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AUTÉNTICA AMISTAD
Volví a cepillar mi melena rubia y lisa, la aireé con la mano dejándola caer suavemente sobre mis hombros y me miré en el espejo sin verme. Sólo pensaba en los sucesos de aquel último verano. Comenzaba un nuevo curso en el Instituto y también la rutina diaria. No tenía ningún deseo de ir a las clases, todo me resultaba indiferente: las compañeras, los profesores, las nuevas asignaturas... Nada me importaba. Pensaba exclusivamente en los pasados días de ocio y en la amistad surgida entre Aurora y yo, aquella muchacha con la que coincidía algunas veces en la escalera de nuestra vivienda.
Éramos vecinas, sin embargo, por esas situaciones inexplicables que suceden en el vecindario de un edificio en el que se ubican muchos apartamentos, nunca habíamos cambiado una palabra; pasábamos la una al lado de la otra, nos saludábamos con cortesía y, otras veces, aunque coincidíamos en el ascensor, nunca conversábamos; yo por cierta reticencia a ser comprendida y ella… no lo sé…, sólo me percataba de su mirada fija en mi persona como si me estudiara. Pero, aquel verano, surgieron encuentros imprevistos con los que se afianzaron unos lazos afectuosos que han perdurado durante muchos años.
La coyuntura fue nuestra común permanencia en los respectivos domicilios sin poder disfrutar de las vacaciones en otro lugar como acostumbraba a suceder en anteriores ocasiones. El edificio en donde ambas vivíamos, pertenecía a una urbanización rodeada de jardines por los que se podía pasear tranquilamente y sentarse en los bancos dispuestos para el descanso de trecho en trecho, que yo frecuentaba, bien en las tempranas horas de la mañana cuando los riegos proporcionaban una refrescante sensación al ambiente o bien al atardecer, en el momento en el que el sol declinaba ahuyentado el bochorno de los calores diurnos.
Aquel verano, en uno de esos paseos frecuentes por las veredas ajardinadas, la vi caminar solitaria. Al cruzarnos, tras el saludo cortés, surgió una breve conversación que inició Aurora pues la inquietud dudosa a su reacción si yo le dirigía la palabra, me mantenía frente a ella con una sonrisa silenciosa. El comentario fue sobre unas preciosas rosas que adornaban uno de los parterres y cuando le respondí, con una alabanza a la belleza de la flor, me miró agradecida como si aquel rosal le perteneciera y sin decir más, continuó su camino. Su actitud, causó en mí cierta decepción por haber desaprovechado la oportunidad presentada en aquel momento de confianza y me propuse no perder la próxima ocasión que se presentara.
Cuando, una tarde volvimos a coincidir, me saludó con un "hola" más afectuoso que el de costumbre y, así, se rompió el hielo que nos separaba. Yo respondí interesada en sus vacaciones, mientras, al mismo tiempo, daba una explicación sobre mi desacostumbrada permanencia en la ciudad durante los meses estivales. De esta manera, comenzó entre nosotras un diálogo que, esta vez, no estaba coartado por la desconfianza. Pude comprobar la sinceridad de Aurora, su demostración cariñosa hacia mí, y la expresión de su cara que sólo manifestaba espontaneidad, me llenó de una ternura inesperada.
La amistad se afianzó con rapidez y nos divertimos durante la prolongación de nuestras vacaciones en paseos por los jardines, acompañamientos mutuos a las compras encomendadas por nuestros padres y varios días, conseguimos, con alguna insistencia por parte de ambas, eso sí, le permitieran acompañarme a la piscina del polideportivo del barrio donde le ayudé a perder el miedo al agua y a dar sus primeras brazadas. Fue un verano diferente, entusiasmante y en el que no añoré el traslado a ningún lugar de veraneo. Cuando los días de asueto finalizaron, comprendí que ella era la persona idónea con quien podía mantener una auténtica amistad, esa amistad nunca encontrada en las clases ni en las excursiones, ni siquiera entre mis parientes. Aquella lealtad ofrecida por Aurora, sus demostraciones sinceras de afecto, su ingenuidad sin temor a un desengaño, su total confianza, nadie me la había demostrado nunca y pensé que, quizás, nunca volvería a encontrar otra igual. Pero todo se acabó. El otoño comenzaba y con él la separación. Yo retornaba a mis clases en el Instituto y Aurora a las suyas en la Escuela Especial.
Volví a observar mi melena en el espejo mientras evocaba el entrañable recuerdo, la aireé otra vez con la mano posándola sobre los hombros esta vez con más precisión, y salí de casa con mi carpeta bajo el brazo dispuesta a emprender la marcha diaria hacia mis obligaciones. Cuando llegué a la calle, la vi de pie, silenciosa, seria, esperaba el turno para subir al autocar que la llevaría hasta su destino. Unos cuantos muchachos delante de ella remoloneaban antes de incorporarse a sus asientos donde, algunos se negaban a ocupar su sitio. Otros miraban con tristeza a sus acompañantes familiares antes de abandonarlos y los más, parecían indiferentes o, tal vez, resignados.
Cuando subía el primer peldaño del vehículo, Aurora volvió la cabeza y me vio, intentó retroceder pero no se lo permitieron, la monitora tiró de ella y la acercó hasta su asiento. Se quedó de pie con las palmas de las manos apoyadas en la ventanilla mirándome con sus ojos redondos y tristes. El coche estaba lleno de jóvenes que, como Aurora, padecían el síndrome de Dawn, esos seres a los que la gente ha dado en llamar de manera peyorativa, subnormales.
Las puertas del autocar se cerraron y el coche comenzó a moverse lentamente. Aurora agitaba su mano en un gesto de despedida al mismo tiempo que presionaba su boca contra el cristal de la ventanilla reflejándose en él una graciosa mueca que, acompañada por el vaho de su aliento y la humedad de unas lágrimas que dejaba caer de sus ojos sin ningún control, me dieron la sensación de ver un pececito tras los vidrios de una pecera. Esta comparación me hizo sonreír y al hacerlo, en mi boca penetró un líquido entre amargo y salado. Fue entonces cuando me percaté de que yo también estaba llorando. MAGDA.