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ImageShack.us LA CAJA DE NARCISOS
La veíamos al salir del Instituto, sentada en el suelo. A su alrededor, unas bolsas muy usadas con lo que pensábamos eran sus pertenencias y siempre apretada entre sus manos, una caja de metal, rectangular, muy bonita. Tuve que fijarme varias veces para verla detenidamente sin parecer impertinente. No era demasiado grande, tendría unos 25 centímetros de largo por 15 de ancho. Una cenefa ondulada, plateada, adornaba el contorno y en el resto de la caja, se veían, sobre fondo azul claro, semejante a un cielo, unos narcisos amarillos y blancos que parecían acabados de florecer. Yo hubiera afirmado que en su primitivo momento, estuvo llena de chocolatinas o galletas y aparte de porque era bonita, aquella caja me interesaba por el afán de la mendiga en no soltarla de sus manos, lo cual, me hizo preguntarme por su contenido.
-¿Qué va a tener dentro…?¡Dinero…!- dijo Eduardo, mi compañero de mesa en el Instituto, un día que comenté mi curiosidad – Estas viejas piden limosna pero las tías están forradas… tienen más cuartos que un torero- dijo despectivo.
La anciana mendiga, siempre ocupaba el mismo lugar junto a la pared que vallaba la escuela, mientras esperaba unas monedas en la caja de cartón que se veía a su lado. Tenía cierto aspecto digno e inexplicable. Era algo especial que emanaba de su persona, el aura, la energía… El cabello completamente blanco, se podría decir que relativamente peinado, rodeaba un rostro pálido de ojos muy claros, no sabía si eran azules o verdes porque apenas los levantaba de aquellas manos finas que sujetaban, como si fuera un tesoro, la caja de narcisos. Después de estudiarla durante varios días, llegué a la conclusión de que, aquella mujer, había sido, en sus tiempos, una belleza. Y este detalle incentivó mi curiosidad por la caja de narcisos.
Una tarde, a la salida del Instituto, cuando ya el frío se dejaba sentir, comenzó a llover. Los compañeros nos separamos cada cual hacia su destino. Unos se fueron en el coche con el padre que había venido a buscarlos, otros fueron a la parada del autobús y yo me dirigí a la estación del Metro más cercana.
Mientras caminaba, vi a la mendiga delante de mí e, instintivamente, aminoré el paso para observarla. Me fijé como se movía con dificultad, muy lentamente, y al bajar las escaleras hacia la estación de Metro, se agarró a la barandilla para ayudarse. Unos pasajeros presurosos me ocultaron su visión y, de pronto, oí los gritos y el revuelo. Me acerqué y en el suelo, junto a las puertas abatibles de entrada al andén, estaba su cuerpo. El guardia de Seguridad, llamaba por la radio portátil a su compañero y oí que decía: “Creo que está muerta. Da el aviso”
Sus bolsas permanecían junto a ella y de sus manos se escapó la caja de narcisos que a mí me pareció me la ofrecía. Mientras el Guardia intentaba poner orden para evitar el tumulto junto al cuerpo, aproveché la ocasión. Cogí la caja y la abrí. Me quedé sorprendida. Una rosa marchita, con sus pétalos rojos deshojados y secos, se encontraba en el interior junto a una fotografía antigua en tonos sepias donde se veía la imagen de un hombre con uniforme antiguo, -probablemente de la primera guerra mundial- y bigote de largas guías. Casi invisible, al pie, en el lado derecho de la foto, pude leer: “Para mi amada Ruth. Con todo mi cariño”
No sé por qué me la llevé pero no me pareció un hurto. Aquel recuerdo no debía morir, sino que debía perpetuarse en el tiempo. Todavía lo conservo entre mis cosas íntimas como evocación de un amor desconocido. MAGDA.