Si alguien nunca había actuado con mala intención o proferido una mentira, ése era el señor Ustariz. Un casi perfecto espécimen de eficiencia en contextura física y economía de características personales, predominando notoriamente lo mejor que uno puede encontrar de este lado de la existencia.
El señor Ustariz era de porte mediano, más bien tirando a pequeño. Delgado, estrecho de hombros y caderas. Vestido perpétuamente con zapatos mocasines negros, medias oscuras, pantalón gris, camisa celeste con cobata azul oscuro y el periódico, cuidadosamente plegado, debajo del brazo izquierdo. Su cabeza semi calva mostraba a toda hora del día, unos pocos cabellos plateados exactamente siempre del mismo largo y prolijamente aplastados hacia atrás. Su cara, con ojos grandes y tristes como los de un sabueso, siempre estaba perfectamente rasurada a excepción de un fino bigotito simétrico sobre su delgado e incoloro labio superior. Sus mejillas, de piel blanca y casi transparente, dejaban ver una ténue red de venitas azuladas y su cejo y su frente eran amplios, siempre distendidos, sinceros.
Todos los que tenían la fortuna de conocerlo, coincidían en que el señor Ustariz era un tipo fuera de serie, hecho de una madera lamentablemente discontinuada en esta época. Derecho, generoso, humilde, servicial y siempre de buen talante. Pero, por sobre todas las cosas, dotado de una honestidad a toda prueba.
El señor Ustariz parecía no tener edad. No aparentaba ser jóven ni viejo. Desde hacía muchos años que siempre lucía igual, con esa edad indefinida que iba tan bien con su personalidad de bajísimo perfil. Siempre había estado empleado en el ministerio y tomaba religiosamente los mismos colectivos de ida y vuelta, hacia y desde su trabajo. Los más despistados, sabían que un determinado día era sábado o domingo, porque él no se hallaba en la parada, esperando su transporte.
Con su esposa Olga y su hija Dorita, vivía en un vecindario agradable, habitando una casita linda y sencilla con un pequeño jardín al frente lleno de flores. Todos apreciaban en el barrio al señor Ustariz y su familia. Y todos sus antiguos compañeros de trabajo lo tenían también en muy alta estima. La única sombra en la simple vida del señor Ustariz era el progreso. Es decir, no el progreso en sí, pero la forma en que las nuevas generaciones encaraban las cosas en todo ámbito, especialmente en el ministerio.
La mentira, el incumplimiento de la palabra y la corrupción se iban infiltrando en todos los niveles y se estaban imponiendo como moneda corriente. Era muy dificil llevar a cabo sus tareas como lo habría podido hacer sólo unos pocos años antes. Incluso algunos de sus viejos compañeros habían mostrado una asombrosa debilidad para ceder ante la tentación de unos pesos mal habidos, a cambio de una inocente firma de habilitación o la aprobación de un permiso que en otros tiempos nunca hubiese podido otorgarse.
Pero el señor Ustariz tenía una sólida creencia, quizás un poco tonta para estos tiempos, pero inconmovible. Sabía que en este mundo no iba a dejar más legado que su ejemplo. Sabía que sus bienes materiales eran sólo los necesarios y que nada más podría dejarles a su familia y amigos el recuerdo de un gran tipo, un tipo recto y respetable. Y eso era muy importante para él. Era su razón de ser.
Los últimos años en el ministerio habían sido particularmente miserables para el señor Ustariz. Los antiguos compañeros que no habían hecho la transición a una moral más fláccida en pos de una billetera más gorda, habían ido aceptando de buena gana las ofertas de una jubilación prematura con todos los beneficios. Pero el señor Ustariz siempre quiso hacer lo correcto y con obstinación repetía que aún le quedaban cuatro años de servicios en su área de desempeño.
***La primer mentira de la que fue capaz, después de un tremendo conflicto interno con sus principios, fué cuando el señor Ustariz retiró los resultados del último exámen ginecológico que su esposa se había hecho, después de quejarse de repetidos e intensos dolores abdominales.
El doctor, que lo conocía bien, lo hizo entrar en su consultorio para explicarle que Olga padecía de cáncer uterino avanzado, cuyo revertimiento iba a ser muy dificil, si no imposible. Que haría todo lo posible dentro del alcance de sus medios, pero que debía estar preparado para lo peor.
Al llegar a su casa, miró a su querida compañera directo a los ojos y le dijo que no había motivo para preocuparse, que todo iba a estar bien después de un breve tratamiento intensivo con unos nuevos medicamentos, que si bien tenían algunos efectos secundarios un poco molestos, eran de uso común y de resultados garantidos. Que él permanecería como siempre a su lado y que cuando todo volviera a la normalidad, harían por fin ese viaje soñado a las Cataratas del Iguazú.
Olga falleció es un atardecer de esa primavera, tomada de la mano de su esposo, que nunca se alejo de su lado hasta el fin.
***El señor Ustariz, rompiendo la creencia popular de que no hay dos sin tres, tuvo el coraje de pergeñar una segunda y última mentira, cuando unos meses después de la muerte de su esposa, fue despedido de su empleo en el ministerio por incumplimiento de sus funciones. O eso al menos es lo que figuraba en el informe oficial. Porque todos allí sabían que el señor Ustariz se había transformado en un molesto grano en el trasero, que impedía la realización de mejores y más jugosos acuerdos donde ya se involucraba demasiado dinero y que tenía que ser removido sin más dilación. Nunca le dijo nada a Dorita, quien diligente, le seguía preparando la cena y la ropa todas las tardes.
El señor Ustariz continuaba saliendo y regresando a la misma hora de siempre, tomando los mismos colectivos, siguiendo su eterna rutina.
Fue realmente infortunado que su hija, al tener que realizar un trámite en el centro, adonde muy rara vez iba, llegara a Plaza Constitución, para encontrarlo allí, por pura casualidad, paradito bien erguido en la vereda, con un tarrito en la mano derecha, pidiéndole cambio a los transeúntes sin mucha convicción.
Dorita se llevo ambas manos a la boca, estupefacta e incrédula. Aunque su estado de shock no le impidió reconocer que, por lejos, el señor Ustariz era el mendigo más decorosamente vestido entre todos los presentes.