DESTACADO¿A quién le podía importar cómo vivían y qué pasaba en ese pueblo de casi cuatrocientos habitantes, tan monótono como viejo, que ni siquiera en el mapa más completo de la provincia figuraba? ¿Quién o quienes iban a focalizar su interés en un lugar perdido, sin siquiera una calle asfaltada, con una sola escuela cuya maestra era también portera, cocinera y a veces hasta pediatra? ¿Por qué en un mundo desbordado de tecnología y medios de comunicación que de tan sofisticados parecen irreales, alguien iba a detener su mirada en un lugar donde el único paseo posible era visitar a los muertos en el cementerio?
De casas bajas, todas con huerta y árboles añosos en las veredas para paliar los tórridos veranos. Había una iglesia, donde un cura de la ciudad más cercana oficiaba misa cada quince días, la clásica misa de once, a la cual asistían los niños que luego tomarían la primera comunión, acompañados por sus madres y algunas abuelas, quienes conservaban la antigua costumbre de cubrir sus cabezas con mantillas o pañuelos.
¿Acaso la prensa oral o escrita, tan absorbida por acontecimientos que se suceden hora tras hora de manera tan vertiginosa como feroz, podría dedicarle algunos minutos o renglones a un pueblo rutinario y triste? Tenía un solo médico, dos almacenes de ramos generales en uno de los cuales también había algunos medicamentos de venta libre y una comisaría que cerraba a la hora de la siesta. La municipalidad dependía de la ciudad cercana de la cual venía el cura, y el delegado municipal cumplía funciones en su propia casa. A pocos metros estaban los bomberos voluntarios y la sala de primeros auxilios.
Definitivamente, nadie le iba a prestar atención a ese escondido bostezo de la tierra. Hasta que un día cualquiera de julio, gris y frío que hasta la piel lastimaba, todos esos ojos que miraban para otros lados, indudablemente mucho más atractivos, giraron la vista hacia ese pueblito geográficamente ignorado.
***
- ¿Yáñez…? ¿Y dónde queda eso? - Preguntó extrañado el jefe de redacción de uno de los periódicos más importantes de la capital.
- Noroeste de la provincia - Respondió el periodista que trajo la noticia - Pegadito al límite con Córdoba y Santa Fe. Arriba de General Villegas.
- ¿Cómo puede ser que ni siquiera lo haya oído mencionar una sola vez en toda mi vida? - Volvió a preguntar el jefe con un tono de asombro.
- Es que ni figura en el mapa - Contestó el otro encogiéndose de hombros – Es uno de esos lugares perdidos en el espacio y el tiempo. Parece que nunca le ha interesado a nadie. Ni siquiera llegó a pasar el ferrocarril por allí. Es un pueblito fantasma.
- ¿Y usted está seguro del dato que me trae sobre lo que está pasando allí? ¿Lo pudo confirmar?
- Si señor, quédese tranquilo que está confirmado y re-confirmado.
- Es algo realmente extraordinario y peculiar, viniendo de tan ínfimo caserío de pueblerinos. ¿Cómo habrán podido lograrlo…?
- Cómo no lo sé. Pero lo he visto con mis propios ojos y en más de una oportunidad. Vacas pariendo terneros mellizos todo el tiempo, bastante regularmente trillizos y alguna que otra vez hasta cuatrillizos, cuando todas las vacas, hasta ahora, siempre han parido de a un ternero por vez. El ganado de Yáñez, ese espectro lastimero de pueblo, ya es casi el que más entra diariamente en el Mercado de Hacienda. Tal es la forma en que se está multiplicando. Pero nadie de por allí larga prenda. Nadie parece saber nada. Inocentemente, los lugareños lo atribuyen a la casualidad. Y tampoco los científicos agropecuarios más avanzados logran llegar a entender como han podido hacerlo…
***
El jefe escuchó el relato con sumo interés. Como en sus comienzos había trabajado cubriendo la sección policiales de otro diario de la capital, no menos prestigioso, siempre ponía en duda todo cuanto llegaba a su mesa de redacción. Analizaba cada palabra, cada signo de puntuación, de modo que detuvo su atención en la frase citada por el periodista donde se refería a que “nadie de por allí larga prenda”. ¿Sería como decían los lugareños bonachones acerca de que todo era una casualidad, o los científicos agropecuarios tan avanzados no eran ni científicos, ni estaban a la vanguardia? Quizás eran apenas veterinarios acostumbrados a vacunar al ganado, y curar una que otra matadura de algún caballo u otro animal del lugar.
Como seguramente los medios gráficos y orales ya estaban trabajando sobre el tema, y la puja por conseguir la primicia era un hecho, el jefe de redacción encargó al periodista que se abocara inmediatamente a trabajar sobre ese asunto y recabara toda la información que pudiese, pero antes consideró oportuno formularle algunas preguntas:
- Cuénteme Ortega, ¿Los habitantes de ese minúsculo pueblo están preocupados, asustados, sorprendidos, cómo los ve usted?
- Ni preocupados, ni sorprendidos, la gente está tan contenta de haber pasado del anonimato a tamaña exposición, que el suceso propiamente dicho está en un escalón más abajo.
- Bien… Otra cosa rara, o diferente que usted haya visto…
- Sinceramente, otra cosa no vi, pero sí escuché
- ¿Qué escuchó Ortega?
- Y… Es difícil de creer, esto parece ciencia-ficción.
- Hable, hombre, hable.
- Bueno… Parece ser que el gallo de la maestra ya no canta al amanecer, ahora silba, las gallinas ponen huevos cubiertos de plumas y hay un conejo que maúlla.
- ¿Queeeeé…?
***
Ortega fue despachado inmediatamente de vuelta para Yáñez. El jefe le entregó una buena cantidad de dinero para viáticos (imposible saber de antemano cuánto tiempo estaría allí) y, como en el pueblito no había hospedaje, le dio también su camioneta y casa rodante para que viviese en ella durante el curso de su estadía.
El periodista, durante su viaje, intuyó que ésta quizás era de esas raras oportunidades que se presentan sólo una vez en la vida. Y, por las dudas, se mentalizó para realizar un trabajo investigativo prolijo y exhaustivo. De ello tal vez dependería el futuro de su carrera profesional.
Lo que en realidad le extrañaba era que lejos de mostrarse hosca y reservada, la gente del pueblo era afable y abierta al diálogo, como son generalmente los pueblerinos, aunque se hacían los zonzos cuando se les traía a colación el tema comprobado de la multiplicación del ganado y las otras cosas que se decía sucedían por ahí. Eran duchos para negar categóricamente o cambiar rápidamente el tema.
Como por el lado de la gente nunca iba a poder llegar a la verdad, Ortega decidió con buen tino investigar en los registros municipales y judiciales. Para ello debió trasladarse hasta Cañada Seca, lugar del que Yáñez dependía administrativamente.
Estuvo tres días completos revisando registros de catastro, obras públicas, censos y todo lo que pudo tener a su alcance, bajo el pretexto de que era un historiador capitalino recabando información sobre los pueblos rurales de la provincia. Extrañamente, nadie le negaba acceso a la información. Es más, en varias oportunidades tuvo que esperar varias horas hasta que lograban localizarle los registros archivados en cajas desde hacía décadas. La gente parecía totalmente ajena a lo que sucedía a sólo diez kilómetros de allí.
En la municipalidad, luego de una revisión muy detallada y completa no consiguió nada que pudiese ser de interés. Volvió a empezar de cero en la casa que servía de juzgado.
Todos los días debía reportar sus novedades a la redacción. Para ello, como al lugar no llegaba señal para teléfono móvil o internet, debía hacer uso del único locutorio-bar que había.
Al finalizar su quinto día de trabajo ininterrumpido, llamó como acostumbraba al diario. Esta vez lo pudo atender el jefe.
- ¿Y Ortega…, qué tal las vacaciones?
- Ja, ja…, muy lindas jefe. Especialmente la playa…
- ¿Cómo siguen las cosas por allí? ¿Todo estancado?
- Mmmm…, bueno, eso depende.
- ¿Depende de qué, Ortega? ¿Pudo encontrar algo?
- Si y no… Pero yo le tengo confianza.
- ¿Si y no…? A ver Ortega, no juegue. Póngame contento y deme una buena noticia.
- Esta mañana, en el juzgado, encontré el registro de un procedimiento judicial asentado en 1949. Un cambio de nombre y documento. En Yáñez hay entre los lugareños un estanciero con mucha hectáreas de siembra y ganado. Se llama Germán Nazino. Es hijo de un inmigrante alemán, quien adquirió las tierras en 1948, don Teutonio Nazino, quien antes de cambiarse el nombre era Helmut Otto Van Gretch.
- No entiendo nada, Ortega. ¿Qué tiene que ver eso con lo nuestro?
- A eso iba, señor. Resulta que don Van Gretch era médico. Uno bastante prominente y muy ducho en la experimentación genética de vanguardia en esa época. Además, antes de venir a instalarse en Argentina, tuvo un puesto de trabajo muy peculiar en su país. Era un primer asistente.
- ¿Un médico tan importante y asistente? ¿Asistente de quién…?
- Del Dr. Josef Mengele, señor.
***
- A la pelotita… ¿Chequeó bien esa información Ortega?
- Posta, posta, jefe.
- Trate de encontrar la primicia y no pierda tiempo, si lo logramos desde ya le digo, el puesto del cual le hablé es suyo. ¿Necesita algo?
- A Láinez, lo necesito a Láinez señor, opino que es el mejor fotógrafo que tenemos.
- Despreocúpese Ortega, mañana a primera hora, él estará por allá.
El periodista sintió que conseguir la segunda jefatura significaba dar un salto importante en su carrera, además de incrementar considerablemente su salario, pero a esa altura de los acontecimientos ya no se trataba de lograr nuevos cargos y más dinero, encontrar la punta de la madeja se había convertido para él en un desafío personal.
Tal cual lo había prometido su jefe, el fotógrafo llegó temprano al pueblo munido de todo lo necesario para realizar buenas tomas, cámara, trípode, teleobjetivo y largavista estaban preparados para ser puestos en acción. Llegar al lugar donde vivía Nazino no les resultó difícil, pero se encontraron con una verdadera fortaleza natural. Apenas se podía divisar el casco de la estancia, frondosos árboles y espesa vegetación les impedían ver qué pasaba adentro de ese predio. Láinez, ducho en su oficio, haciendo acopio de toda su astucia sumada a la logística, trepó con destreza a un añoso cedro y efectuó una exhaustiva inspección ocular. Procedió a instalar la cámara, no sin antes elegir el lugar más apropiado para apoyarla, configuró su velocidad, realizó una correcta apertura del diafragma y con paciencia de peregrino, permaneció largas horas esperando ver algo interesante.
Por fin advirtió un movimiento, puso en marcha toda la sofisticada aparatología, y pudo divisar un hombre diminuto, escuálido y calvo, vestía un guardapolvo blanco que le llegaba a las rodillas y portaba en su mano derecha algo parecido a un tubo de ensayo.
- Lo tenemos, Ortega - dijo en voz baja.
- No lo pierda Láinez, no lo pierda.
Éste ya había accionado el obturador. Estuvieron allí un buen rato, y captaron otras imágenes que no hacían otra cosa que confirmar las sospechas de Ortega. Ahora faltaba lo más difícil, aunque no imposible: Demostrarlo.
***
Gracias a la providencia Ortega siempre había sido poseedor de una buena labia y capacidad de improvisación. No tanto Láinez. Pero cuando planearon minuciosamente lo que harían, quedó bien claro que quien iba a hablar todo el tiempo era Ortega. El otro sólo se limitaría a asentir con monosílabos y tratar por todos los medios de cumplir el cometido que tenían en mente.
La logística era bien simple. El vehículo ya lo tenían, pues la camioneta del jefe era casi nueva. Ortega, por las dudas, había acertado en llevar un buen traje. En uno de los almacenes del pueblo compraron un mameluco gris para Láinez y, antes de salir para la estancia de Nazino, mientras el fotógrafo preparaba una cámara digital de alta resolución similar en tamaño a una cajita de fósforos, Ortega hizo una última visita a la sección de catastro municipal para estudiar el plano de la finca rural.
Al llegar a la estancia sobre el atardecer, alguien les salió al paso para averiguar qué deseaban.
- Venimos a hablar con el señor Nazino.
- ¿Por qué asunto…?
- Tema de negocios – Y ésta pareció ser la frase ideal para que el empleado, sin preguntar nada más, fuese en busca de su patrón.
Unos minutos después apareció Nazino, con la actitud de quien no aprecia la rara ocurrencia de ser importunado por desconocidos. Sin siquiera tenderle la mano, miró inquisitivamente a Ortega, ignorando totalmente a Láinez, parado detrás suyo con una pequeña caja de herramientas en la mano.
- Dígame señor. ¿Qué lo trae por aquí?
- Buenas tardes, señor Nazino. Mi nombre es Ortega y represento a la firma Red Global. Estamos trabajando en la instalación de una antena en Cañada Seca que permitirá la recepción de una buena señal para potenciales usuarios de internet en toda la zona.
- ¿Internet…, aquí? Discúlpeme que le sea franco - Agregó sin tratar de disimular el sarcasmo en sus palabras - pero su empresa parece estar muy mal asesorada. Una inversión de ese tipo en este lugar siempre será dinero malgastado. Por acá la gente es de costumbres muy simples. La radio es el entretenimiento favorito y ni siquiera hay televisión. Imagínese internet…
- Es que los estudios de mercado sugieren que ésta es un área de gran consumo proyectado a mediano plazo. Y como usted es uno de los habitantes más prominentes, pensamos que le interesaría ser el primero en anotarse para recibir los enormes beneficios que le otorgaría la conexión con internet.
- ¿Estudios de mercado, dice? Vuélvame a disculpar, señor…
- Ortega
- No es que pretenda ser ofensivo, pero quien realizó esos supuestos estudios de mercado nunca se molestó en visitar la zona, no tiene la menor idea de lo que hace o, si tiene una idea, es timarlos descaradamente con la empresa constructora levantando una antena que sólo servirá para que los pájaros construyan sus nidos.
- Si a usted le interesa saber mi opinión - Dijo Ortega dando un paso adelante y moviendo la cabeza muy cerca del otro, con voz apenas audible – Pienso como usted. Pero, como debo ganarme el sueldo y hacer lo que me mandan, por lo menos hasta poder terminar con mis estudios de postgrado y ejercer la profesión que en realidad me interesa…, pues aquí estoy, tratando de hacer lo que puedo para convencerlo.
- ¡Ahh…, ahora voy comprendiendo! Dígame muchacho, ¿Qué está estudiando?
- El año pasado me recibí de médico clínico. Pero nunca tuve la intención de ejercer. Me atrae mucho más la investigación científica y me fascina la genética. Creo que es un campo maravilloso e ilimitado.
La teutónica cara de Nazino se iluminó con una sonrisa inesperada. Ahora sí le tendió una mano sorprendentemente firme y fuerte a Ortega, agregando:
- Ya ni sé dónde quedaron mis modales viviendo en este pedazo de tierra olvidado por la civilización. Adelante, por favor, pase - Pero Ortega no se movió, tosió suavemente y miró de soslayo a Láinez, parado a pocos pasos de donde estaban. Nazino se golpeó suavemente la frente con la palma de la mano, agregando - Lo dicho, la falta de roce social me ha transformado en un troglodita. Les ruego me sepan disculpar. Pasen, pasen…
Entraron a una sala muy amplia, con típica decoración rural, muchos antiguos retratos familiares y un gran hogar de piedras gris oscuro en cuyo interior ardían unos leños que transmitían una agradable tibieza al lugar. Mientras Nazino y Ortega se sentaron a charlar animadamente, copa de cognac de por medio, Láinez rogó ser excusado pues debía hacer uso del baño. Muchas horas de viaje y comida rápida incompatible con su delicado sistema digestivo. El estanciero le indicó verbalmente el camino.
Charlaron a gusto. Tocaron los temas que interesaban “científicamente” a Ortega, aunque jamás se discutieron los detalles del extraordinario aumento de la producción ganadera en Yáñez. En un momento determinado, Nazino se excusó para ir a buscar un viejo compendio de estudios genéticos que había pertenecido a su padre y que deseaba mostrarle a Ortega. Éste se inquietó bastante, porque no tenía forma de advertir a Láinez y temía que toda la maniobra fuese descubierta quién sabe con qué consecuencias. Pero unos minutos después, que al reportero le parecieron una eternidad, Nazino reapareció con el libro, sin demostrar ninguna muestra de contrariedad.
Casi una hora después de una conversación por demás interesante, y sin que Nazino aparentemente sospechara de la prolongada ausencia de Láinez, que ya había vuelto y se había sentado silenciosamente cerca del hogar, Ortega consultó su reloj, se levantó pidiendo disculpas por la extensa visita e hizo una seña a su compañero para regresar a la camioneta.
- Ha sido un verdadero placer haber charlado con usted, señor Ortega. No muy a menudo se presentan estas oportunidades por aquí. Aunque lamento que no pueda contarme entre sus futuros clientes. Usted sabe, soy de la vieja escuela y todo lo que necesito saber de mi oficio lo tengo en libros y gran cantidad de cuadernos con notas de mis antepasados.
- Oh, no se preocupe por eso, señor Nazino. Créame que mi satisfacción por esta visita es enorme y de mucho provecho para mi porvenir. Que tenga usted una muy buena tarde.
- Igual, muchacho. Suerte.
Una vez fuera de la estancia, Ortega se animó a preguntarle a Láinez si había podido encontrar algo de lo que buscaban.
- Tranquilo que tengo todo lo que necesitamos y creo que bastante más. Los cuadernos de apuntes estaban por orden en una biblioteca abierta en el estudio de Nazino. Los apuntes, apilados prolijamente sobre su escritorio. Lo único que no pude ver es lo que había adentro de la caja fuerte, porque estaba cerrada con combinación, aunque creo que allí había sólo dinero. Tengo copia de todo y podremos probar sin lugar a dudas la manipulación cromosómica inescrupulosa que han llevado a cabo por tantos años hasta que por fin dieron en la correcta tecla genética. Acuérdese que el padre de este tipo trabajó codo a codo con Mengele y éste tenía cierta obsesión con los nacimientos múltiples y el tema del crecimiento. Me imagino que entre todas las atrocidades que cometió, algo bueno surgió en beneficio de la ciencia, aunque a un costo espantoso. Esta sí que va a ser la noticia de siglo, Orteguita.
***
Durante el camino de regreso, Láinez también le comentó lo que había visto en una habitación contigua al baño, la cual a pesar de estar celosamente cerrada, él se las había ingeniado para abrir, y que había filmado absolutamente todo. Le dijo que vio un verdadero laboratorio, azulejado hasta el techo. Sobre una inmensa mesada de mármol yacían, entre otras cosas, guantes, máscaras, barbijos, bandejas, y muchas jeringas de distintos tamaños. En una estantería sobre la pared, abundaban tubos de ensayo prolijamente ordenados, se podía observar claramente que algunos contenían suero, otros orina y había además frascos grandes con tejido animal conservados en formol, cuyas etiquetas especificaban la raza bovina. Sobre una mesa que estaba en el medio de la habitación, había toda clase de apuntes, un calendario con fechas señaladas y dos libros de genética experimental. Ortega escuchaba asombrado y saboreando el triunfo de la primicia.
Cuando llegaron al lugar donde acampaban, vieron una gran cantidad de móviles de distintos canales de televisión y reporteros gráficos, todos comentaban con desconcierto lo que estaba ocurriendo en Yáñez. El día había sido largo, agotador, pero muy productivo. Comieron algo liviano. Ortega le manifestó a su compañero que antes de emprender el regreso se iba a descansar, además y seguramente producto de la tensión nerviosa, sentía algunas molestias estomacales, en verdad se lo veía pálido y fatigado.
Al cabo de unos minutos sonó el celular del fotógrafo.
- ¿Láinez…? Se escuchó del otro lado de la línea.
- Si Nazino. Por favor no hable demasiado, usted está en el locutorio y ahí escuchan hasta las paredes, ¿Está todo bien…?
- Sí. Recuerde que lo espero. Y quédese tranquilo. Para usted tengo otro tipo de cognac, en una caja artesanal de madera llena hasta el tope de billetes verdes de alta denominación.
- Es lo que acordamos.
- Por supuesto, comprenda que soy un caballero. Pero le advierto que usted tiene que cumplir su parte al pie de la letra. Ortega y toda su historia jamás deben llegar a la redacción del diario en la Capital. Queda en sus manos. Confío en que a usted ya se le ocurrirá algo…
La Primicia -
GNU FDL -
Griselda Brollo / José Oliva
Escrito en forma conjunta con la escritora y poetisa zarateña Griselda Brollo.