Habían pasado quince días desde la última vez que cogimos con Esther. Recuerdo la pasión desbordada en la cocina y luego en la habitación. También me viene a la memoria lo que me costó seducirla. Siempre lo mismo, Esther y sus detestables hijas.
Como decía, habían pasado quince días desde aquella noche. El asunto que quiero relatar tiene que ver con otra tortura que tuve que padecer antes de coger con Esther.
Un sábado por la mañana empezamos con Esther a planificar por teléfono una cita para esa noche. Habíamos hablado del cine, del bar, el motel, el vino tardío y un sin número de placeres que disfrutaríamos juntos. A la media hora de cortar, me llama Esther para decirme que iba rumbo al hospital con su padre gravemente enfermo. Al parecer el viejo había sufrido un ACV. Llegué al hospital como a las tres de la tarde. Los médicos dijeron que no había solución. El ACV había hecho un daño irreversible y se esperaba lo peor.
Luego de escuchar las palabras del médico y tratar de consolar a Esther y sus hijas, se me vino a la mente la cita de esa noche. Como siempre, pensé, se cancela o posterga mi desahogo sexual. Este pensamiento me hizo poner de muy mal humor.
Pasaron dos días de agonía para el viejo y de llantos para su hija y nietas. Yo seguía soportando la cruz. Una bondad poco usual brotó en mí y me entregué en cuerpo y alma al cuidado y atención de esas mujeres. Iba y venía con encargos, les traía comida, hablaba con los médicos, me puse en contacto con un servicio fúnebre, hablé con el Banco donde el viejo cobraba y reclamé que se pagara el seguro de vida cuando el viejo muriera, etc. En un momento de alivio, pude fumar un cigarrillo en el patio del hospital. No podía creer lo que estaba haciendo, ni siquiera quería a ese viejo, pero creo que a Esther sí. Me puse a meditar sobre todo lo que había vivido en esos días. Nuevamente me invadió el deseo de salir y tener sexo con Esther. La había visto llorar durante ese tiempo pero su figura me excitaba, más aun cuando sentía su cuerpo pegado al mío en esos abrazos de consuelo que yo le daba. Era muy raro, porque mientras ella buscaba consuelo por la inminente muerte de su padre, yo solo pensaba en coger, incluso tenía fuertes erecciones durante esos abrazos y tenía que retirarme un poco para que no sintiera la dureza de mi bulto.
Al tercer día, el sueño y el cansancio vencieron a las tres mujeres. Me pidieron que cuidara unas horas al viejo para que pudiesen ir a casa, dormir un poco y, sobretodo, bañarse con agua bien caliente.
Salieron y yo me quedé solo con el viejo. Estaba demacrado, sin color, totalmente rígido todo su lado derecho. Esa mitad inerte era muy fría al contacto con mi mano. Le habían puesto una máscara con oxígeno, comía por una sonda y los pañales se encargaban de sus necesidades. Sólo podía mover los ojos y el brazo izquierdo. No podía valerse para nada, ni siquiera hablaba. Me senté junto a la cama y tomé su mano. El viejo la apretó con fuerza y me observó severamente. En un momento dado soltó mi mano y desesperadamente intentó sacarse el pañal y la sonda que le permitía orinar. Ya me habían informado de aquella maña del viejo. Le tomé el brazo y lo puse con fuerza al costado de su cuerpo. Me observó y en su rostro se dibujó una pálida sonrisa, como si se resignara al pañal y a la sonda. Se quedó quieto. Su respiración era dificultosa; apenas repetía una aspiración y exhalación cada cuatro segundos. Como no podía deglutir y, además de haber sufrido el ACV, se le había declarado una neumonía leve, la mucosidad se acumulaba en su esófago y cada seis horas debían aspirarle las porquerías con un tubo.
Pasó una hora entera en paz. Pero al rato comenzó nuevamente la lucha con el pañal y la sonda. Yo ya estaba harto. El viejo, su estado, su olor, la gente del hospital, el cansancio, todo, absolutamente todo me asqueaba. Pero debía seguir firme, porque si no perdería a Esther. En un momento dado no soporté más al viejo y con fuerza le sostuve el brazo. Mis dedos se hundieron en su flácida y arrugada piel. El viejo comenzó a mirarme con odio porque no podía creer que alguien dejara de sentir piedad ante su infortunio. Yo lo observé con una mirada malévola y, acercándome a su oído, le dije que era un viejo de mierda, que debía morirse pronto para que dejara de molestar a tanta gente y todos pudiésemos descansar; le dije que lo odiaba y que sólo me acercaba a su hija para poder coger los fines de semana; le dije que sus nietas eran unas pendejas putas, unas precoces prostitutas; le dije que no debía sentir amor por ellas porque siempre lo maltrataron, pero que ahora se desvelaban por su enfermo abuelito; le dije que me quedaría con toda su ropa luego de muerto, además de sus preciadas herramientas de carpintería; le dije que toda su vida fue un inútil, como hombre, como padre y como el miserable empleado público que fue; etc. Todo lo dicho fue un acicate para que el viejo se alterara hasta sus límites. Tuve que llamar a las enfermeras para que lo pudiesen calmar y sujetar. Al final le ataron la muñeca a la cama con una venda, le metieron por el suero una dosis de morfina y le aspiraron los mocos para que durmiera. Y así fue, se relajó y por fin me dejó en paz. Cuando me dispuse salir a fumar, apareció el hermano de Esther. Venía a relevarme.
Recuerdo que salí del hospital y me fui directo a la casa de Esther. Cuando llegué estaban las tres en el sillón descansando luego de un baño relajante. Yo había conjeturado en el camino que las pendejas no estarían, que se habrían ido a casa de sus novios. Pero no fue así, tuve que reprimir la erección que había crecido en el camino. Entré y las miré con odio sin que se dieran cuenta. Me senté al lado de Esther y las tres me abrazaron para llorar con amargura. Qué fastidio… Al rato no soportaron más y se fueron a dormir. Llevé a Esther al cuarto y comencé a besarla y a decirle que todo saldría bien, que jamás la abandonaría, que siempre la ayudaría en la vida. Entre lágrimas me dijo que me amaba y me besó con pasión, primero con sus labios y luego con su lengua. Hicimos el amor hasta quedar exhaustos, tendidos uno al lado del otro. Al fin se dio lo que esperaba, después de tanto tiempo y vicisitudes. Como a las dos horas, estábamos profundamente dormidos. Sonó el celular de Esther. Era su hermano: “el papi murió”.
Lo bueno del caso es que pude coger con Esther antes de que el viejo se muriera, sino hubiera tenido que soportar un mar de lágrimas, velorio y entierro juntos para poder tener sexo otra vez. Al menos me sentí satisfecho y muy feliz durante aquel trajín funerario.