La tormenta de aquel día jueves los había castigado con increíble persistencia y ferocidad. La secuela del tremendo desgaste físico y mental que ésta infligiera en la ya menguada moral de la tripulación, era fácilmente notable a simple vista. Los hombres estaban al límite de lo que eran capaces de soportar. Las riñas por cualquier motivo eran cada vez mas frecuentes y violentas en el reducido, viciado ambiente de la nave.
La preocupante mengua en la ración de alimentos era otro sólido causal de gran ansiedad entre los extenuados marineros. La completa incertidumbre de su destino final y el desconocimiento del tiempo que les llevaría alcanzarlo, les estaba carcomiendo la razón y las pocas trazas de urbanidad que aún les quedaba a pasos agigantados. La desesperación no obedecía a reglas de convivencia, y algunos hombres eran exaltados por ella en mayor grado que otros, tornándolos insubordinados y hostiles. En los últimos días, ya se habían producido intentos de amotinamiento, pero la mano férrea, los argumentos de persuación y el liderazgo del almirante, secundado por sus lugartenientes, disuadieron a los rebeldes de elegir el caos de la sublevación, que ciertamente no iba a aportarles nada que mitigara la gravedad de la situación y, en cambio, les aseguraría un desenlace fatal con toda probabilidad.
Por todo aquello, don Cristóbal bendijo interiormente con manifiesto énfasis el amaine de aquella tempestad, casi tan súbito como su aparición, que le permitió dar descanso a sus hombres, mientras el postergaba su propia tregua, a fin de ordenar sus pensamientos y ponderar la complicada realidad de la expedición.
Muchas veces había revisado sus cálculos y estaba convencido que el curso que seguían era el correcto. No haría alteraciones en ese aspecto. Retornar era imposible, pués aún restringiendo las provisiones al máximo, con suerte tendrían víveres para tres o cuatro días más. Así, sólo le quedaba esperar con auténtico fervor, que la distancia que lo separaba de su pronosticada meta, no fuese mayor que la endeble paciencia de su tripulación.
Tan absorto se hallaba el marino en sus cavilaciones, que no se percató del brusco giro experimentado por las condiciones del tiempo. La calma que seguía a la tormenta era tan acentuada que se le antojaba irreal. Recién entonces, notó la ausencia casi total de los habituales cimbronazos de las olas contra el barco. Se acercó a la proa y respiró profundamente el aire salobre del mar. Escudriñó en la insondable lejanía los confines de aquel panorama, ahora desdibujado por las sombras de la noche, y por un brevísimo instante le pareció ver el débil brillo de una luz muy remota. Volvió a fijar su vista cansada en la misma dirección por un buen rato, pero esta vez no pudo distinguir nada fuera de lo común. Supuso que la ansiedad buscaba cierto alivio jugando cruelmente con sus sentidos. Suspiró apesadumbrado y se contentó con admirar la sublime vista a su alrededor.
Muy pocas veces, en sus tantos años de marino, el almirante había tenido la oportunidad de presenciar un espectáculo tan sereno y apacible como el que esa noche le ofrecía con tanta generosidad. Era una ocurrencia completamente inusual para el sitio donde se hallaba, un lugar en medio del océano, cuya vastedad ningún ser viviente conocía aún con exactitud.
El incompleto disco lunar en su cuarto menguante, se reflejaba en el agua mansa con tal fidelidad y nitidez, que daba al abservador la rara sensación de estar presenciando dos lunas gemelas enfrentadas. La luz que de ella emanaba, platinaba la tersa superficie del agua y bañaba la cubierta del navío con un resplandor metálico, casi de diurna claridad. El velamen, desprovisto por el momento de vida, yacía flaccido, indolente, pendiendo de sus ataduras con aspecto blanquecino y fantasmal.
Le resultaba difícil adivinar la hora, pero calculaba que era muy tarde, pasada la media noche. La temperatura, a pesar de la ausencia de brisa marina, era lo bastante fría como para hacerlo estremecer ligeramente. Se caló el gorro hasta cubrir completamente las orejas, se ajustó un poco más el cuello del abrigo y cruzó los brazos metiendo las manos bajo las axilas, mientras exalaba un vaho neblinoso al ritmo de su queda respiración; siempre contemplando pensativamente el majestuoso horizonte, donde agua y cielo se fundían en una penumbra que diluía totalmente cualquier delimitación.
El resto de la tripulación, a excepción del discreto timonel y el vigía en el carajo, gozaba de un descanso tan desacostumbrado como profundo, y el almirante reclamaba para sí el pleno disfrute de ese raro momento de quietud y soledad. Al espléndido panorama, se añadía un cadencioso, lento vaivén de la cubierta bajo sus pies, acompasado por un tenue quejido de tablones, que delataba a quien lo supiera escuchar, una tácita muestra de fragilidad en la estructura de la nave.
Continuó desechando su propia necesidad de dormir y su cansancio en favor de tiempo para reflexionar, queriendo sacar provecho de aquella ocasión casi ideal. Entonces, gravemente, comprendió la aterradora insignificancia de todo su pertrecho naval de vanguardia, ante la magnitud de aquella formidable fuerza natural, ahora en reposo, rindiéndose ante el convencimiento, fuera de cualquier duda, de que el éxito de su misión iba a depender muy poco de su pericia como navegante, su probado coraje o el buen rendimiento de sus barcos, y mucho de la bondad en el comportamiento de los elementos.
Volvió la cabeza hacia popa y allí pudo ver la extensa estela de blanca espuma que su embarcación dejaba tras de sí, en un oleaje de ondulaciones levemente perceptibles. Más allá, a buena distancia, pudo apenas distinguir los sombríos contornos de los otros dos navíos que lo seguían. En ese instante deseó, sabiendo que era algo imposible, que todas las noches fueran como aquella, y sonrió para sí, complaciente, con un dejo de cinismo. En el punto de la travesía en que se hallaba, ya no habría marcha atrás a menos que tocasen tierra firme. Debía afrontar lo que el destino quisiera reservarle en ese incierto periplo en que se había aventurado, contando con sus mejores recursos humanos, que intuía cada vez más vulnerables, y el inmenso favor de Dios, a quien se encomendaba debotamente cada nuevo día.
Lejos quedaba la seguridad y el aplomo con que había promocionado su expedición para conseguir patrocinio económico, primero ante Juan II de Portugal, quien ingenuamente declinara su proposición, y después ante la reina Isabel I de España, la que luego de una breve ponderación de factibilidad con su esposo, el rey Fernando II, comprendió, con mente práctica, que la corona tenía muy poco que perder y mucho que ganar si las palabras del osado almirante, acerca de encontrar una ruta de navegación directa a oriente, llevaban algo de verdad. Así, el ambicioso proyecto que el navegante había planeado con tanto entusiasmo, dió un importante paso hacia su materialización, cuando en Granada fueron firmadas las Capitulaciones de Santa Fe, llegándose a un acuerdo por el cual contaría con el apoyo oficial de la corona, más nominal que monetario, para la realización del magno emprendimiento.
Pero ahora, en el desamparo de alta mar, ningún personaje de la corte estaría presente para asistirlo en caso de apuros. Sólo contaba con sus conocimientos, sus suposiciones y con el servicio de un puñado de hombres sedientos de aventura y lucro, que no habían vacilado en dejarlo todo atrás, en pos de una ambición puramente material.
Sumido completamente en sus pensamientos, reconoció que una de las verdaderas razones que lo impulsaron a intentar llevar a cabo esta empresa, era la posibilidad de fabulosas ganacias y prestigio. Sabiendo que si lograba coronarla exitosamente, no habría forma de predecir hasta que punto su fama y su fortuna se multiplicarían exponencialmente cuando las noticias se propagasen por Europa. Pero también era cierto que pretendía demostrar de una buena vez, en forma contundente, que la Tierra era redonda y no plana, como algunos conservadores, ignorantes y obstinados todavía sostenían.
Una brisa muy suave se hizo sentir a sus espaldas. Automáticamente, alzó la vista hacia la arboladura para ver como las velas comenzaban a hincharse gradualmente. En los minutos que siguieron, la corriente de aire fue incrementándose poco a poco, hasta alcanzar la intensidad de un saludable viento de popa que fue imprimiendo velocidad al perezoso navegar de la embarcación.
Don Cristóbal, totalmente exhausto, pero por alguna razón obstinado en permanecer en cubierta un tiempo más, se recostó provisoriamente sobre un raído arcón depositario de jarcias y estrinques.
Sin duda, debió haberse quedado momentáneamente dormido, porque cuando volvió a la conciencia, sobresaltado por los eufóricos gritos proferidos por Rodrigo desde su canasto de observación en el extremo del palo mayor, no fue capaz, por unos instantes, de discernir entre sueño y vigilia, deseo y realidad, como tampoco supo si reir o llorar.
-¡Tierra...! ¡Tierra...! - se desgañitaba el vigía, con su rostro demudado por la agitación - ¡¡¡Tierra a la vista...!!!
Rato después del amanecer, con las naves ya recaladas a corta distacia una de otra y mientras se ultimaban los preparativos para despachar un contingente que iría a explorar la frondosa costa, ahora tan cercana, el almirante, anteponiendo los deberes de su cargo a sus tumultuosas emociones, con su necesidad de sueño completamente olvidada y el pulso aún temblándole por la excitación, anotaría en su cuaderno de bitácora que el avistamiento de la nueva tierra se había llevado a cabo el día viernes, 12 de Octubre del año del Señor de 1492, a las 2.05 horas de la madrugada, de acuerdo a lo previsto y anticipado por ese servidor a Sus Majestades Reales.