En esos primeros días de enero, el sol quemaba fiero en El Tuscal, en las serranías del norte de la provincia de Córdoba. Las tareas rurales al descampado se acomodaban a las tempranas horas de la mañana o las últimas de la tarde, cuando la resolana daba un mínimo respiro al trabajador de campo.
Apolonio Miraflores, aletargado por el calor tempranero y todavía con un malestar residual por la excesiva ingesta de comida y bebida en las recientes fiestas de fin de año, miraba inmóvil, con expresión bobalicona, el alambrado de cinco hilos que debía reparar. Era muy temprano por la mañana y le estaba agradecido a su petizo tobiano que lo había traído desde su rancho hasta ese lugar por pura memoria e instinto, nomás. Porque Apolonio estaba más dormido que despierto al montarlo.
Y allí se hallaba, frente a frente con el alambrado roto, como si esperase algunas palabras de aliento de los postes de ñandubay. Juntando voluntad, conciencia y ganas para empezar el trabajo, que de por sí era muy simple.
De pronto, en el silencio absoluto de aquella mañana diáfana, le pareció escuchar algo como un trueno lejano. Ese sonido tan fuera de lugar, lo hizo reaccionar y miró hacia el cielo instintivamente. Nada. Ni un atisbo de nube hasta donde llegaba el alcance de la vista. Un azul tan puro y profundo que era difícil dejar de contemplarlo, como si lo hipnotizara. Era, pensó Apolonio en una conclusión nacida de su primer ejercicio neuronal del día, el presagio de otra jornada de calor abrasador en las sierras.
Comenzó ahora a analizar seriamente por donde encararía el comienzo de su trabajo, cuando otra vez le llegó el sonido del estruendo, pero esta vez mas nítido y cercano. Levantó la vista hacia el camino angosto y serpenteante que se perdía entre las gigantescas jorobas rocosas, y allá pudo divisar, a lo lejos, un remolino de polvo que se acercaba a toda velocidad.
Olvidándose momentáneamente del trecho de alambrado que iba a reparar, Apolonio se puso la mano derecha a modo de visera por debajo de la boina, sobre los ojos, y se acercó al costado del camino para averiguar que era aquello que avanzaba con tal inusual rapidez por esos pagos tan apacibles.
El ruido fue creciendo cada vez más, hasta que el gaucho pudo divisar un extraño automóvil azul que se acercaba como si fuese traído por el mismísimo diablo. En la última curva, antes de encarar el trecho recto en cuyo costado se hallaba boquiabierto el peón criollo, el motor del vehículo comenzó a toser repetidamente, destruyendo con su carraspeo, ese afinado sonido de violín atronador que hasta entonces se escuchara.
El avance impetuoso de aquel extraño auto comenzó a convulsionarse en forma progresiva, hasta llegar a detenerse completamente exánime, en medio del camino, casi enfrente de Apolonio, a quien le resultaba increíble la visión de una máquina tan sofisticada. El petizo tobiano no pareció registrar lo ocurrido, o era sordo como una tapia, pués seguía pastando impertérrito en los alrededores de donde estaba amarrado.
De pronto, un tipo con un traje colorido muy parecido al de un astronauta saltó bruscamente de la máquina, profiriendo todo tipo de feroces expresiones, que Apolonio, aún sin entenderlas completamente, juzgó con acierto como sendas puteadas vulgares.
El astronauta-piloto pateaba el camino de tierra con furia, tiraba puñetazos al aire y maldecía en un idioma no muy distinto al de Apolonio, aunque utilizando algunas palabras que éste nunca había escuchado antes.
Luego de unos instantes, cuando aquel hombre se hubo calmado un poco, bajó del auto un segundo pasajero, vestido de forma muy similar, aunque más bajito y rollizo que el primero. Dijo algo con la intención de apaciguar a su compañero, pero sus palabras parecieron lograr el efecto contrario, porque el otro empezó nuevamente a vociferar maldiciones, a la vez que volvía a patear con mucha bronca el piso seco y polvoriento del camino.
En ese momento, ambos hombres parecieron notar por primera vez la presencia del gaucho confuso y sorprendido, sobre la banquina, quien no se había atrevido a exclamar palabra alguna.
El más alterado, logró controlarse rápidamente ante la presencia de Apolonio. Se quitó el casco, una máscara blanca similar a un pasamontañas, y, con el pelo completamente mojado por la transpiración, se dirigió resueltamente en su dirección.
El criollo instintivamente dió un paso atrás, pués lo había asustado un poco semejante berrinche y por colegir que aquellos tipos debían estar locos de remate al usar toda esa ropa para manejar en un día como aquel. Mientras se acercaba, el tipo le dijo casi amistosamente:
- ¿Chaval, sabes de algún buen taller mecánico en la vecindad?
- ¿Lo queé...? – Sólo atinó a responder Apolonio.
- Que si conoces a un buen mecánico en las cercanías... Tu sabes quien soy, ¿Verdad?
- No... – Dijo Apolonio, realmente sorprendido de que el otro esperara que lo supiese.
- Soy Carlos Sainz, español, uno de los corredores punteros del Dakar. ¿No recuerdas haberme visto en la televisión?
- Por acá no hay luz..., ni televisión... – Respondió Apolonio.
- Uff..., vale, ¿Pero dime, tu conoces algún mecánico o no? – preguntó el piloto impaciente.
- Bueno... – dijo Apolonio tímidamente, dudando un poco – Yo sé algo de macánica, si necesita que lo ayude. Siempre le echo mano a las máquinas del campo cuando se rompen. El patrón dice que tengo un don natural...
- Ahh..., no chaval, gracias. Tu no podrías ni siquiera empezar a comprender como es esto. ¿Ves ese automóvil allí? Ese, compadre, es un Volkswagen Touareg. Un vehículo de altísima complejidad, diseñado especialmente para este tipo de competencias.
- Si..., ¿Y? – Contestó inocentemente Apolonio, para quien todos los motores funcionaban más o menos sobre los mismos principios mecánicos.
- ¿Y..., preguntas cabrón? – Ahora el español parecía otra vez enojado por alguna razón que el criollo no alcanzaba a comprender.
- ¿Y..., dices? ¿¿¡¡Y...!!?? ¡Ramiro! – Giró la cabeza hacia su compañero – ¿Escuchaste eso? El tío sabelotodo pregunta de lo más campante: “¿Y...?”, como queriendo decirme: “¿Cuál es el problema?”.
- Pués déjame decirte cuál es el problema, gilipollas – Continuó volviendo a dirigirse a Apolonio – Ese bólido que tienes frente a ti, viene equipado con un motor Audi hemi de 6 cilindros, 2.8 litros de capacidad cúbica y una corona o volante supermedida, hecha de titanio-molibdeno con 348 dientes; cuyo funcionamiento es programado simultáneamente por dos computadoras internas independientes, con un lector láser integrado en una cápsula de material termoplástico policarbonato, casi indestructible, para registrar el momento exacto del paso de cada diente, mientras la corona gira a una tremenda velocidad. De esa manera, sincroniza al milisegundo el momento exacto de la ignición explosiva en cada cilindro, justo cuando cada cabeza convexa de pistón alcanza su cenit perfecto en el receptáculo cóncavo correspondiente dentro de la tapa de cilindros. ¡Así, se obtiene una máxima compresión de la mezcla de gases, aire y combustible al instante de la ignición, cuando salta la chispa de las bujías de cerámica de alta resistencia térmica de triple electrodo...! ¿Entiendes ahora chaval? ¿Lo entiendes? Esta tecnología está absolutamente fuera de tus conocimientos y alcance. Además..., ¿Con qué herramientas cuentas en este momento?
- ¿Eh...? Una pinza y alambre galvanizado, señor... – contestó Apolonio débilmente – Pero si usted quiere puedo darle igual una mirada, por curiosidad nomás...
- Coño, que pareces no tener sangre en tus venas, cabrón...!!! Ni siquiera creo que hayas comprendido una palabra de lo que te he dicho recién... Pero..., qué demonios, ¿Por qué no? Date el gusto. Míralo y admíralo... De todas formas, estoy jodido sin un profesional cerca en este remoto rincón del averno... Espera que te abro el capó... Pero trata de no dañar nada más..., ¿Vale?
Apolonio no contestó, asombrado ante la vista de esa compleja maravilla de la tecnología mecánica. Contempló fijamente el motor por unos instantes y le preguntó al español sin vericuetos:
-¿Puedo verlo por abajo?
- ¿Por abajo...? - Repitió sonriendo sarcásticamente el resignado piloto – Pués claro chaval, claro..., revísalo por donde quieras. Aquí, tú eres el que sabe...
El gaucho se tiró de espaldas frente al automóvil sin vida, y se fue arrastrando hasta que sólo la mitad de sus piernas quedaron visibles. Así permaneció por un buen rato.
El piloto, mientras tanto, agarró una botella fría de agua azulada y mientras la consumía acuclillado a grandes sorbos, sacudía incrédulo la cabeza, pensando que ese era el fin definitivo de su participación en la carrera. Decenas de miles de euros de sus patrocinadores y cientos de horas de su tiempo tirados a la basura. Pero bueno, esa era la naturaleza de aquella feroz competencia y así tenía que aceptarlo.
Estaba tan ensimismado en sus pensamientos, que se sobresaltó al ver la figura de Apolonio, cubierto de polvo, parado a su lado, pidiéndole que intentara poner el motor en marcha.
- Jaaa..., veo que ya has acabado tu labor... Y en tiempo récord – Dijo el piloto español, con un gran escepticismo despectivo en su voz. Y dirigiéndose con desgano hacia su asiento, agregó – Vamos a ver que sucede ahora, señor técnico mecánico...
El gaucho no captó la obvia ironía de esas palabras y sólo se limitó a observar al otro mientras se acomodaba en ese extraño asiento, que era como un molde de su propia anatomía.
La media sonrisa irónica quedó patéticamente congelada en el rostro de don Carlos Sainz, cuando al girar la llave el motor rugió saludablemente, resucitando de lo que parecía ser una muerte categórica.
- Pero..., ¿Cómo es posible...? – Balbuceó el español, totalmente incrédulo - ¿Dime por favor, qué es lo que has hecho, chaval?
- El cosito ese de plástico..., creo que el lector láser que usted dijo..., estaba suelto y lo volví a poner en su lugar...
- ¿Pero cómo pudiste hacer eso...? Tendrías que haber necesitado una lámpara estroboscópica de puesta a tiempo para poder lograrlo... ¡No comprendo...!
Apolonio se encogió de hombros y atinó a separar un poco los brazos del cuerpo. Una pinza en una mano y un rollito de alambre en la otra.
El piloto, aunque desconcertado, no perdió tiempo en ponderaciones inútiles. Se colocó apresuradamente la máscara, el casco y, poniendo en las manos del criollo un gran puñado indeterminado de euros, le agradeció profusamente mientras aceleraba su máquina, perdiéndose casi en seguida en la distancia.
Apolonio, sorprendido, miró la plata desconocida para él y se preguntó para qué diablos le iba a servir eso en el boliche del negro Primoroso . Sacudiendo lentamente la cabeza, igual guardó el dinero en el bolsillo de la faja y se dispuso, ahora sí, a empezar de una buena vez el trabajo que se le había encomendado.
Mientras preparaba los pocos elementos que necesitaba, miró de reojo al petizo tobiano, que continuaba impasible mascando la hierba tierna. Una repentina ocurrencia le provocó la sonrisa jovial que iluminó su rostro, mientras mascullaba para sí mismo:
- ¡¡¡Estos gallegos...!!!