Tarde Triste

Fue en una de esas interminables tardes veraniegas de la niñez cuando aún no existía para nosotros otra preocupación en el mundo que jugar todo el santo día, con lluvia o sol. Eran otros tiempos también, otras gentes y otra forma de vivir. En ese entonces, nuestra mayor frustración era perder el tiempo durmiendo una siesta mandatoria dos horas por día, y tener que bañarnos por las noches antes de cenar y ser enviados a la cama.

El fútbol, en esos años donde la televisión era apenas una curiosa novedad y los juegos electrónicos, o las computadoras personales, un buen tema de ciencia ficción, ocupaba el noventa por ciento de nuestras horas lúdicas.

Desde hacía unas pocas semanas que veníamos jugando juntos, compartiendo con él, casi a diario, el polvo y el sol picante en la modesta canchita del barrio. Esta, un parche rectangular, terroso y angosto, con algunos manchones verdes de pasto delgado, parecía un terreno olvidado en una manzana, por lo demás, cubierta de sencillas casas de familia. Compartíamos también, en esos picados memorables, el fervor y la entrega al juego, la alegría inmensa del triunfo y la tristeza amarga de la derrota.

En esa tarde terrible, que quedaría grabada a fuego en nuestras jóvenes memorias, nos hallabamos como casi siempre, totalmente abocados a nuestro desafío de ese día. El partido, muy parejo, era de ida y vuelta. Ninguno podía dominar al otro y la cosa se estaba poniendo realmente muy entretenida. Hasta teníamos un par de espectadores jubilados, que hacían las veces de público, sentados bajo el único viejo árbol rinconero que proveía un poco de sombra al predio.

A la hora fatídica, en un contragolpe en masa que intentamos para doblegar el arco contrario, situado demasiado próximo a la calle, el arquero rival consiguió, después de una serie de rebotes increíbles dentro del área, desviar hacia afuera con su rodilla el tiro final. El ímpetu y la rapidez de la jugada nos arrastró a todos fuera de los límites del campo y él, siguiendo su carrera sin poder ser frenado a tiempo, atravesó rápidamente la vereda, para caer rodando hacia la calle, sin que nadie atinara a hacer nada.

Justo en ese momento, un taxi negro y amarillo, que siempre recordaremos cuadradamente masivo e inoportunamente destructivo, pasaba a una velocidad inusualmente excesiva para ese barrio, para esa calle, y no pudo, o simplemente no quiso, esquivarlo. Lo atropelló así como venía, pasándolo por encima con una de sus ruedas traseras. Y lo peor, lo que más nos dolió en el alma, fue la total indiferencia del conductor, ya que ni siquiera aminoró la marcha o se detuvo para ver lo que había sucedido. Siguió imperturbable su apurado curso recto, hasta perderse de vista en la lejanía de la calle.

Al sentir el tremendo peso del vehículo sobre su vientre, exhaló un forzado suspiro, casi explosivo, que nos heló la sangre a todos, quedando tirado sobre el pavimento, pateticamente distorsionado. Una boca rota y oscura, ridículamente torcida e inmóvil, nos hizo comprender muy claramente que habíamos presenciado el fin de su existencia.

En el momento del impacto, todos nos agarramos la cabeza anticipando la tragedia. Ahora, viendo que él yacia recostado sin vida sobre el asfalto gris, no sabíamos que hacer. Sumidos en la desesperación como estábamos, algunos iban y venían a lo largo del cordón de la vereda sin atreverse a nada. Otros, sencillamente no querían mirar esa imágen terrible y sollozaban quedamente sobre la acera. Para la gran mayoría del grupo, era nuestro bautismo de fuego con la tragedia.
Después de unos instantes, Pablito y Andrés fueron los únicos que juntaron algo de coraje para bajar con mucha cautela a la calle. Levantaron maternalmente a la víctima, trayéndola con cuidado hacia donde el resto del grupo aguardaba en respetuoso silencio, y la depositaron suavemente sobre las baldosas. Todos la observábamos como hipnotizados.

Ese que yacía inerte sobre la vereda, era nuestro primer balón número cinco de cuero, marrón y lustroso, que habíamos podido comprar entre todos con muchísimo esfuerzo, y que nos había regalado tantas horas de sana diversión.

Fue realmente penoso tener que decirle adiós así, tan súbitamente. Pero después de un buen rato, nos consolamos parcialmente sabiendo que seguramente pronto tendríamos otro. Sólo había que esperar a aquel de nosotros que cumpliese los años primero. Y ese afortunado honor, en dos largas e interminables semanas, iba a ser todo mío.

esos tesoros de la niñez, hasta el balòn tiene su magia y vida, un ciclo, un gusto Jose un buen relato.
saludos
k

Así es Gara. La pelota tenía, en ese entonces, casi, casi el monopolio de nuestro entretenimiento en grupo. Siempre es un gusto verte por aquí. Gracias por tu visita, amiga. Saludos,
Jose

UN RELATO QUE NOS RETROCEDE EN EL TIEMPO, APLICANDO Y PRACTICANDO NUESTROS HOBBYS FAVORITOS. CONTIENE UNA REDACCIÓN INTERESANTE, AMENA, FLUIDA, QUE NOS UBICA EN NUESTRA INFANCIA Y SI PERDEMOS LA CONCENTRACIÓN NOS LLENA DE SOBRESALTO AL PENSAR QUE EL ACCCIDENTADO FUE UN JUGADOR Y NO LA PELOTA, POR LA FORMA DESCRIPTIVA QUE ENCIERRA. GRACIAS POR COMPARTIR TUS LETRAS.

TRINA LEÉ DE HIDALGO

Muchas gracias por tu tiempo para leer y comentar mi cuento Trina. Aprecio sinceramente tu visita y tus palabras, amiga. Un saludo cordial,
José

Excelente narrativa, para empezar. Un relato ameno que sitúa al lector en una escena y un tiempo determinado con fluidez. Un giro final (que, aunque se deja evidenciado, no deja de cerrar con buen logro el final de la anécdota; ya que corona la esencia de la misma con mensaje llegadero.
Grato leerlo, José. Coincido con Karina. Esos tesoros...

Silvina, muchas gracias por tus palabras y tu visita por este relato. Me alegra mucho que te haya gustado. Un saludo afectuoso,
Jose

Son esos recuerdos de cosas simples y lindas que no se olvidan nunca. Mil gracias por tu paso y tu comentario, querida amiga. Un beso grandote,
Jose

Hermoso relato José. Y claro que si, mucho de los objetos inanimados tienen vida sólo hay que escuchar sus corazones dentro de los nuestros.
Un placer leerte amigo

Asi es Ricardo. Nos divertíamos grandemente con muy poco y sabíamos apreciar y cuidar esas cosas que nos brindaban tanto placer. Gracias por tu visita. Un gran abrazo,
Jose

UN BUEN CUENTO,Y QUE BRONVCA CUANDO LA PELOTA SE PINCHA...Y DIGO QUE SE,PORQUE AUN ANDO EN EL CAMPITO JA.
PERO ME GUSTO EL RELATO,Y SE SIENTE LO QUE QUERES TRASMITIR PORQUE CREO QUE TODO AQUE QUE TUVI INFANCIA SINTIO IGUAL ALGUNA BEZ.
MUY BUENO

Che Mateo, en que clave escribís? Jajajaja... Una vez que descifré el mensaje te cuento que antes era mucho peor que ahora, porque cuando pasaba algo así, significaba estar días enteros sin poder jugar a la pelota, porque nadie tenía un mango partido por la mitad para hacerla arreglar o comprar otra. Más tarde las cosas fueron cambiando un poco y tener un balón de cuero no era ya tan exclusivo. Gracias por tu paso y comentario (en morse) amigazo. Un fuerte abrazo,
Jose