Uploaded with
ImageShack.us EL CORRER DE LOS AÑOS
Todo estaba igual pero al mismo tiempo, diferente. La misma calle, las mismas casas, sin embargo, se palpaba en el ambiente el paso de los años, como si el tiempo hubiera envejecido al compás de las personas en lugar de lo contrario.
Abandoné la casa de mis padres al emanciparme cuando cumplí los veinticinco años y volvía rondando los cincuenta. Cuando fui consciente de ese espacio tan largo, fue cuando le di importancia al transcurso del tiempo. Todo sucedía en un soplo, no se tenía consciencia de cómo las horas, ese ti-tac continuo que nos avisa de la sucesión de segundos y minutos, de tan habitual, dejaba de ser audible y cambiaba lentamente además del aspecto físico, el entorno en el que se desarrollaban los acontecimientos que formaban el conjunto de aquello que se entendía como existencia de un ser individual.
Allí, en aquella casa que, ahora, me parecía pequeña y pobre, había pasado mi infancia y juventud. Antes de entrar, me detuve y miré alrededor. Intentaba recoger en un capullo de recuerdos todo lo sucedido durante aquellos años y en mi mente comenzaron a surgir imágenes, de personas, de sucesos, de anécdotas… El ritmo de vida de aquel entonces volvía a mi mente como si hubiera estado encerrado en un estuche y, de pronto, abierta la tapa, surgieran los personajes y la obra de teatro comenzara a interpretarse. Una obra con sabor arcaico, ya conocida pero no por eso menos interesante.
La vecina de enfrente de nuestra casa, tenía una nieta de mi edad con quien jugaba a muñecas y cocinitas; los vecinos de la puerta contigua, vinieron cuando ya nosotros llevábamos años viviendo allí; eran un matrimonio joven, recién casados, él guapo, ella no tanto… que nos dieron tema de conversación por su inexperiencia de vida en común fuera del techo de papá y mamá. En la otra casa de más abajo, vivía un matrimonio sesentón siempre dispuesto a la pelea y los gritos aunque, ese sistema escogido, parecía ser el motivo de su felicidad y en la otra casa adosada, todavía un poco más adelantada la carretera, llegó a vivir un matrimonio no demasiado joven que a mí me gustaba observar. Tenían una peculiaridad, algo sutil, imperceptible, algo impalpable que yo no sabía interpretar, los envolvía. Después, con el suceso de los días, adiviné que aquella especie de magnetismo invisible, era su energía. Y, tal vez, precisamente por esa cualidad descubierta demasiado tarde, nunca los olvidé o, quizás, puedo decir, fueron las personas más intensamente grabadas en mi recuerdo. Todo ello, escondido en una nebulosa de evocaciones pasadas que volvían a realizarse en mi mente al retornar al antiguo lugar. Quise fijarme en la casa donde vivía entonces aquel singular matrimonio y contemplé un pequeño jardín muy cuidado, lleno de rosales, tiestos, flores y un toldo, ahora recogido, para cubrir el porche en los momentos de calor y ante esta demostración hermosa de vid actual, llegó a mi mente la pregunta: ¿Seguiría aquel matrimonio tan especial viviendo allí?
Resultaba significativo el olvido de sus nombres, como si lo valioso hubiera sido sólo su personalidad. Su edad, la de ambos, era indefinida, imposible de concretar; únicamente se podía decir que no eran ancianos ni tampoco muy jóvenes, podían tener tanto cuarenta como treinta años. De su aspecto físico diré que él, era un hombre redondo. Es la palabra más acorde con su fisionomía, ni gordo, ni flaco, ni alto, ni bajo…, redondo y bonachón. Ella era una mujer triste. Me daba la impresión de que la vida la había defraudado y se refugiaba en algo superior, algo en lo cual podía confiar absolutamente para encontrar la satisfacción robada por el destino y por eso, frecuentaba diariamente la iglesia.
Yo no era de hábitos religiosos, pero, un día de aquellos tiempos pasados, cuando la vi entrar en la capilla del barrio, con su libro de oraciones en la mano y la mantilla cubriendo su cabeza desde el momento de salir de su domicilio, entré tras ella. Una curiosidad poco habitual en mí, me impulsaba a estudiarla para conocer el por qué de aquella tristeza asentada en su vida. La seriedad, la sumisión, la falta de deseos, de enfrentarse con sinceridad a las duras realidades, el confiar en algo absoluto a la espera de la solución milagrosa de sus problemas que buscaba en la iglesia, despertaba en mí una curiosidad intensa.
Cuando entré en la capilla, ella se encontraba en el primer banco, arrodillada, con las manos en actitud de oración y la mirada suplicante, clavada en la imagen de la Virgen Milagrosa puesta sobre el altar. Aquello me impresionó. Era tan fuerte, exhalaba tal energía su petición que parecía tener cuerpo, como si fuera algo palpable con la posibilidad de cogerlo entre las manos, estudiar su composición y darle un nombre. Ocupaba un lugar aunque era invisible y la primera idea de mi mente fue la vulgar manera en que los pobres seres humanos, hacíamos chantaje a ese Dios omnipotente a quien dirigíamos la petición: “…si Tú me das…,yo haré…, o yo seré…” Detestaba aquella característica para enfrentarse a los sucesos inevitables de cualquier existencia, la encontraba mezquina, no iba con mi personalidad. Con Dios no se jugaba ni se hacían apuestas, a mi entender era algo mucho más importante que un ser poderoso dispuesto siempre a escuchar nuestras súplicas y, mientras la observaba, tentada estuve de acercarme a ella y decirle: “Lucha por conseguir aquello que deseas y no le presentes a Dios tus frustraciones. A Dios se le suplica la concesión del valor, de la sabiduría pero no la solución del problema. Eso corresponde a la individualidad de cada cual” Esa era mi idea, pero, evidentemente, no podía imponerla nadie.
Cierto día, mientras conversaba con mi madre, le pregunté si conocía algo sobre la vida de aquella pareja y sólo me dijo: “Ella ya ha tenido tres abortos seguidos y los médicos le han dicho que no puede…, o no debe…, no sé…, tener hijos” Aquellas palabras me ofrecieron materia para pensar en la intensidad de los deseos de las personas. La necesidad de realizar un proyecto, una idea que si no se consuma, frustra hasta el extremo de anular la propia identidad.
El tiempo pasó, yo seguí mi vida y abandoné la casa de mis padres llegado el momento de mi emancipación, ahora, transcurridos los años, volvía para hacerme cargo de ella, la heredaba después de su muerte y en el momento de abrir la puerta con aquella llave grande de casa antigua, oí una voz femenina en la calle. Una voz, alegre, fuerte, llena de vida:
-¡Carlitos…, ten cuidado con la bicicleta…!
-Sí, mamá…, no te preocupes…
Miré hacia el lugar de donde salían las alegres voces y vi, en la puerta de su casa a aquella mujer tan religiosa y sumisa completamente cambiada. Alegre, firme, dispuesta y hasta diría que rejuvenecida. Despedía al redondo de su marido y a un niño de no más de siete u ocho años que partían a dar un paseo con sus bicicletas.
Me quedé sorprendida ¿qué había pasado en la vida de aquella mujer para conseguir aquel cambio radical?
La vecina de enfrente, aquella niña con quien jugaba a cocinitas me saludó entusiasmada de volver a verme. Ella seguía allí en su casa. Me explicaba, en una mezcla de alegría y resignación que me desconcertó, los cambios ineludibles en el acontecer de su existencia. Ya era abuela y después de un rato de conversación y recuerdos mutuos, no pude evitar la pregunta, era demasiado impactante para mí.
-Esa señora, la del marido redondito…
-¡Ah, sí! Mercedes…- me interrumpió mi vecina entendiendo a quién me refería.
-Sí, Mercedes- dije yo recordando entonces su nombre - ¿ha tenido un hijo siendo tan mayor?
-¡Nooo! Ese niño es adoptado… ¡No puedes imaginar cómo le ha cambiado la vida a esta mujer…!
No eran necesarios los detalles, su aspecto lo evidenciaba. Y recordé aquel día en el que la seguí al interior de la capilla. Pensé en las circunstancias cambiantes de la vida… ¿Había sido aquello un milagro, una respuesta del cielo a una súplica? ¿O era el resultado lógico de una decisión tomada a su debido tiempo y con sabiduría? Y volví a preguntarme, ¿hasta qué punto estaba Dios involucrado en aquel resultado?
No lo sabría nunca. Entré en la casa que me pertenecía, desangelada, solitaria. Aquello ya no era mío. La pondría a la venta. Los años no pasaban en balde. - MAGDA