El último viaje
Lucy giró sobre sí misma con sus brazos extendidos y después se abrazó queriendo atrapar para ella la noche. Era feliz, muy feliz y en sus ojos brillaba la chispa de la vida. Había sido un día lleno de placeres y sensaciones que nunca olvidaría, esos días que se quedan grabados en la mente de las jóvenes como Lucy para servirles de aliento toda su existencia. O al menos eso era lo que pensaba ella.
Se sentó esperando el último autobús que la llevaría a su casa. Por su mente aún pasaban las imágenes vividas y toda su piel estaba impregnada en ilusión. La fiesta de Elena había sido todo un éxito, un ambiente cordial y desenfrenado. La bebida y el baile corrieron vivificando aquellos jóvenes cuerpos volcados en el deleite y los deseos que sus sangres frescas les exigían. Elena invitó a un amigo nuevo y tuvo el acierto de presentarlo a Lucy. Desde el primer segundo entre los dos jóvenes, se gustaron y sus ojos se acariciaron en un lenguaje secreto y silencioso. Bailaron toda la noche, hablaron sin cesar, se contaron sus vidas. Eran tan jóvenes ambos, unos veinte años apenas cumplidos, que pronto supieron todo el uno del otro. Su futuro estaba por escribirse. Después, por el efecto del alcohol y por el magnetismo que sentían, dejaron hablar a sus cuerpos entre abrazos y caricias. Lucy sabía que se casaría con Pedro, que sería el hombre de su vida.
Tan ensimismada estaba en sus pensamientos que no vio llegar al autobús, la devolvió a la realidad un chirrido que taladró su cabeza. La puerta del vehículo estaba abierta, del interior se desprendía una luz pálida, espectral. Lucy se levantó y por primera vez notó la noche fría, oscura y solitaria. Una rara sensación sacudió su cuerpo, se estremeció helándose su piel. Suspiró hondo y se dijo que se estaba dejando llevar por su imaginación. Pensó nuevamente en Pedro. Sonrió y se subió al autocar. Éste se puso enseguida en marcha.
Fue al rato de sentarse en el autobús cuando notó que éste estaba vacío; el hecho la inquietó. Es verdad que eran la doce de la noche y que éste era su último servicio, pero aún así era una línea muy concurrida y Lucy nunca había viajado sola; nunca hasta aquella noche. Luego estaba la luz, más pálida, más muerta. Volvió el escalofrío atenazando su alma. Miró por la ventana con la intención de ver algo familiar que la tranquilizara pero no vio nada. Una oscuridad infinita le impedía ver. ¡Era imposible, allí tenía que estar la luz de las farolas, el resplandor de la luna, las mágicas y misteriosas luces de las calles!, se dijo casi gritando. Echó su aliento al cristal y lo limpió con la mano, quizás estuviera sucio y fuese el motivo de no ver nada. Sí, eso tenía que ser; una esperanza resurgió en ella. Cuando acabó de limpiar el cristal la esperanza se hundió en las tinieblas. Porque eso era lo que veía Lucy, la tiniebla de la noche. La nada oscura y absoluta.
Quiso dirigirse al chofer, ¿se había equivocado de autobús? Claro, esa sería la respuesta lógica. Qué tonta había sido, estaba tan abstraída pensando en Pedro que cogió otra línea. Con esta idea dio unos pasos hacia delante. Pudo ver la espalda del conductor y algo le dijo que no se acercara más hacia él. Una angustia iba creciendo sin parar en su pecho, sentía ahogarse. El maldito coche iba aumentando la velocidad por segundo y Lucy tuvo que agarrase a una barra para no perder el equilibrio. Lloraba de pánico, sabía que iba a morir. Su vida futura, sus ilusiones con Pedro, sus hijos deseados, parecían morir en aquel autobús del más allá.
Pero no fue así, el autocar frenó de golpe y paró abriéndose las puertas. Lucy, por el impulso de la frenada, cayó al suelo. Apenas podía respirar, una misteriosa mano parecía oprimirle el estómago y la garganta. Se incorporó como pudo, entre temblores que hacían flaquear sus piernas. Bajó del autobús y un viento abofeteó su sudorosa piel helándola. La sepulcral oscuridad seguía allí, abrazándola terroríficamente.
Lucy corrió sin saber hacia dónde, no veía nada. Sólo sentía la necesidad de correr, de alejarse de aquel vehículo. De vez en cuando tropezaba con algo y caía en un suelo frío y terroso. Pero volvía a levantase y seguía su frenética y desesperada marcha hacia ninguna parte. Tropezó y cayó de nuevo; se ahogaba nuevamente, sus pulmones no podían resistir más. Por primera vez en aquella noche, la luna apareció con su mortecina luz iluminando el lugar. Lucy lanzó un aterrador grito, más parecido al aullido de una bestia. Estaba en un cementerio, todos aquellos obstáculos con que había tropezado eran tumbas. Delante de ella había una, especialmente iluminada por la luna. El gemido desgarrador se prolongó en su garganta al contemplar lo escrito en la lápida: “Lucy Pérez Glez. 1975-1995. Muerta en accidente de coche. Que su alma descanse en Paz”.
Amigo, ya ha comprobado que los sueños no sólo pertenecen a los vivos sino que los muertos también sueñan. Y quién sabe si usted, Querido lector, al igual que Lucy, ya esté muerto y lo que siente es sólo un sueño.
Miguel Ángel Muñoz
Granada, España.
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"Aprendemos de todos y entre todos"
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