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 La Posada de los Brujos. Capítulo 6.

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Jaime Olate
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MensajeTema: La Posada de los Brujos. Capítulo 6.   La Posada de los Brujos. Capítulo 6. Icon_minitimeVie Feb 03, 2012 10:09 am

Capítulo 6

Una Sorprendente Exposición Pictórica.
El pintor tenía la sensación de estar soñando. Primero disfrutó de la vida agreste del campo en tan agradable compañía, después la aventura en la famosa Posada con tan extraordinarios sucesos y ahora tenía terminada la colección de cuadros para el certamen, en especial el último, su obra más distinguida y de belleza inigualable.
Regresó a Santiago, siempre acompañado de su sombra, Sergio González, quien salió con la suya de abandonar el hermoso rancho de sus tíos con tal de ayudar a su amigo en la exposición a efectuarse ese caluroso verano; el muchacho alegó que faltaba poco para reanudar sus clases en la universidad. El salón para la exhibición fue relativamente fácil de obtener, pues el Alcalde ya conocía las grandes aptitudes del artista.
De los Ríos continuaba conmovido por el recuerdo de la bella musa que inspiró tales imágenes. Despertaba en las mañanas en su cómodo apartamento, con la impresión de haber estado sólo unas horas antes frente a la pequeña laguna donde ocurrieron tan raros acontecimientos. Sergio, por su natural jovialidad, no perdía ocasión para bromear con su “compadre”, a quien acompañaba a todas partes como si fuera su guardaespaldas.
Acudieron al recinto con mucha frecuencia, revisando con su imaginación los efectos de las luces, las paredes y la ubicación de cada cuadro hasta que estuvo listo para instalar la exhibición.
Su obra maestra, “La Venus Nocturna”, quedó en el rincón más alejado con una espléndida iluminación que resaltaba la belleza de la misma.
El día de la inauguración, el local se llenó de gente entendida en el arte de pintar; otros acudieron por obligación, seguramente por figurar en el acontecimiento del que se hablaba mucho en la prensa por la conocida calidad del pintor. Éste se encontraba algo nervioso, pese a ser la tercera vez que exponía, ya conocía la ceremonia con el consabido discurso de la autoridad auspiciadora. Su explosivo e inmediato éxito de las anteriores muestras, hizo que llegaran los más dispares personajes; encopetadas y maduras damas, mostrando sus caros y cuidadosos peinados, trajes y joyas, acompañadas de finos y estirados caballeros que hablaban en voz alta, sin importarles si les oían sus risotadas, total iban a lucirse como personajes importantes ante la autoridad edilicia, la prensa y la televisión.
Lucas los miraba con cierta burla brillando en sus ojos; quienes realmente le importaban, fuera de los críticos profesionales conocedores del arte pictórico, eran los verdaderos entendidos, gente joven o madura, bien vestida o con modestos trajes, a veces descuidados, que no hablaban ni pretendían hacerse notar. Contemplaban las pinturas con ojos expertos, ya desde lejos, ya aproximándose casi hasta apoyar la nariz en las telas; incluso los que usaban anteojos se los sacaban para apreciar mejor la técnica, composición, perspectiva, además de la destreza del uso de la pintura y el contraste de luces.
Un joven locutor tomó el micrófono con una mano, como apoyándose en él o quizá queriendo protegerlo, anunció con su excelente voz:
— “Señor Alcalde, autoridades presentes, damas y caballeros, con el auspicio de la Ilustre Municipalidad se procede a la ceremonia de inauguración de la exposición pictórica del joven artista, don Lucas De los Ríos, quien ha dado a conocer su maestría en anteriores muestras”.
En seguida invitó al Alcalde quien, con sencillas palabras, elogió al joven y le pronosticó un promisorio futuro de artista del pincel. Hizo una breve mención de su pasado como un conocido detective, reflexionando que en cada ser humano existe el espíritu artístico, aunque se haya llevado una vida tan agitada como es la de un policía.
Durante los aplausos Lucas sintió que le tiraban su chaqueta y vio la cara del burlón de Checho.
—Luquitas, lo que más me gusta de estas inauguraciones son los bocadillos y el champán —susurró casi en su oído, como siempre irreverente—. ¡Ah! Además de las hermosas niñas que vienen a estas exposiciones.
Sus ojos siguieron a una hermosa rubia, con estupendas curvas, que los miraba sonriéndoles descaradamente.
Lucas, sin inmutarse, le dijo en sordina:
— ¡Come y calla, badulaque!
La respuesta fue una ahogada carcajada de Checho, quien se volvió a la puerta principal para disimular su salida.
— ¡Bah! Mira, yo creí que esta era una muestra de pinturas… y no una fiesta de disfraces. ¡Extrañas comparsas!
El pintor se volvió ante el sarcasmo de su pícaro compañero y contempló un cuadro sacado de principios del siglo veinte. Dos señoras, muy elegantes y distinguidas habían entrado y observaban con cierta dificultad los cuadros, calándose los anteojos que ayudaban a admirarlos.
El asunto no concluía allí, las dos mujeres, menudas y hermosas, tenían alrededor de 50 años y vestían a la moda actual, pero muy conservadoras con el largo de sus faldas, joyas caras y sencillas a la vez, demostrando un muy buen gusto. Sin embargo, detrás de ellas, eran acompañadas por un curioso grupo de personas: una joven rubia de grandes anteojos con su pelo tomado en la nuca, vestida con una amplia túnica oscura que resaltaba la palidez de su rostro limpio de todo maquillaje, con una actitud casi ausente, caminaba con cierta gracia mientras se desplazaba de pintura en pintura. Contrastando con la delicadeza y elegancia de las tres mujeres, con la apariencia de celosos guardianes y caminando detrás de ellas, una fornida y morena matrona vestida casi de negro muy junta a un enorme hombre de unos 45 años, tan ancho como alto. “Caupolicán y Fresia”, pensó irónicamente el artista, en alusión a los héroes mapuches de la historia de Chile. Realmente era una magnífica pareja de araucanos cuyos rasgos étnicos agraciados se distinguían fácilmente en la multitud, con sus orgullosas barbillas alzadas y preocupados de sus protegidas.
Saciada su curiosidad, el joven De los Ríos debió atender a los asistentes que ya lo rodeaban y disparaban toda clase de preguntas, que iban desde las más simples hasta las más técnicas.
También debió responder a un cuestionario de los periodistas; que nació en el sur, en un pueblo relativamente cercano a la capital y que tenía treinta años de edad, enamorado de las selvas sureñas y cuándo se inició como pintor. Al tocar el tema de haber sido policía durante diez años, se limitó a decir que gracias a su Institución había recorrido gran parte del sur del país.
Acerca de su obra maestra “La Venus Nocturna”, confesó sonriendo que se trató de un peculiar episodio que lo dejó hechizado.
No terminaba su explicación a la prensa, entre el rumor de la gente se oyó un gutural grito como de un animal herido. El murmullo de los asistentes aumentó y Lucas se abrió paso hasta el fondo de la sala, donde alguien estaba en el piso rodeado de curiosos. Una voz solicitó la presencia de un médico, por lo que se apresuró para ver qué había sucedido.
Con sorpresa vio que los araucanos sobresalían y apartaban con furia a los más cercanos; los aborígenes lo miraron y dejaron pasar hasta quedar junto a las dos damas que trataban inútilmente de reanimar a la muchacha rubia de anteojos que yacía sobre el brillante piso. El pálido rostro juvenil parecía el de una muerta; se inclinó solícito para atenderla y, alzando los ojos, pidió un vaso con agua; en ese gesto se encontró con los ojos de la mujer mapuche que lo miraba con una intensidad casi hipnótica.
Quiso tomar la cabeza de la joven, pero se sintió levantado como una pluma por los potentes brazos del araucano y arrojado contra los curiosos; cuando trató de levantarse el nativo puso sus brazos en actitud de luchador. Naturalmente no sintió ningún deseo de responder a la agresión, ni por el público que miraba la escena y menos por los enormes brazos que se adivinaban bajo la chaqueta del Hércules chilensis.
“Caupolicán”, cuando vio que el artista no era un enemigo digno de él, se volteó hacia la joven desmayada y la tomó en sus brazos como si tratara de una pluma. El administrador de la galería dijo que le siguiera hacia una puerta lateral que fue franqueada por el gigante y su delicada carga. Un guardia sólo permitió que entraran las dos mujeres mayores y la fornida indígena cerró con fuerza la puerta.

(Continuará: “Una Invitación al Regreso de un Detective”)
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