Había salido hacía un rato de uno de mis trabajos. Venía muy cansada, cargando con la laptop, con mi maletín en bandolera. Debía dar una clase a las seis de la tarde a pocas cuadras, tenía tiempo de sobra para tomarme un delicioso capuchino acompañado de un rollo de canela en el Mac Café, frente a la Plaza Matriz.
Me apoltroné en uno de los mullidos sillones, después de arrojar mi carga en otro, a esperar que mi pedido estuviera listo. Mi próxima actividad - dar clase- no me estresaba en absoluto. Era un momento intensamente disfrutable. Desde mi asiento podía ver la estampa de la hermosa plaza bajo el débil resplandor del sol invernal, escuchar las campanas de la Catedral llamando a misa y apreciar el bullicio de los vendedores ambulantes recogiendo sus puestos.
Observaba a la gente que entraba -al igual que yo- a descansar un instante en ese ambiente confortable.
Llamó mi atención un señor mayor que entró al local en una especie de autito con un chico de unos cinco o seis años en la falda. Maniobró con el cochecito -silla de ruedas modelo siglo veintiuno- pasando entre los mostradores hasta acercarse a una de las mesas. Noté que tenía una pierna amputada desde la rodilla. El niño bajó del autito y se sentó en uno de los sillones, mientras su abuelo -así lo llamaba- permanecía en su coche. Al instante una de las empleadas les trajo una bandeja con una “cajita feliz”.
El chico comenzó a dar cuenta de las papas fritas mientras le “prestaba” al abuelo el juguetito, que consistía en un pequeño guerrero con una espada.Charlaban animadamente, de pronto el niño le pidió el muñeco al abuelo y le mostró que la espada se encendía con una luz naranja.
-¿Sabés cómo lo sé? -alardeaba- me enseñó Sofía.
Me enterneció el orgullo de la criatura que le mostraba al abuelo lo que había aprendido. Estaba en la etapa de descubriendo de lo que lo rodeaba y esto le proporcionaba una gran satisfacción. Añoré esa edad en la que me maravillaba el aprendizaje de algo nuevo.
Supuse que la tal Sofía sería otra niña, tal vez su hermana o su prima.
Cómo es imposible ponerle redes a la mente, la mía voló hasta mi infancia junto a mi hermano, cinco años menor. Supongo que habrá aprendido algo de mí. Yo lo cuidaba, le leía cuentos… en esa época, era su referente. Pasó mucha agua por la fuente de la Matriz hasta el día en que me sorprendió indagando sobre mi carrera:
-Tu trabajo puede hacerlo cualquiera, ¿verdad?
Mi mente volvió a volar, esta vez hasta mi madre. Ella me dejó el legado de cuidar de mi padre y mi hermano. El día anterior se habían cumplido dos años desde que cambió nuestro modo de comunicación. Ahora es permanente.
Cuando volví de mis pensamientos, con los ojos llenos de lágrimas, el niño había ido a pedir algo al mostrador y el abuelo me miraba con una tibia sonrisa.
Se la devolví, algo empañada, recogí mis cosas y me fui.
Al atravesar la plaza, me detuve ante un puesto que vendía joyas antiguas. Había salido de casa apurada, sin ponerme ningún anillo.
Le pedí al vendedor que me mostrara un anillo en particular. Según me dijo era de oro y plata y tenía más de cien años. La parte inferior era de plata y en el frente un óvalo de oro lucía al ave Fénix, símbolo del resurgimiento, grabada en plata.
-Ah, me parece que me queda chico- dije, esperanzada en que no me sirviera, porque temía que ya me hubiera conquistado.
Pero no, me quedó perfecto.
-¿Cúanto cuesta?
-Mil doscientos pesos.
-¿No me hace una rebaja?
- No puedo, lo tenía a mil quinientos.
Ya había sacado la billetera, estaba entregada. El regateo fue para tranquilizar mi conciencia. Me lo llevé puesto.
Fue un mensaje de mi madre, confiaba en que resurgiría de cualquier situación. Ya era tiempo de que dejara el sufrimiento de lado, ella había criado una hija fuerte… aunque compradora compulsiva.
Seguí caminando rumbo al Instituto, con el murmullo del agua de la fuente apagando mis pasos. En Numerología, mi número es el nueve: el maestro.