A Rodrigo Pérez lo definía su gordura, poco más de doscientos kilos. No era más que grasa, carne fofa amontonada sobre su esqueleto. Tenía un culo gordo de donde nacían unas piernas de elefante, un torso cilíndrico, desde donde se desbordaba una panza aguada, casi no tenía cuello, sólo aquella enorme triple papada, rematada por una cara redonda donde se adivinaba cierta estupidez, con una boca que era sólo un orificio puesto ahí en medio de esa masa, donde dos círculos negros y diminutos le servían de ojos. Era difícil mirarle.
Rodrigo trabajaba desde casa, cinco años atrás había perdido movilidad y la empresa para la cual laboraba había decidido otorgarle esa concesión. Su jefe se lo pensó un poco, al final decidió que tampoco para sus compañeros debía ser fácil aguantar la visión de esa mole deambulando por los pasillos, dejando el tufo agrio de su sudor impregnado en las paredes. A pesar de todo era un buen programador, de alguna manera le necesitaban. Nunca fue tan feliz como el día en el que le dieron la noticia. Desplazarse en el transporte público desde su casa hasta el edificio en el cual laboraba era poco menos que el infierno. Debía levantarse demasiado temprano, lavar su enorme cuerpo, hacía años que no se daba un buen baño, se limitaba a dejar correr el agua sobre él, y a enjabonar tan sólo aquellas partes que sus gordos brazos alcanzaban. Luego, había que caminar sus buenas cinco manzanas hasta la parada del autobús. Esa pequeña caminata matutina lo agotaba, llegaba ahí empapado, el sudor corría por su cara y cuello y las marcas de humedad bajo sus axilas se extendían casi hasta su pecho. Después, cuando el autobús aparecía sobre la esquina dejando su estela de humo, la gente –siempre demasiada- se amontonaba esperando subir y ser así parte de los afortunados que llegarían a tiempo a su destino. Rodrigo se abría pasa aprovechando su inmensidad de carnes y su olor. Era difícil verle, ere difícil olerle, era difícil estar en sus carnes. Por eso y por la ventaja que supone trabajar desde casa, recibió la noticia con regocijo y beneplácito. Esa mañana al llegar, antes de que tomara asiento en su cubículo, una secretaria le indicó que debía pasar con el jefe. Este, un poco nervioso, esperaba que Rodrigo no malentendiera las cosas, y es que no quería echarse encima una demanda por discriminación. Rodrigo llegó a su oficina y tocó con sus dedos que parecían pequeñas salchichas.
— Buenos días—
Dijo, soltando un bufido de agotamiento.
— Buen día, pasa, pasa por favor Rodrigo. —
No lo invitó a tomar asiento, la silla hubiera sido insuficiente para contener su peso. El también permaneció de pie, mirando fijamente la pared por encima de la cabeza redonda de Rodrigo. No sabía cómo empezar, debía hacerlo pero de una manera sutil.
— Primero debo decirte que el consejo está muy contento con tu trabajo, tu desempeño hasta hoy ha sido admirable. Has sido un buen trabajador y eso debemos reconocerlo…
Con estas palabras cualquier otro hubiera creído adivinar lo que se venía enseguida, una perorata sensiblera donde al final le despedirían. Pero no Rodrigo que se limitaba a sonreír de manera casi enigmática, mientras, quizá, pensaba en unos waffles bien cubiertos de jarabe. Sus ojillos brillaban entre la carne blanca de su cara, había apagado su cerebro y ya no pensaba, se dedicaba a existir. No era feliz, ni tampoco infeliz. Sus particularidades las había aceptado como parte de algo inalterable a lo cual tenía que adaptarse. Sus preocupaciones consistían principalmente, en tener el control remoto cerca de su mano y el refrigerador bien abastecido. No necesitaba más. Su jefe siguió con el discurso.
— Entendemos la problemática que representa para ti ser... queremos ayudarte. Queremos ofrecerte que continúes con tu empleo, pero queremos que lo hagas desde casa, uno de nuestros técnicos -de pronto se había roto el dique y las palabras salían en cascada, quería terminar lo más rápido con aquel asunto- acudirá a instalarte una terminal en tu casa, acondicionaremos una habitación como oficina para que tú puedas realizar tus labores prácticamente como si estuvieras aquí, sin las molestias que te pueda ocasionar el traslado.
Rodrigo seguía ahí, de pie y con su sonrisa mongólica. Apestaba a sudor y tenía hambre. Trabajaría desde casa, eso ahorraría muchas cosas, le daría tiempo extra para comer y ver televisión. Le dedicaría más tiempo a su colección de monedas, podría pulirlas a diario, quizá se comprase un canario. Ordenaría por Internet los Dvd’s de sus series preferidas. Y sobre todo, podría prepararse cada platillo de ese estupendo libro de recetas que recién había adquirido. Las posibilidades se abrían como un abanico, era dueño de su tiempo, eso significaba que también era dueño de su vida.
Su jefe esperó a que dijera algo, el silencio hacia más incomodo el momento. De pronto pensó que necesitaba unas vacaciones. Imposible, debía el coche de su esposa, la colegiatura de sus hijos y la hipoteca, simplemente no podía permitírselas. Rodrigo le pareció un poco estúpido, pero lleno de paz, de calma, como inanimado, medio vivo y medio muerto. Le extendió la mano a manera de saludo, esperaba que captara que eso era un adiós. Rodrigo tomó la mano sin perder su sonrisa, su jefe miró por un momento sus ojos, un par de canicas negras donde no había ninguna chispa, ninguna señal que delatara algo: inteligencia, estupidez, miedo. Nada.
No podía gustarle, tampoco podía odiarle. Rodrigo le parecía simple carne floja, un montón de órganos y grasa apretujados sobre una piel que les quedaba chica, programados para sobrevivir y adaptarse. Igual a un parasito o a una babosa. Al fin y al cabo el hombre era un animal dependiente, al cortarle el cordón umbilical necesitaba permanentemente estar enganchado de algo. Cada quien con sus manías y sus perversiones. Rodrigo no era un mal tipo, sólo uno al que le gustaba comer. Un tipo como cualquiera. Seguramente los había peores.
Rodrigo miró atento la mano que sostenía, luego la soltó y se dio media vuelta, traspasó la puerta y abandonó la oficina, caminando con esos pasos suyos oscilantes y lentos. Su jefe se sintió más liviano, incluso creyó que la oficina se había iluminado un poco, el aire dejó de ser espeso para ser de nuevo respirable. Dio vuelta al escritorio, tomó asiento, marcó el número de su secretaria. Escuchó dos timbrazos, luego cuando el aparato fue descolgado la voz nasal de Laurita diciéndole.
—Diga—.
—Laurita, súbale el sueldo al señor Pérez.
— ¿Cómo dice?
—súbaselo, cámbielo al siguiente nivel, es un buen tipo, es en verdad un buen tipo.
Esto último lo dijo para sí mismo mientras colgaba el teléfono. Sacó un puro y lo encendió. El también era un buen tipo, sin duda lo era.
Rodrigo avanzaba lento por los pasillos que caminaría por última vez, cada paso lo acercaba a la libertad. Bamboleándose sobre los azulejos, sin preocupaciones, sin necesidades, con la sonrisa en su rostro y el colesterol controlado. Seguramente moriría de viejo.
Al pasar junto a Laurita, esta le miró con asco. Rodrigo casi alcanzaba la puerta y la ignoró por completo.