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 La Posada de los Brujos. Capítulo 13.

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Jaime Olate
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MensajeTema: La Posada de los Brujos. Capítulo 13.   La Posada de los Brujos. Capítulo 13. Icon_minitimeMiér Feb 08, 2012 8:41 pm

Capítulo 13

Un Fantasma que Mata.
Era de noche ya cuando volvió su amigo Checho, el joven diablillo a quien quería como a un hermanito; el chofer cargaba dos maletas. En su cabeza aún daba vueltas tanta información acerca de la historia tan apasionante y dramática de esa distinguida familia. Deseaba serenarse, diciéndose a sí mismo que todo eso era un sueño y que despertaría en la casa del campo sureño con los tíos de Sergio y que juntos reirían de su fantasía.
“Chechito” entró muy campante cuando el gigantesco araucano le abrió la puerta principal; el muchacho siguió al nativo haciendo cómicos gestos, mostrándolo como un monstruo y se quedó muy serio cuando José se volvió para cederle paso.
La señorita Matilda había dado instrucciones para que les prepararan dos dormitorios en el segundo piso. Al entrar a la alcoba del alegre muchacho, éste no pudo contener su lengua.
—Este cuartito es casi tan grande como mi casa… ¡Ah, y tiene baño completo más encima! Parece, compadre, que arribamos a un hotel de diez estrellas.
Lucas sonrió por las ocurrencias del joven y le conminó a sacar de las maletas que había subido Jacobo y ordenar rápido su ropa, mientras él llevó sus pertenencias a la otra recámara. Regresó para que se acostara pronto, pues lo conocía como un remolón para dejar la cama temprano; le agradaba hacer el papel de hermano mayor.
Encontró al chico recostado sobre los cobertores y al notar la presencia de su amigo suspiró exageradamente, chasqueando la lengua. El investigador lo miró con curiosidad, el pequeño demonio resopló nuevamente y murmuró.
— ¿Recuerdas a Nalda, la mucama pelirroja? No sé si estoy enamorándome de ella o de Lupe. ¡Ayayaicito, tienen unos ojazos, una boquita, unas curvas y un hermoso par de…! (Con sus manos hizo un gesto frente a su pecho).
— ¡Ya, ya, ya, corta tus vulgaridades! Guarda para ti tus pensamientos lascivos.
—Pero, compadre ¿Acaso no te gusta ninguna de ellas? Tienes agua en las venas en vez de sangre —su mirada burlona se posó sobre el ceñudo rostro de Lucas— ¡Ya sé, te gusta la mapuche mandona y entradita en carnes!
— ¡Ya basta! —su voz sonó realmente enojada.
— ¿Qué te pasa? Siempre te hacen reír mis tonterías y ahora me gritoneas —hizo “pucheros” con la boca como si estuviera a punto de llorar—... Compadre, usted me maltrata sicológicamente; voy a quejarme ante el juez…
—Cierra la bocota y duerme, mañana tenemos que estar bien despejados para comenzar la investigación; tengo algunas ideas.
—A la orden, Jefe —hizo un saludo militar—. ¡Ah, te gusta que te digan Jefe! Seguro te recuerda tu época de “rati”, atrapando bandidos.
El artista movió la cabeza con una sonrisa de comprensión. Se retiró a su cuarto y con la luz apagada se acostó sobre la cama vestido sólo con su calzoncillo, hacía mucho calor. Apagó la luz, la oscuridad se hizo presente, pero hasta allí llegaba la luminosidad del poderoso farol reflejada en las paredes de la parte posterior de la casona y de otro pequeño que iluminaba la piscina y las alegres aguas iridiscentes de la pileta. Alcanzaba a percibir la sombra de los árboles nativos del gran predio y como telón de fondo la sombra de la gran cordillera coronada con grandes estrellas.
No supo en qué momento se durmió, pese a los ronquidos de su compañero que bufaba en el otro cuarto. Su sueño era inquieto y las imágenes oníricas se sucedían una tras otra; en medio de un mar salía una sirena bajo los suaves rayos de una luna llena. La náyade lo miró y vislumbró una bella sonrisa en su oscurecido rostro, mientras llevó sus dedos hasta sus labios y le envió un beso. Bruscamente cambió su actitud y miró a lo lejos con alarma, lanzó un grito de espanto.
Un nuevo grito despertó al hombre de acción que permanecía aletargado, oculto detrás de la placidez de su carácter diario. Cuando se dio cuenta corría por el gran pasillo que daba a los dormitorios, apenas cubierto con su pantaloncillo que dejaba ver su atlético cuerpo delgado, pero musculoso; en su mano derecha llevaba su pistola que cogió instintivamente.
Los gritos de una mujer provenían desde una habitación al final de ese corredor en el extremo sur.
— ¿Qué ocurre? —su voz tronó y la puerta se abrió, abrochándose una bata salió la bella y pelirroja Nalda. Desde su ventana abierta señaló más allá de la pileta a un sector del enorme jardín; asomó e inmediatamente oyó el estampido de un balazo y el proyectil se clavó a pocos centímetros de su cabeza en el marco. Sin muchos miramientos tomó a la doncella y ambos cayeron al piso alfombrado. Antes de caer otra bala fue disparada y reconoció el mortal zumbido junto a su oreja; con cautela fue revisando las ventanas desde su posición, estaban todas abiertas por la alta temperatura de ese día. Un nuevo disparo destruyó un vidrio cuyos restos emitieron su característico ruido; ahora se oían gritos de varones y mujeres, sintió el jadeo de Checho que ya estaba a su lado. Con temeraria decisión asomó y sintió la detonación y el silbido de un cuarto proyectil, pero sus entrenados ojos lograron distinguir detrás de un árbol un pequeño fogonazo al cual respondió con dos balazos seguidos. La sombra fantasmal de un individuo llevaba el rostro enmascarado con una gorra de motociclista, se dio a la fuga hacia el fondo; los ladridos de los mastines y la enorme figura de José corriendo valientemente.
El fragor de la acción se había apoderado de él y, sin medir consecuencias, corrió escalera abajo, saliendo detrás del malhechor. Los gritos de mujeres que le rogaban se detuviera lo hicieron volver a la realidad: el delincuente había echado a andar una moto y se alejaba rápidamente hacía el camino posterior; se detuvo, no podía competir con la velocidad que el bandido llevaba y, con vergüenza, descubrió que estaba vestido sólo con el calzoncillo frente a la poderosa luz del patio interior y de la luna creciente, casi llena a esa hora, asomándose detrás del macizo andino.
Terriblemente incómodo ante la presencia de las señoritas Carusso y el resto de la casa, una verdadera multitud. Agradeció la iniciativa de Sergio que traía su bata, vestido con otra; sonrió cuando vio que el muchacho traía, además, dos cuchillos de lanzar en una de sus manos.
—Sergio, amigo mío, los cuchillos no pueden contra las balas —y palmoteó con cariño la cabeza de su compañero de aventuras.
—Sí, pero algo debía traer para ayudarte.
Sintió ternura ante la fidelidad incondicional y la valentía del muchacho… su hermanito menor. Sin embargo, sintió también que lo había arrastrado al peligro que representaba el cobarde francotirador que se dio a la fuga. Por lo menos, se consoló, hizo huir al agresor.
Su mirada tropezó con la figura de la joven Gina, quien se veía más pálida que de costumbre. Mientras era abrazada por María la araucana, que trataba de calmar el miedo que pudo sentir por las detonaciones, ella se acomodó sus gruesos lentes; al verla como una indefensa criatura junto a la maciza mujer, su corazón se estremeció de compasión y su hidalguía lo hizo volver a prometerse a sí mismo que defendería a esa familia.
Cuando vio a José, el hercúleo indígena, tenía en sus enormes manos una escopeta de dos cañones; su rostro estaba impasible, aunque adivinó en sus ojos oscuros un brillo de admiración para el joven expolicía. Éste se sintió seguro con un compañero de lucha que no vacilaría en enfrentar al enemigo invisible y descerrajarle los dos cartuchos; definitivamente la brava e indomable sangre que corría por sus venas le hacía ser temerario, sin importarle su propia vida.
Había llegado atrasado a la “fiesta” de disparos, pero lo estaba esperando a que diera la orden de continuar persiguiendo al malhechor. Lucas apretó con fuerza su grueso brazo, miró sus ojos y con una leve sonrisa le murmuró: ”Amigo, el maldito ya está lejos, escuché el ruido de una motocicleta en la que huyó entre los árboles del fondo de la propiedad y… se me ocurre que debe tener preparada su fuga para no ser atrapado. José –su mirada se tornó dura—, ya tendremos la oportunidad de detenerlo, pues presiento que volverá a atentar contra nosotros; llame a sus perros, la moto es más veloz que ellos”.
La roja llamarada del pelo de Nalda le recordó que tenía que preguntarle cómo se dio cuenta de la llegada del intruso. Todavía con la respiración un tanto agitada, la hermosa joven le explicó que, debido al calor nocturno, se había levantado a abrir la ventana de su dormitorio y vio una sombra entre los árboles más allá de las casas de los sirvientes y que se aproximaba a la mansión con movimientos que evidenciaban sus malas intenciones; no pudo evitar que se le escapara un grito que generalizó la alarma.
Doña Matilda, conservando la calma que la educación de su casta social podía darle, le musitó: “Esta es la tercera vez que nos disparan desde la oscuridad. Nada sacamos con denunciar este atentado a la Policía, pues no habrá nada concreto; ahora depositamos la confianza en usted y en mi gente. Le agradezco su gran valor para defendernos, pero creo que debe tener más cuidado”.
También le confidenció que sospechaba que el accidente donde murió su hermano Marcelo había sido un asesinato, que no sabía cómo se las había arreglado el criminal.
Mientras el grupo se dirigía a sus dormitorios, Checho, aún excitado por los efectos de la adrenalina, con entusiasmo manifestó que ahora sí que estaba viviendo una verdadera aventura.
—Sí, mi joven amigo, pero una aventura muy peligrosa… no conocemos a nuestro enemigo y puede atacar nuevamente cuando menos lo esperemos. Ahora a dormir, el bandido no creo que vuelva, necesitamos estar descansados para aclarar rápidamente este intrincado caso.
Un gruñido del joven fue la respuesta; bajo la atenta mirada de su “hermano mayor”, refunfuñando por ser tratado como un bebé, se cubrió y con un profundo suspiro se durmió casi al instante, con el sueño tranquilo de los justos.

(Continuará: “Amargos Recuerdos”
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