Capitulo 10 - Amantes
El pueblo fuera de las murallas del torreón, se parecía más a una pequeña metrópoli campirana, que un pueblo común y corriente. El ataque furtivo de las huestes de las furias, a las pequeñas aldeas al límite de las tierras oscuras, hizo que muchos pobladores se dirigieran a las grandes urbes de los campos, sobre todo aquellas que eran custodiadas por un castillo o fortaleza como lo es el torreón. Lo que otrora había sido un pequeño pueblito alrededor de la muralla hoy se extendía, en al menos un par de iter(1) de distancia.
Desde que Amivia había sido nombrada escudero del Dominus, su trabajo le impedía, estar con el suficiente tiempo libre para disfrutar de la compañía de Anriq. Pero, se las habían ingeniado para poder tener ciertos ratos libres, los cuales disfrutaban a hurtadillas en la ciudad, bajo la sombra de un perfecto disfraz.
Anriq, por su parte, había logrado persuadir a un viejo que tenía una casa con jardín cercana a la muralla, a vendérsela. El viejo, convencido que el guerrero era grandote, pero no muy inteligente se fue contento con su bolsa de monedas de oro, pensando en comprarse otra propiedad aún mejor. Lo que no sabía, era que ese guerrero además de ser un experto con las hachas, tenía el don de ver oportunidades. Y esta era una de esas, donde dejarla pasar, podía implicar perder la única instancia de compartir con su amor un lugar perfecto para ellos y, poder volver a su pasatiempo preferido, la carpintería.
La casa estaba bastante deteriorada, pero eso a él no le preocupaba. En cierta forma le recordaba aquellos años de su infancia donde compartía con sus padres y su hermana, aquella casita de los prados. Allí donde muchas historias se tejieron y, donde Anriq adquirió su habilidad en el uso de las herramientas de carpintería, sobre todo en las hachas, que luego se transformaron en armas con doble filo.
Podría trabajar para restaurarla, durante los momentos en que no estuviera en servicio. Logrando así, con algo de suerte, terminar la mayor parte antes del solsticio de Aldebarán.
Puso manos a la obra, esa misma tarde, comenzando por la sala principal, donde la gran chimenea de piedra era la gran atracción. Estaba cortando la madera que después utilizaría para terminar uno de los muebles de la sala, cuando en su cabeza, asomaron las imágenes del momento en que ese dragón rojo, le dirigía la palabra. Había oído historias que podían tener un contacto especial con sus jinetes, pero que hablaran abiertamente, nunca.
Por un instante mientras montaba sobre Lamar, pudo escuchar o pensó que había escuchado a Amivia comentar sobre su relación. Eso lo inquietó un poco, pero algo le decía que su secreto estaba bien guardado. La sonrisa de su amada, aquella tarde en medio de toda esa caterva de hombres y mujeres de armas, había sido una bendición. Siempre solían estar muy serios por la costumbre del servicio y además por tener que esconder su intimidad. Pero esta vez, todo era distinto. Los dragones sabían guardar secretos y el de ellos estaba incluso bendecido.
La chimenea le iba a llevar algo de trabajo, de la misma manera que creyó, que aprender a montar sobre un dragón y vencer su natural miedo a las grandes alturas, también lo sería. O por lo menos eso era lo que creía, hasta que Lamar remontó vuelo, tan alto y tan rápido; que no tuvo ninguna oportunidad de pensar seriamente en lo que estaba ocurriendo.
Jirones de nubes blancas, se desplazaban entre las alas desplegadas del ave de fuego. El aire puro, la sensación de tranquilidad que se vivía en cada instante, todo era increíble. Si eso era volar, Anriq quería ser uno de los afortunados.
Pero para ser Dragón de fuego, debía superarse ciertos escollos. Entre ellos, la caída libre y el vuelo de combate. Y Esa fue la parte que lo hizo pensar en sus pies sobre la tierra. Lamar debía forzar al límite a aquellos hombres y mujeres que ansiaban llegar a ser eso. Anriq, no era la excepción.
La primera caída libre, fue sin aviso, Lamar simplemente giro sobre sí mismo y plegó sus alas contra su escamado cuerpo. El jinete apenas pudo aferrarse del arnés de la montura. La sensación era navegar en un río furioso sin remos, sin salvavidas y, con una catarata delante, cuyo inexorable final serían las piedras afiladas bajo el agua.
Anriq, presionó sus rodillas sobre los costados de la montura, se asió con todas sus fuerzas al arnés y se dejó llevar por el dragón. La corriente era arrasadora, sentía que su propia piel se despegaba de su carne, cuando casi al llegar al suelo, Lamar volvió a girar, desplegando sus alas y en lo que pareció un descomunal esfuerzo, se elevó nuevamente hacia el firmamento de los campos. Dos, tres hasta cinco maniobras de este estilo fueron provocadas por el Dragón de la Fortaleza y, nada logró.
Durante casi veinte interminables minutos, Anriq supo lo que sería llegar a ser un soldado de élite, un dragón de fuego. Desde asirse de la montura sólo con las manos, hasta soltarlas y sostenerse con las piernas. Todo eso mientras Lamar giraba a diestra y siniestra, volaba a grandes alturas o en vuelo rasante donde casi se podía tocar el suelo. Incluso en unos acantilados secos al oeste del torreón, tuvo que desmontar de un salto, correr por el acantilado y volver a montarse después saltar por el borde del mismo acantilado.
Todo ese tiempo, sintió absolutamente todo lo que un humano es capaz de sentir antes de morir. Y sin embargo, sólo una cosa lo mantuvo firme. Amivia.
Aquel hombre, resistió en su montura. Aquel jinete de grandes proporciones, desmontó entero de su dragón al volver al Torreón. Caminó hacia donde había dejado sus hachas, tomo una de ellas y la levanto sobre su cabeza en señal de victoria. Aquella tarde, Anriq había vuelto a nacer, se había transformado en un Dragón de Fuego.
Ahora, casi un día después parado frente a esa chimenea, sabía que cualquier otra cosa que él quisiera realizar sería, simplemente sencilla. Incluso amar a Amivia sin tener que esconderse. Pero ese momento no había llegado. Aún.
Los tres días de descanso que les habían otorgado a aquellos que habían superado la prueba del vuelo, pasaron demasiado rápido. Pero al menos, tenía la satisfacción de terminar con las primeras restauraciones de la casa. Al menos, podía vanagloriarse de ser un soberbio carpintero.
Esa tarde, al caer Aldebarán tras las colinas del oeste y asomar las lunas gemelas de los campos, ella atravesó la gran puerta de madera, enfundada en un hermoso vestido de seda que resaltaba su figura femenina, cuyos ojos se posaron sobre el lustroso cuerpo de aquel hombre que estaba terminando de colgar un espejo.
-“¿Acaso, vive aquí un dragón de fuego?, pregunto una voz fuerte pero femenina.
Anriq giro sobre sí mismo, y con pocos pasos llego hasta la mujer. La tomo entre sus brazos y sin mediar palabra simplemente la levanto en vilo y la beso en la boca. Ella, rodeo su cuello con sus manos y se dejó llevar.
-“Ya no aguantaba más, han sido los días más largos de mi vida”, dijo Amivia mientras Anriq la dejaba nuevamente con los pies en el suelo.
-“Demasiado tiempo, amor”, contestó él.
-“Nada que no se pueda remediar”, dijo ella mientras paseaba sus dedos por esa amplia pechera, bien marcada.
Ambos sabían que al alba, deberían partir de nuevo hacia el castillo para entrar en servicio. Se sonrieron al pensar en la misma cuestión y simplemente dejaron caer sus vestiduras al suelo.
La cena estaba servida, la mesa puesta con varias velas prendidas. Pero nada de eso pareció importarles, pues la pasión del reencuentro hizo que todo lo que Anriq había planeado pasara a segundo plano. Simplemente, el amor pudo más que cualquier otra cosa. Quedando sólo la chimenea con leños suficientes para abrigar dos cuerpos desnudos entrelazados.
(1) del latín, iter: camino, periodo de marcha que expresa la distancia que una persona, a pie, o en cabalgadura, pueden andar durante una hora; es decir, es una medida itineraria.
El término ha sido extraído de Wikipedia en su referencia a la Legua como medida de distancia. Modificando las partes del texto para lograr el término exacto requerido. http://es.wikipedia.org/wiki/Legua
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