Uploaded with
ImageShack.us UNA PUERTA VERDE
Me miré en el espejo por última vez antes de abrir la puerta. Coloqué en su sitio un mechón de pelo desordenado, estiré la falda rodeando mis caderas con las manos y con voz alta para que me oyeran dije un ¡hasta luego! al mismo tiempo que salía de la casa. El cambio, imprevisto por inesperado, me dejó sobrecogida. En lugar de encontrarme en el rellano pavimentado de gris de la escalera, estaba pisando las baldosas rojas de un porche en el que se veían unos rosales trepando por las paredes encaladas de lo que era un pequeño chalet. Mi mano, tersa y joven, sujetaba el pomo de una puerta pintada de verde que tenía, a cada lado, dos enormes tiestos en los que florecían unas hortensias azules de gran belleza.
Con gran esfuerzo, intenté ubicar mi mente en aquella realidad falta de coherencia. No podía entenderlo. Yo acababa de salir de un primer piso de la casa de Madrid donde vivía con mis hijos desde hacía más de treinta años. Mediaba el mes de Diciembre y estaba segura de haber cubierto mi cuerpo con un abrigo negro para resguardarme del frío invernal. Sin embargo, en aquel momento, mis brazos, ligeramente bronceados, se veían al descubierto, y un vestido veraniego, blanco, de amplia falda, era lo que vestía mi joven cuerpo de no más de veinte años. Era inaudito. Miré a mi alrededor para reconocer el lugar. Los recuerdos entrañables, surgieron en mi asombrada mente. Aquella era la casa que mis padres tenían en una ciudad del Norte, donde yo había vivido hasta mi matrimonio. ¿Qué estaba haciendo otra vez allí? Observé con incredulidad mis manos, mis piernas, mi cuerpo...¡Era una muchacha joven! ¡Lo mismo que entonces! Mi mano empujó la puerta pintada de verde que todavía sujetaba el pomo que debía de haber sido el de mi casa de Madrid y comprobé que estaba abierta. Del interior surgió el olor intenso y amado de la casa paterna. Olía a leche caliente, a pan reciente, a ese aroma característico que nos identifica individualmente. Olía a madre, a hogar...,y una profunda nostalgia de tiempos pasados, inundó todo mi ser.
La voz de mi madre que se escuchaba en el interior, me dejó más perpleja si cabe. Era la voz de una madre ya desaparecida, a la que yo había visto muerta en su ataúd y a la que había llorado hacía más de diez años. De manera incomprensible, la vi salir de la cocina, secándose las manos con el delantal, en un gesto muy suyo, mientras preguntaba de una manera retórica muy común en ella:
-¿Ya estás aquí?
Mi corazón latía descompasado mientras contemplaba su amada figura que continuaba diciendo:
-Otra vez ha vuelto a llamar por teléfono ese chico...Pedro ...dice que se llama... Insiste en hablar contigo. ¿Por qué no hablas con él? Respóndele. Parece un chico muy educado.
Pedro... ¡Me llamaba Pedro por teléfono!. Sí. A mi mente volvió la evocación de tiempos pasados cuando, aquel primer amor con el que deshice la relación por un mal entendido, insistía en contactar conmigo. Y recordé el lamentable resultado final de aquella situación. En aquel entonces, hice caso a mi madre, respondí a su llamada, pero fue para despreciarlo con la arrogancia de una inexperta juventud que no quiso admitir sus palabras de disculpa. La relación se rompió para siempre dejando en mi corazón herido un regusto de amargura que duró toda mi existencia. De mi carácter alegre por naturaleza, se apoderó una tristeza infinita que jamás me abandonó. Sin embargo, por alguna causa desconocida para mí, en aquel instante, el tiempo había retrocedido y la vida me daba una nueva oportunidad para poder cambiar el resultado de aquel suceso que condicionó todo mi futuro. Debía aprovecharlo, ahora podía enmendar el error cometido tanto tiempo atrás.
Abrazaba a mi madre con el infinito amor que da la seguridad de la pérdida de una compañía tan amada, cuando volvió a sonar el teléfono. Me apresuré a descolgar aquel auricular negro, de un aparato antiguo sujeto a la pared del salón. Me senté en el sillón de mimbre situado junto a la ventana cubierta de geranios, como siempre hacía cuando hablaba con él por teléfono, y al mismo tiempo que oía su voz cálida y querida, recorría con los dedos de la mano libre, el entramado de la mesita que hacía juego con los sillones, en un gesto rutinario de antiguas actitudes.
-Quiero verte- me decía tristemente- quiero que me perdones...
Volví a recordar mis rencorosas palabras de tiempos ya huidos y rectifiqué. Se me ofrecía la oportunidad de cambiar mi futuro. Era una última ocasión regalada por el destino. Con emoción contenida, respondí:
-Sí, Pedro... Nos vemos esta tarde a las cinco, donde siempre..., y hablamos. Ya te he perdonado ... Te quiero.
Coloqué el auricular en su sitio y sentí una inmensa paz dentro de mi ser. Mi futuro estaba reordenado. Me levanté. Despacio, me acerqué hacia la puerta de entrada. Sólo se oía el resonar de mis altos tacones al andar y el trajinar de mi madre entre pucheros en la cocina. Al oír mis pisadas, me dijo:
-¿Te vas otra vez, hija?
Le contesté con esa serenidad que sólo proporciona el convencimiento de los hechos bien estructurados:
-No, mamá. Sólo quiero tomar un poco el sol en el porche.
Abrí la puerta verde esperando sentir los cálidos rayos en mi rostro, pero, en su lugar, un frío y denso silencio me llenó de frustración. Mi mano, envejecida por infinidad de arrugas, sujetaba de nuevo el pomo de la puerta de mi casa de Madrid. Volví a la realidad. Tenía más de sesenta años y sabía que el amor de Pedro se había perdido en el tiempo a la espera de un perdón que nunca llegó.
Me arrebujé en el abrigo como si intentara arropar también aquel viejo recuerdo para que no se perdiera en el olvido y salí a la calle. Un viento helado amontonaba en la cuneta las hojas secas de los árboles. En mi alma existía un frío de muerte, un sentimiento profundo, sin nombre, primitivo. Un dolor que se expandía a través de cualquier existencia, a través de los siglos, parecía eterno...
Comencé a caminar abrazando mi cuerpo para luchar contra el viento. No podía olvidar aquel extraño incidente. ¿Por qué había sucedido? Pensé que, tal vez, era cierta la existencia de mundos paralelos donde se realizan otras vidas semejantes a las nuestras pero con resultados diferentes. ¡Quién sabe! Quizás yo estaba amando a Pedro felizmente en otro lugar situado un poquito más allá. En el éter. En un mundo paralelo.
En el fondo de mi corazón yo estaba segura de que aquella idea era sólo un deseo de mitigar el dolor de una felicidad truncada, aunque fuera en otro hipotético mundo...
Sentí como las lágrimas se helaban en mis mejillas. Me abracé con más fuerza apretando el abrigo negro sobre mi pecho y continué mi camino.