DESTACADOFefé se ha demorado demasiado jugando con su amigo, la playa reverbera su último esplendor. Ya no tiene tiempo de rodear por la carretera, deberá cruzar las rocas para ir a la fiesta de Zinho. ¡Y las rocas es territorio de Los Perros!
Los Perros son muchachos de nadie. Se emborrachan sambando y se meten con todo el mundo para darles miedo y robar lo que puedan. Por la noche se refugian al abrigo de las rocas, muy pocos tienen casa o mujer y se contentan con los más débiles.
Pero Fefé no quiere pensar en eso, en lo que podría sucederle si lo atrapan. Prefiere irle contando a su amigo las cosas sabrosas que comerá en casa de Zinho. Es su fiesta de nacimiento y la madre prepara riquísimos pasteles que son como espuma.
Va por el interminable festón de arena mojada, con los zapatos al hombro para que no se les estropeen. Su graciosa sombra se alargó hasta disolverse en los colores puros.
-Usted lleva mucha prisa, Fefé. A ese paso le dolerán los pies. ¿Por qué no se los refresca un poco?
-¡Me gustaría mucho, sí! Pero no tengo tiempo, me agarraría la noche y debo cruzar antes de que estén Los Perros.
-¡Ah, ésos! No podrá ser por el camino bajo, para cuando usted llegue ya lo habré inundado. Tendrá que ir por arriba, es más corto pero mucho más peligroso. ¿Por qué no deja para mañana?
-Para mañana no quedará nada en casa de Zinho.
-¿Cuál Zinho, el de María?
-No, el hermano de Joao, el que sale del muelle grande. ¡Nos ha prometido que pronto pescaremos con él! ¿Usted nos va a favorecer?
-¡Y, si no abusan!
Sin darse cuenta Fefé se ha ido metiendo en la conversación. Es un alivio para los pies aunque se salpique el pantalón y sus pasos sean más lentos. El faro de Bonfim ya raya el cielo buscando nubes y las rocas parecen cerca pero no lo están.
Su amigo se ha ido retirando, le deja una vereda mojada que lo atrae como borde de plato. Con la mirada fija en la oscuridad, apura conforme su corazón le agita el pecho. Por fin el camino de conchillas aparece entre el pajonal.
Fefé se encarama y escudriña. Los Perros son un rumor de música que la brisa cambia de lugar. Un arrastre de cantos, risas y juramentos. A veces sólo un fondo de guitarras que baja hasta donde su amigo baldea las piedras en que estuvieron las gaviotas.
Si cruza tiene que apurarse, cuando salga la luna será peor. Si lo hace, Chico lo admirará y Dadá no le va a creer. El faro parece decir que no, la noche se aquiescenta y cada quien queda solo con lo que tiene.
De a poco se va adentrando conforme ve, le cuesta decidir por dónde y las voces son más claras. Hay una dulce que canta muy bien y una gruesa que es muy triste. Él también quiere cantar, ¡los cantos de la parroquia son tan lindos! Pero no debe, reza como le enseñó el padre Wagner. Encima, cientos de estrellas fulguran atentas.
Trastabilla y se le cae un zapato, tiene que bajar como un cangrejo. El olor de los pescadores es fuerte en las grietas. De repente comprende y se esconde.
-¿Quién anda? –La pregunta llega como una puñalada. El otro se mueve sin reparo, lo va a encontrar. Tiene que huir pero es tarde. ¡Ojalá baste con la paliza!, reza sin saber si Dios lo oye y el otro no. Una pedrada pica muy cerca de su cabeza.
-¡Salí!
-¡Voy, voy! –responde temeroso y sale a la descubierta. El otro fuma.
-¿Quién sos?
-Soy Fefé, de la capilla del padre Wagner.
-¡Fefé, soy Dirceu! ¿Estás loco?
Fueron compañeros de escuela un año. Dirceu es mayor, entonces un muchachito escuálido de ojos saltones, ahora fornido y con un bigotito que vislumbra en las caladas del cigarro.
-Voy a lo de Zinho, se me hizo tarde.
-No debiste venir por acá, no tienes idea de lo que te puede pasar.
-Pero vos también sos un perro.
Dirceu tira la colilla y resopla la última bocanada. Los muchachos se sientan a recordar y por un rato no hay nada más en el abismo de la noche. Pero las cosas son aunque no se vean; y si se quieren ver, no hay noche que las cubra.
-¿Te quedarás con ellos? ¿No volvés a la carpintería?
-No sé, no creo. Más bien estoy pensando en irme lejos.
-¿Querés que le diga a tu madre?
-¡No, no menciones que me viste!
La magia termina sin que se sepa quién teme y quién vive.
-Apurate, todavía podés.
Fefé corre por la arena seca hacia la carretera. Ya no tiene miedo, sólo hambre de pasteles sabrosos. No supo lo mucho que a Dirceu le hubiera gustado ir con él.