Finalmente me aventuro a narrarlo. Soy el único testigo de la desaparición de Vicente Cayetano. Las teorías resuenan al día de hoy, pero son mis cansados ojos los que vieron la secuencia que de tanto en tanto esta cabeza reproduce no siempre de la misma forma, eso son los recuerdos, imágenes rotas, ropa deshilachada que la imaginación cose para darle forma. Sé lo que vi, no estaba ebrio, no esa mañana, no desde entonces. Pero no fue sólo verlo, también fui testigo del lento proceso de su desaparición, porque no es como todos piensan, que se fugó de repente.
Dijo un día una frase que jamás olvidé. Dijo, En adelante seré gris. Me reí. Le contesté que más bien era morocho. Y él, haciendo esfuerzo para mantener los ojos abiertos, me miró fijo, vació el vaso, y repitió las palabras.
Pienso que pasó una semana cuando volvió sobre el tema. Me dijo que empezaba a notar la diferencia. Que ser gris le estaba cambiando la vida. Y yo me reía cuando traía sus palabras delirantes. Que tenía que intentarlo, me decía, que todo se percibe distinto, y yo le rogaba que parase, que ya me dolía el abdomen. Pero así y todo insistía. Le brillaban los ojos y estiraba los labios finos por primera vez en años. Es maravilloso, es un laberinto maravilloso, se entusiasmaba, son infinitas las respuestas a una simple pregunta, es infinito uno.
Dejé la risa transcurridas las primeras semanas. Lo llevé a un especialista. Contestaba disparates. Le preguntaba su nombre y Vicente Cayetano decía todo el que le gustaba, en distintos idiomas, de familiares y amigos, también inventó algunos que no soy capaz de recordar, y entonces el especialista cambiaba la pregunta y otra vez el sinfín de respuestas. Su color favorito era el color, su música predilecta era la música, los libros todos eran su libro preferido. Y con cada día que pasaba se agravaba un poco más. El especialista lo derivó a un colega que realizó distintos análisis. Al parecer todo marchaba normal en su cerebro, pero no era capaz de pasar las pruebas. En una hoja le pedían que marcara con una cruz por sí o por no según cada pregunta, Vicente Cayetano decía que había sís y nos infinitos; pronto terminó concluyendo que en realidad estos eran inexistentes, que sólo había gris. Le pedían que hablara de su madre y Vicente Cayetano traía estrellas y árboles, mujeres sin nombre y amantes.
Finalmente fue internado. Lo visitaba todos los días después del trabajo. Su mirada era más lúcida que la de cualquiera en ese hospital. Entonces comenzó a contestarlo todo con un no sé. Decía no saber su fecha de nacimiento, mi nombre, el de sus padres, el nombre de su difunta esposa. Decía no saber nada pero lo contradecía su mirada despierta. Los médicos creían que se trataba de un principio de Alzheimer, yo no estaba tan seguro. No es que no recordara, creo que su no sé era una síntesis de las infinitas variables que tanto hablaba, prueba de ello es que seguidamente cambió estas dos palabras por una sola, gris. Todo fue gris. Me señalaba, sonreía y decía gris. Yo sufría por él pero Vicente Cayetano era feliz, indecible es cuánto.
Los días previos a su desaparición ya no hablaba. Escuchaba y lo miraba a uno cuando era preguntado por algo, pero no articulaba ya respuesta. Llevo grabada la imagen de sus ojos que entendían, que reflexionaban, ojos despiertos como jamás tuve los míos, puede que a través de ellos contestara y no pude verlo, menos comprenderlo.
Llegué esa mañana de frío y acomodé la silla junto a la cama. Las nubes cubrían el sol, por eso tenue era la luz que entraba desde la ventana, gris. Había despertado pensando en contarle una de nuestras tantas aventuras cuando éramos jóvenes. No pude. Porque sucedió entonces. Se incorporó en la cama y cerró los ojos, totalmente inexpresivo; nunca volví a ver en otra persona esa perfecta seriedad. Primero, los pies. Noté que las sábanas comenzaban a pegarse a la cama, lentamente. Las corrí para descubrir en un sobresalto de horror que sus piernas se evaporaban, se me ocurre explicarlo así, se evaporaban como agua que el calor del fuego transforma en vapor; veía un delicado pasaje de estados. Después el cráneo fue deshaciéndose en fragmentos indecibles, hasta que cayó la camisa celeste como una pluma sobre el colchón.
Me culparon. Qué podía explicarles. Lo buscaron durante meses por ríos y bosques cercanos, estaciones abandonadas y campos enteros. Sólo yo lo encuentro, de tanto en tanto, recuerdos deshilachados que la imaginación cose para darle forma.