Hacía varios años que Ana y Luis venían postergando unas buenas vacaciones. Hubo esporádicas escapadas de fin de semana de las que volvían más cansados que antes de salir, entre lo ajustado del tiempo y las horas conduciendo en la ruta.
Pero esta vez era diferente. Lo habían estado planeando con bastante anticipación. Y a pesar que ambos eran de mediana edad y gustaban de disfrutar de las comodidades de un buen hotel, para ésta oportunidad habían coincidido en agregar un poquito de aventura a los días de descanso.
Eligieron como destino la parte norte de las serranías cordobesas, con sus maravillosos paisajes y su aire inmejorable. Eligieron el principio del verano, cuando los calores son un poco más tolerables y el turismo apenas incipiente. Y eligieron ir de campamento. Si señor. A comulgar con la naturaleza, sin las comodidades de la vida moderna ni tampoco sus inconveniencias.
Planeaban cocinar al aire libre, caminar mucho por la ondulada y bella geografia, descansar y leer en su sitio de campamento y hacer grandes fogones por la noche, que durarían hasta el amanecer, tomando mate y arrullándose a la luz de las estrellas.
Ambos sabían que se debían esas vacaciones. Con los chicos ya crecidos y estudiando en la universidad, el momento era justo. Unos años más y los achaques tornarían insoportables unos pocos días de campamento.
Luis sacó y desempolvó de un rincón olvidado del garage, la carpa, las bolsas de dormir, la mesita de camping con las cuatro sillas, los faroles de noche y todos los utensillos que habían adquirido años atrás, cuando esas salidas eran más frecuentes mientras los chicos fueron boy scouts.
Como en ese entonces, Luis redactó una lista muy detallada con todo lo necesario para pasar esos días lejos de la civilización y en la tarde antes de partir, entre mate y mate con Ana, la repasaron minuciosamente para asegurarse que nada faltaría.
El viaje fue tranquilo y sin apuro. Ambos disponían del tiempo suficiente e hicieron noche en un motel al costado de la ruta, cuando decidieron que habían cubierto la necesaria distancia para llegar al otro día con tiempo suficiente para armar el campamento.
Una vez llegados al área donde deseaban quedarse, buscaron por un rato un lugar entre los cerros que fuera razonablemente accesible con el auto. Maniobraron entre árboles y rocas hasta que dieron con una hondonada perfecta. Rodeada de grandes rocas, con un hilo de agua fresca que se escurría entre un pequeño lecho de piedras desde una cercana montaña y con un césped digno de un jardín inglés. La vista en todas direcciones era paradisíaca. Y lo más exitante era que no tenían que compartirlo con nadie. Por unos días sería sólo para el exclusivo disfrute de ambos.
Establecieron el campamento con pericia y el lujo de la lentitud que brindaba la sobra de tiempo. Descansaron de a ratos, tomaron mate y comieron galletas marineras. Al anochecer ya tenían todo listo para disfrutar del tan anhelado descanso. Luis encendió el fuego dentro de un círculo de piedras, asaron unos trozos de carne y bebieron un buen vino. Se cubrieron las espaldas con unas mantas abrigadas y así permanecieron hasta la madrugada mirando las brasas e intercambiando breves diálogos de vez en cuando.
Unos años antes, después de la cena, habrían corrido a la carpa para amarse frenéticamente hasta el amanecer. Hoy, si bien aún se amaban fisicamente, eran otros los sentidos exacerbados por la idílica situación. La sensación del aire fresco y puro, el olor a plantas y flores silvestres, la negrura absoluta de la noche salpicada por el indescriptible fulgor estelar y el íntimo, cálido contacto de sus hombros compañeros de muchas luchas y peripecias. Ana y Luis hubiesen querido congelar ese momento para siempre.
Al día siguiente despertaron tarde, descansados y con los cuerpos recargados de energía y deliciosamente oxigenados. Desayunaron ávidamente acompañados por un coro de pájaros multicolores. Anduvieron por las serranías, comieron donde los sorprendió el hambre y se empacharon la vista y el espíritu de escenarios maravillosos.
Llegaron exhaustos de vuelta al campamento casi al anochecer. Tomaron unas sopas instantáneas y casi inmediatamente se refugiaron en la calidez de sus bolsas de dormir térmicas. Al cabo de unos instantes, Ana susurró al oído de Luis:
- ¿Estás despierto bichi?
- Sí – contestó él con pereza – Estaba pensando en lo lindo que es todo esto... ¿Es lo que deseábamos, no?
- Sí bichi. Es lo que deseábamos. Pero, ¿Sabés? Mañana me gustaría que buscáramos algún lindo hotel en las cercanías.
- ¿Un hotel? – Repitió Luis como un eco incrédulo - ¿Acaso no la estamos pasando bien así como estamos? - Preguntó totalmente sorprendido por lo inesperado del requerimiento.
- Sí, sí, mi amor. Pero sólo por si fuese a llover. Para que no nos arruine la maravilla de estos días – le respondió ella muy suavemente.
- Ana, creo que vinimos debidamente preparados para toda contingencia y no creo que...
Ella lo interrumpió delicadamente, posándole apenas un dedo sobre los labios y le dijo – ¡Shhhhh! ¿Cariño, podrías describirme todo lo que ves?
Un poco confundido, pero dispuesto a defender su postura a favor de permanecer en el lugar, Luis suspiró profundamente y le respondió a su mujer con verdadera inspiración:
- Veo las imponentes sombras de los cerros a la luz plateada de la luna. Veo ese impresionante manto negro de la noche bordado de infinitas lentejuelas estelares y veo algunas ociosas nubes solitarias, cuyas formas juegan con la imaginación de mi mente...
- ¿Y me podrías dar una explicación lógica de porqué podés ver todas esas cosas hermosas en esta noche de verano? – inquirió Ana aún con ternura.
- ¿Porque es lo que tanto queríamos? ¿Porque se hizo realidad nuestro sueño tantas veces postergado? ¿Porque estamos juntos disfrutando de éste momento único e irrepetible? – respondió Luis al límite de su inventiva poética.
- No - Contestó Ana, fastidiosamente pragmática – ¡Podés ver todo eso porque nos robaron la carpa, perejil...!!!