Hoy se conmemoran 117 años de la muerte de Friedrich Nietzsche, la persona que murió cuando debió haber nacido. ¿Quién fue este hombre anacrónico? El apellido hace que uno piense en un bigote ampuloso que pareciera estirarse a tapar una boca que no iba a poder callar. Era un bigote con rostro, uno que disimulaba los ojos tristes y la palidez propia del encierro.
Me gusta pensar la vida de Friedrich Wilhelm Nietzsche, nacido en 1844, en la vieja Prusia, desde una teoría censurada y acusada de irrisoria, por esto último probablemente verdadera. Se dice que el Nietzsche que conocemos no lo fue hasta entrada ya la pubertad, cuando su reloj biológico dio la orden de, entre otras cosas, permitir el desarrollo del bozo, aquel bello entre el labio superior y la nariz. Según estos historiadores y teóricos, el consolidado bigote postadolescente tendría autonomía y una inusitada conexión nerviosa con el cerebro. Dan por hecho, entonces, que el legado del filósofo alemán es producto de esta relación bigote-cerebral, y proclaman haberse iniciado “la potestad del bigote” (así titulan el caso) luego de finalizada su formación escolar, cuando después de un semestre abandonó los estudios en teología para instruirse en filología.
Sin embargo, lo más interesante de la teoría de la potestad del bigote es que enfatiza más su vida como hombre que su pensamiento filosófico, quizá por esto tan repudiada entre colegas. Nietzsche, según esta hipótesis, fue un hombre que nació fuera de época, uno que murió cuando debió haber nacido, pues el ansiado éxito de sus escritos no llegaría hasta después de su fallecimiento. “Dejó de existir teniendo dudas sobre el valor de sus ideas”, afirman con énfasis nostálgico los seguidores de este pensamiento.
Existe una disputa interna en la teoría de la potestad del bigote. Están aquellos que piensan la autonomía de aquel racimo de pelos como siniestra, culpable a la vez de una genialidad y una depresión que lo haría experimentar intensas vicisitudes pasionales; otra facción, aunque respalda la idea de autonomía, objeta como real absurdo pensarla en términos siniestros, sostiene que el vigor de sus pasiones son las de cualquier mortal y que el bigote está circunscrito a desarrollar no la pasión sino el raciocinio.
Pese a las diferencias, ambos enfoques no dudan en declarar la existencia de Friedrich Nietzsche como rebosante de pasión; amistades y enemistades, sueños frustrados, guerra, moral enarbolado, soledad, amor propio y amor no correspondido. “Fue la pasión de Nietzsche, y no el pensamiento, su legado más valorable”, afirman y reafirman los paladines de esta teoría. Tenía el alemán una forma tan poderosa de encarnizar su vehemencia, por gracia del bigote, que su cerebro no pudo soportarlo y allá por 1890 sucumbió en una demencia que lo sojuzgó sus últimos diez años de vida.
¿Locura? No tiene cabida la locura, lo defienden los que pregonan la teoría de la potestad del bigote. A capa y espada sostienen que el cortocircuito que pudo haber sufrido la mente no afectó la claridad de su bigote, y se basan en el relato de Elisabeth Nietzsche, su hermana, que lo cuidó en Weimar hasta el día de su muerte: “Él (por Friedrich) hace lo mismo todos los días. Estira el brazo contra un rincón, prepara la mano como si fuese una pistola, y con la boca simula el disparo. Después me mira y sonríe, dice haber matado a Dios”