Profesión: Maestra.
El despertador sonó a las cinco y cuarenta y cinco de la mañana, como todos los lunes.
Abrió, perezosamente los ojos y escuchó, el viento invernal que arreciaba y la lluvia caía pareja sobre las calles vacías, que aún adormecidas, eran interrumpidas por algún que otro motociclista que cruzaba raudo, hacia el trabajo, posiblemente nada feliz, por la inevitable mojadura dentro de la oscuridad. No había tiempo para desperezarse, se largó de la cama y en quince minutos se vistió, tomó su portafolios , besó a su esposo que dormitaba, aprovechando que tenía un ratito más para quedarse en la cama, y salió a la parada del ómnibus de línea, a escasos metros de su casa. El ómnibus partía a las seis del puerto, era el primero del día, y pasaba por la parada seis y cinco. Subió, saludó al chofer con un - buen día - y este le respondió: –buen día maestra, aunque de bueno no tiene nada-
En quince minutos debían llegar a la plaza céntrica donde estaría esperando el ómnibus (bastante antiguo y desvencijado) que partiría seis y treinta rumbo al campo, donde ella trabajaba como maestra rural.
En el ascenso, percibió, como era rutinario, que era la única mujer, entre los escasos pasajeros, a esa hora de la mañana. Peones, zafreros, algún que otro comerciante, las caras semiconocidas de los lunes, que la saludaron con cortesía y con cierta conmiseración. Todos los tiempos estaban calculados. Arrancó el ómnibus en hora, acompañado del sonido externo de la lluvia, relámpagos que iluminaban el cielo y truenos que cortaban el silencio interior del transporte. Voces humanas, muy pocas, el clásico malhumor del lunes, sumado a la tormenta.
Siete y quince se detuvo en el medio de la ruta, en la boca del camino vecinal que llevaba al interior de la Colonia. El ómnibus siguió y ella, con su silueta temerosa y triste, quedó sola, mojada y a oscuras. Por suerte, las adolescentes cercanas a la escuela, que se levantaban a la cinco a ordeñar, le habían traído, como todos los lunes, la yegua ensillada, y la dejaron atada al árbol, rodeado de tanques vacíos de nafta, que algún camión cargaría. Hizo pie en un tronco cercano, de allí a un tanque y del tanque a la yegua; su incipiente vientre en flor, mas el peso del portafolios y la mochila, le quitaban ligereza y flexibilidad para montar, como lo hacía antes.
Emprendió la marcha al paso, lejos, ladraban los perros, la luz de los relámpagos le dejaban ver el camino de tosca, el agua de lluvia, se tornaba salada en sus labios. Mientras se adentraba en el camino, rezaba, por ella y por el ser que en su vientre se gestaba. ¿-daría paso la cañada?- Tendría que probar, hundiendo el paraguas en el agua, calculando la profundidad y la correntada.
De pronto, una sorda rabia, anudaba su garganta, cuatro años estudiando con ahínco, su madre insistiendo sobre la responsabilidad para con el trabajo, por encima de todo. El egreso del Instituto con honores, el haber sido portadora, con orgullo, del Pabellón Nacional, el Concurso por el derecho a efectividad, a nivel nacional, donde había obtenido el número uno y lo había conservado durante cuatro años…y el Gobierno de Facto (para ser respetuosa), la Dictadura, que no respetó derechos, Concurso, promedios, ni nada. – Eres muy joven para elegir la efectividad en la ciudad- fue la excusa, - tendrás que ir a foguearte en el campo, donde se prueban a las verdaderas maestras.-
Y…-¿qué decir?- La juventud, la inexperiencia, la mordaza impuesta por el miedo, la necesidad de trabajar, para construir el nido, para ayudar a su madre enferma y jubilada, en fin, nada. - Tendrías que sentirte orgullosa, repetían,- estás ocupando un cargo “de confianza”- . -¿De confianza de qué?-. -¿Por haber sido criada en un hogar monoparental donde se acataban órdenes y cuestionar era revolucionario? -¿por saber callar injusticias, por no hablar de lo que no se podía, por quedar al margen de lo que pasaba?
La cañada estaba totalmente desbordada, cuadras alrededor, de un espejo de agua oscura, como su alma. Se arrimó, tanteó profundidad..y se largó. El agua le llegaba a la panza a la yegua, el niño, presintiendo el dolor y sintiendo la rabia, empezó a moverse, a enroscarse y desenroscarse, en protesta, y a la angustia y temor, se agregó un dolor nuevo, en el bajo vientre, entre las piernas empapadas.
Llegó a la escuela, tres kilómetros y medio duró esa pesadilla. Esperaba, que por lo menos, ese día, no se encontrase en la puerta de la habitación del maestro, una víbora enroscada, no tenía ganas, ya era suficiente. Ese día…no. Descendió como pudo, dejándose resbalar por la panza del noble animal, que paciente, esperaba. La ató al abrigo, segura de que aunque la soltara, ella no se iría, porque acompañaba.
Todavía era de noche, el cielo plomizo, amenazaba, las gotas ensordecían golpeando las chapas, colocó ollas y baldes debajo de las goteras, y dejando la carga, acostóse un rato, pidiéndole a Dios que el dolor pasara.
-¿Vendrían muchos niños, con esta tormenta?-, no lo creía, los padres cuidaban a sus pichones en la noche negra, además había que salir a buscar caballo para enviarlos a la escuela, seguramente, la maestra entendería.
A las diez, estuvo pronta, de túnica blanca, haciendo juego con su piel, que el color, entre el frío y el dolor, no recuperaba. Concurrieron pocos niños, ella daba todos los grados. Fueron los mayorcitos, y un poco parada, un poco sentada, les dio clases igual, el deber y el amor, mandaban.
Se fueron a las quince, como siempre. La lluvia había amainado. El cielo intentaba pintar un azul, con mucho esfuerzo, y ella…se quedó sola, poniendo en la balanza, ponerse a planificar para el otro día, aprontarse un café para desentumecer las manos, dudando, pensando, -¿ qué hago?- Era primeriza, no sabía si esos dolores calmarían o no, si serían importantes. Y pudo más el instinto. Salió a pedir tiraje, el ómnibus de las dieciocho, no entraba, la cañada estaba crecida, - ¿quién iba a andar con ese día?-
La sacó un tractorero, parada en el parante, pálida y asustada. Hizo dedo en la ruta. Alguien la levantó y la dejó en su casa. Concurrió a Urgencias, a ver qué pasaba. Vino su obstetra, y al ver su mirada, le tomó las manos, le habló como hija, tratando de calmarla. - No puedes volver, trataremos de frenar el trabajo de parto, tendrás un aborto, si no lo conseguimos, el feto no es viable.- Ella, saboreando, transparentes lágrimas, pensaba en su escuela, sus niños no sabrían nada.¿ Quién concurriría al otro día?, no habría explicaciones, ni una despedida. –Tendrás que elegir-, le dijo el obstetra, -tus niños o el hijo que tanto deseabas-
No volvió a su escuela, cuatro meses en cama, nació prematura, dos kilos seiscientos, de insistente mirada. Pero en esa madre, persistía la culpa, de aquel abandono, que el Gobierno, un día, le hizo pagarla. En las vacaciones, trabajó cuarenta horas, en las oficinas de Primaria, pagando una “deuda”, que al fin se cobraba, y en su legajo, escrito con lágrimas, figuró SUMARIO por haber elegido entre la escuelita; la que tanto amaba, la que en vacaciones había lijado, barnizado mesas, tapado agujeros, colgado dibujos, dándole color, para que sus niños vinieran contentos y más predispuestos a dejar su hogar; y ese retoño, dormido en sus brazos, que por excederse, casi se perdió.
Y ya desde entonces, hubieron duras frases - ¿para qué piden aumento, maestros de clase?- _
-trabajan cuatro horas y tienen tres meses de vacaciones- -Ojalá hubiera sido maestro yo-
Han pasado treinta años, no hay Gobierno de Facto, pero qué poco, qué injusto, las cosas cambiaron. Aún resuenan frases agraviantes, para esas abejas que mantienen el panal, y aun el Gobierno, sin dar el ejemplo, condena protestas de desigualdad.
Por eso esta historia, en humilde homenaje, a esas obreras que forjan futuro, a las que abandonan a hijos y hogares, por hijos ajenos que llegan a amar, las que se dedican horarios extensos, a preparar tareas, bello material, las que no abandonan al necesitado, las que escuchan confesiones, cobijan, consuelan, las que cierran heridas y obran de puentes, entre padre y madre, cuando hay discusión. A ellas, a ellos, les cuento esta historia, que en nada es distinta, a otras igual, las que ella conoce, duras, guerreras, que ponen el pecho, para trabajar. No son cuatro horas, no son vacaciones, la escuela es la vida, y con ella se va, por muchos caminos, horarios, destinos, en mudo silencio, sin que las elogien, dando a manos llenas, ellas se merecen respeto y honra, vivir dignamente, poder disfrutar, como cualquier “hijo de vecino” que honra el trabajo, con frío, con lluvia, sanos o enfermos, en días feriados, cuando otros descansan, son los “comodines” al que todos acuden cuando quieren lucirse, o quieren mostrar, están siempre prontos, de blanco vestida/os, y siguen soñando con el porvenir, porque no renuncian a las esperanzas, por ellos, sus hijos, los del corazón
Malisa..