaba desolada. Todos dormían.
Me recibió en la antesala. Era muy hermosa. Pelo negro y lacio, piel muy blanca, enormes pechos naturales, un perfume embriagador, una sonrisa dulce y femenina, su voz era suave y modulada, manos chicas y delicadas, su estatura era normal tirando a baja, una medalla de plata colgaba de su cuello, en su cintura tenía tatuado un pequeño colibrí. Me preguntó qué servicio quería, le respondí que la hora completa. Pagué mil quinientos pesos y me invitó a ponerme cómodo.
A la media hora había probado uno de los manjares más exquisitos que me han deparado los astros. Como había sido una media hora intensa, no tenía oportunidad de recuperarme para otra cogida a pesar del sildenafil. Conversamos todo el tiempo que restaba, me hizo masajes para terminar de relajar mi cuerpo, ya al borde del colapso producto del trabajo y el estrés. Terminamos aquella hora abrazados hablando de nuestras vidas, de las desdichas, de lo perdido, de las decisiones mal tomadas. Nos despedimos en la antesala. Le di un beso de agradecimiento y salí al gélido frío invernal de aquella noche.
De forma inconsciente, seguí caminando sin recordar que andaba en auto. Iba vagando por las veredas, perdido, con un dolor de cabeza que comenzaba a notarse más cuando el alcohol y el viagra se entremezclaban en la sangre. A pesar de todo, sentía una gran libertad, un renacimiento producto de algo inexplicable que comenzaba a sentir. Llamé a Esther y le dije que al día siguiente iría a terminar con lo nuestro, que estaba cansado.
Desde aquella noche sigo frecuentando a Barby, siempre a Barby. Sé su nombre verdadero y muchos detalles de su vida personal. Ella también conoce los míos. Esta relación inusual me ha puesto en la mano el destino de un ser tan pervertido como inocente, he cometido un crimen, he tenido que hundirme en las profundas aguas de un mundo del que cuesta salir, estoy en un laberinto donde mora un fauno en cada esquina.
El paraíso suele ser la antesala del infierno.
Ya no importa. Siempre estuve muerto.
Vandolero