Adita entró en el rancho cerca de las diez de la noche Volvía de su trabajo como sirvienta en la última casa que había limpiado esa tarde. Se sentía acalorada y cansada. Deseaba llegar a su precario hogar para ver a sus hijos por primera vez ese día, lavarse un poco en el patio trasero con el balde y la palangana y sentarse con ropa más fresca a comer algo tranquila.
Ni bien abrió la puerta, sintió el olor a vino flotando en el ambiente. Los chicos no se veían por ninguna parte, pues sabían que cuando Adrián se ponía a tomar, las cosas nunca terminaban bien.
Entró en la pequeña habitación silenciosa, mal iluminada y con muebles desvencijados que hacía las veces de living comedor. De pronto y sin ningún ademán de saludo previo, Adrián traspuso la puerta bamboleándose desde la cocina, casi atropellándola.
- ¡Venga mi negra..., venga mi negra perra con su negrito lindo! – Dijo él arrastrando las palabras pesadas por el alcohol.
Adita se apartó con disgusto, pero su esposo giró muy rápidamente, considerando su estado ebrio, y la tomó del brazo con fuerza, diciéndole al oído y echándole en la cara un baho de aliento nauseabundo:
- ¡Vamos mi negra putita, que usted no sabe cuanto la extrañé hoy! No más quiero unos mimos y que cumpla con su marido..., ¿Si?
- ¡Pero dejáme Adrián, no seas bruto que me estás haciendo mal! ¡Mirá como me marcás toda! ¡Recién acabo de llegar del trabajo, dejáme por favor! - Protestó ella.
- Dále, aflojá negra, vamos para la pieza que los pibes están dormidos. ¡Dále que estoy recaliente hoy día! - Y sin más le agarró la mano y se la apoyó con fuerza en su miembro duro - ¡Vamos carajo!
Adita sabía que los chicos estaban escuchando todo desde su cuartucho y eso la llenó más de furia. Empujó con fuerza al borracho y éste trastabilló hacia atrás. Entonces trató de encerrarse en su pieza pero el otro arremetió como un toro. La agarró por atrás del cuello de la camisa, desgarrándoselo, la dió vuelta como un trompo y le propinó una terrible cachetada en el rostro. A continuación la agarró por los pelos lacios y la arrastró hasta dejarla caer boca abajo sobre la cama, unos pasos más allá. Adita sintió el peso de ese cuerpo macizo sobre el suyo y el resuello de su respiración enardecida mientras la iba desnudando a tirones. Se mordió los labios, cerró los ojos con fuerza y se abandonó a la barbarie.
*
Adrián Murray era un tipo jodido, aún para los estándares de la villa. Lo apodaban “el inglés” por su apellido y allí mismo se acababa la asociación con cualquier cosa británica.
Su bisabuelo Simón, a quien nunca llegó a conocer, era en realidad irlandés. Había venido contratado como peón para la instalación de los ferrocarriles y se había afincado en un suburbio de Buenos Aires, casándose con una criolla de bien, pero dilapidando después de unos pocos años sus pocos bienes y capital en todo juego de azar imaginable y prostitutas.
Recordaba de su niñez a su abuelo, el hijo de Simón, ya nacido en Argentina, que solía leer, recitar y cantar con bastante fluidez en inglés. Pero, padeciendo de las mismas debilidades que su padre, un día desapareció para no volver, abandonando a su mujer e hijos a su propia suerte.
De su propio padre tenía muy pocos recuerdos y no muy gratos, porque desde muy chico tuvo que rebuscarse la vida haciendo cualquier cosa y, ni bien pudo, se fué de su casa para gozar de la independencia que complacería sus propios vicios y mañas.
Había conocido a Adita unos diez años atrás en un baile y casi enseguida la embarazó con el primer hijo. Hacía changas, casi siempre como peón de albañil, pero no duraba mucho en ningún lado por su afición al vino. Desde hacía varios meses que la familia subsistía mayormente del dinero escaso, pero confiable, que Adita generaba limpiando casas seis días a la semana.
El alcohol nunca le había sentado bien al inglés, pero desde hacía un tiempo, los demonios del vino y quizás la realización de sus enormes limitaciones y frustraciones, habían aumentado considerablemente su agresividad. Golpeaba ante la menor provocación o sin ella a sus hijos y su mujer. A tal punto que los niños desaparecían de su presencia ni bien sacaba la botella y el vaso. Adita, sin saber como manejar esa situación de creciente gravedad y tragando amargura tras amargura diariamente, trataba en vano de sostener la precaria unión de la familia, mientras Adrián se empeñaba en destruir todo con sus abusos, intolerancia, despotismo y egoísmo.
**
Al día siguiente Adita se levantó muy temprano para cambiarse y salir a trabajar. Se miró en un espejo partido la hinchazón de su ojo morado y comprendió que no habría maquillaje que lo disimulara.
- ¡Dios mío! - Murmuró para sí y se empezó a vestir lentamente con lo poco que tenía disponible. Las prendas rotas la noche anterior estaban desparramadas por el suelo polvoriento.
- Encima que tengo poca ropa, ésto... – Dijo sollozando resignadamente mientras recogía todo.
Entró sin hacer ruido al cuarto de sus hijos y los besó a todos suavemente con infinita ternura. Cerró despacio la puerta y decidió que mejor tomaría mate en casa de Doña Telma. Cuando se disponía a salir, vió la figura de su marido parado y tambaleante contra el marco de la puerta del dormitorio, desnudo y aún groggy por la resaca. Este la miró con altenería y un notable esfuerzo por enfocar su imágen. Le dijo gangoso:
- ¿Ya te vas? ¿No te quedás a tomar mate conmigo?
- No, no puedo hoy. Se me hace tarde. - Le contestó su mujer mirando hacia el piso.
- De último no estás para nada en la casa. Limpiás en otros lados pero acá no hacés nada. ¡Ni a la cría ya atendés! - La increpó con creciente ofuscación y agregó, como para recordarle quién era el que mandaba allí - Por ejemplo..., ¿cuántas veces te dije que movieras esa silla de al lado de la puerta? ¿¡Eh!? ¿Cuántas veces? ¡Cada vez que entro me la choco y ahí no sirve para nada! ¡Sacála de allí ahora mismo! ¡La metés en cualquier lado, pero de allí la sacás! ¿¡Me entendés!? - Y a modo de reflexión agregó en voz baja como para sí mismo - Negra mugrienta, ya ni de puta me sirve...
Adita, sin pronunciar palabra alguna que sabía terminaría inflamando más la situación y siempre mirando para abajo, levantó la silla suavemente y la llevó hacia el interior de la casilla. Después, silenciosamente y bajo la mirada fulminante del inglés, se dirigió nuevamente hacia la puerta y salió sin emitir ningún sonido.
Mientras iba caminando hacia la parada del colectivo, se tocó suavemente la cara golpeada con el dorso de la mano y otra vez las lágrimas rodaron por sus mejillas cetrinas. Le daba miedo dejar a los chicos en la casa con su marido. Sabía que el más grande se ocupaba de los demás para levantarlos, ayudarlos a vestir y mandarlos a la escuela, pero como estos días Adrián no estaba trabajando, temía lo que pudiera pasar en su ausencia ante la volatilidad de su carácter. Trató con un esfuerzo de no pensar más en eso, se secó las lágrimas y apuró el paso.
***
Después de un interminable día de trabajo, donde la tristeza de sus pensamientos recurrentes le habían minado el ánimo y las energías. Adita bajó del colectivo que la dejaba en la periferia del rancherío y empezó a caminar hacia su casa.
Mil ideas confusas volaban en su mente, por cuanto en cada casa que había trabajado ese día, la incitaban a abandonar en la primera oportunidad que tuviese al abusador y huir con sus hijos lejos de una tragedia segura. Algunos habían llegado hasta ofrecerle, en la calentura del momento, un lugar temporal donde quedarse por unos días. “¿Y después qué?”. Pensaba con descarnada lógica. “¿Qué podía hacer con la plata que juntaba diariamente? Más o menos nada, aparte de vestir y alimentar a sus hijos a duras penas.” Sacudió la cabeza apesadumbrada y recorrió el último tramo hasta su casilla.
Al abrir la puerta con temor, otra vez olió el vapor del vino atrapado en la pequeña estancia. Cerró los ojos y murmuró una plegaria mientras entraba a la vivienda. Desde el interior de la pieza que ocupaban sus hijos se escuchaban varios sollozos apagados. Tragó saliva y entró en la cocina. Allí estaba Adrián, el inglés, sentado a la mesa con la botella a su lado, el vaso casi lleno en la mano y los ojos vidriosos clavados en una revista pornográfica amarillenta y ajada.
Levantó la vista al verla entrar y con una sonrisa burlona y maliciosa, le dijo, mientras golpeaba con un dedo calloso y sucio una de las fotos de la revista.
- Mirá, negrita retobona. Mirá bien lo que vamos a hacer hoy. Prestá atención y fijáte cómo gozan estas hembras. ¡Estas sí que son guachas serviciales! ¿¡Ves...!?
Adita desvió avergonzada la vista y se le colorearon las mejillas. Sumisamente dijo, mientras pretendía acomodar algo en los estantes:
- Bueno Adrián, después vemos, ¿Si? Ahora dejáme preparar algo para comer..., por favor.
El inglés, apremiado por las urgencias que su material de lectura le había despertado, contestó socarronamente:
- ¿Y porqué no me das de comer lo que yo quiero a mí primero y después comés vos tranquila? ¿Eh? Vamos negra, no me lo hagas repetir. Vení a la pieza. ¿O preferís hacerlo acá...? – Rió burlón, guiñándole un ojo.
Adita estrujó el repasador entre sus manos y comprendió, con una mezcla de repulsión, odio y terror, que no tenía escapatoria. Sin embargo, imploró una vez más:
- Adrián..., por favor, estoy muy cansada y tengo hambre...
- ¡Vos te pensás que todos los días me vas a basurear a mí! ¡Negra barata! ¿¡Tenés algún otro macho por ahí, eh...!? ¡¡Contestáme carajo!! – Gritó al tiempo que se levantaba de la mesa volteando todo lo que estaba encima.
Se avalanzó sobre su mujer, quien con un grito desesperado lo esquivó y salió corriendo de la cocina con el borracho totalmente fuera de control, pisándole los talones. Giró a toda velocidad en el pequeño living y abrió la puerta de calle de un manotazo. Salió a los tropezones, cerrando la puerta tras de sí con todas sus fuerzas.
El inglés, ciego de vino y furia, recibió el portazo de lleno en la frente y nariz, se tomó la cara con las dos manos aullando y se desplomó sobre la silla que había estado allí hasta esa mañana. Mientras caía de espaldas, en un relámpago de lucidez, supo que lo recibiría el piso. Cayó pesadamente, con toda la fuerza de su impulso, golpeando la nuca contra el borde metálico del marco de la ventana a baja altura, sobre la pared del costado. Se escuchó un crujido sordo, la exhalación de un último suspiro quejumbroso, y el mundo, por un instante, fue sólo un poquito mejor...