EL MISTERIO DE LA ERMITA DEL AHORCADO
(CUENTO)
Llegamos a la casa del pueblo agotados después de tanto viaje, pero como siempre sucedía cada vez que nos trasladábamos hasta allí en nuestras vacaciones veraniegas, el ambiente, el paisaje y el aire puro de las montañas, cambiaban el cansancio por una paz y felicidad imposibles de conseguir en cualquier otro lugar.
Mi hermano Roberto y yo sentíamos al llegar hasta aquellas montañas, una mezcla de aburrimiento y optimismo esperando surgiera un acontecimiento que diera entusiasmo a nuestros días vacacionales, aunque siempre volvíamos a la capital con la mente llena de aventuras incumplidas.
Aquel año, con los trece recién estrenados de mi hermano y a punto de cumplir yo los doce, los deseos aventureros eran más arriesgados y ambos estábamos dispuestos a que aquel verano no quedara en un aburrimiento total de juegos infantiles por los alrededores de los prados y los establos de las vacas.
En aquella casa de pueblo nos habían asignado una de las dos habitaciones del piso alto, la segunda era para nuestros padres. La estancia con suelo de madera, limpia hasta relucir aunque no estuviera encerada, tenía dos camas que a nosotros nos parecían de gigantes, donde un par de colchones (uno sobre otro) en cada una de ellas, de lana bien vareada y esponjosa, nos permitía dormir cómodos y calientes en las noches frías de aquel monte castellano, y un armario de tres puertas tan antiguo como las camas donde guardábamos nuestra ropa, las maletas y donde, incluso, algunas veces, cuando en los días de lluvia los juegos se limitaban al interior de la casa, nos encerrábamos en él para jugar al escondite, constituía todo el mobiliario.
Como digo, aquel año en el que ya nos creíamos los suficientemente mayores tanto como para correr una verdadera aventura, los juegos infantiles quedaron olvidados y comenzamos a idear la manera de entretenernos.
La orografía de aquel lugar era bastante abrupta. Situada la aldea en la ladera de la Sierra en el centro de un gran barranco por donde pasaba el río, entre bosques de robles, hayas y encinas, sabíamos de la existencia de un lugar donde se encontraba una ermita semiderruida a la que daban el nombre de "Ermita del ahorcado" y que no tenía precisamente muy buena fama. De ella se explicaba que en las noches de tormenta, se oían cantos amorosos, lamentos y aparecían luces misteriosas de las que nadie conocía su procedencia. Por supuesto, además del terror que a nosotros nos causaba acercarnos hasta aquel enigmático lugar, teníamos prohibido llegar hasta allí pues se contaba que en sus alrededores había un pozo de una profundidad desconocida en el que ya había caído más de alguna vaca y también su pastor, sin posibilidad de recuperar los cadáveres. Sin embargo, precisamente este peligro y esta prohibición era lo más atractivo para nuestra desobediencia y después de que pasaran las primeras semanas de nuestra vida en la casa, con las visitas correspondientes de los lugareños que nos abastecían de alimentos durante aquellos dos meses de asueto, algún paseo hasta el pueblo en un acompañamiento aburridísimo con nuestros padres para saludar a los conocidos asiduos veraneantes de cada año, Roberto y yo, decidimos averiguar lo que había de cierto sobre la ermita del ahorcado.
Aprovechamos un día en el que, en una de las reuniones "exclusivas para mayores", nuestros padres se trasladaron hasta el pueblo dejándonos al cuidado de Feliciano y María, los guardeses que cuidaban la casa durante nuestra ausencia. Sabíamos que el matrimonio, ya algo mayor, se fiaba de nosotros y que, también, tenían sus tareas obligadas con el cuidado del ganado y el campo, por lo tanto, no estarían demasiado pendientes de nuestras andanzas, así que nos hicimos unos bocadillos con unas rebanadas de pan y chorizo, un poco de fruta, sendas botellas de agua y con nuestras pequeñas mochilas a la espalda, salimos dispuestos a investigar.
-¡Felicianoooo! Nos vamos por el río a dar un paseo, no os preocupéis que llevamos algo de comer.
-Vayan con cuidado, señoritos, no se vayan a accidentar.
-No te preocupes, cuando nos aburramos, volvemos.
Y con estas palabras nos alejamos contentos, entusiasmados con nuestra estrategia. El río lo íbamos a dejar atrás y pensábamos ascender por la montaña hasta la horizontalidad, porque no se podía llamar meseta, donde se encontraban los restos de lo que llamaban la ermita del ahorcado.
El camino era hermoso, entre cascadas cristalinas que caían desde las montañosas rocas, riachuelos más o menos caudalosos que atravesábamos por puentes rudimentarios, alguno solamente era un gran tronco de árbol colocado horizontalmente sobre el caudal donde debíamos mantener el equilibrio si no deseábamos darnos un buen chapuzón, y escarpaduras que nos veíamos obligados a escalar no sin esfuerzo. El tiempo era claro y nos acompañó todo el camino hasta que, desde un altozano, descubrimos las ruinas de la ermita. Nos acercamos entusiasmados a comprobar sus piedras con la esperanza de encontrar no sabíamos qué misterio y cuando, absortos, observábamos el único muro sin derruir en donde la pequeña espadaña todavía conservaba una campana de bronce, oímos una voz que nos sobresaltó.
-¿Qué hacen ustedes por aquí jovencitos?
Nos dimos la vuelta para buscar al dueño de aquellas palabras y vimos, sentado al pie de un añoso manzano cuajado de níveas flores que nos había pasado desapercibido, la figura de un anciano con luengas barbas y sombrero de fieltro más viejo que él, el cual, con parsimonia, comía un trozo de queso rebanado con una navaja. Un poco alejadas, unas ovejas blancas pastaban tranquilas.
-¡Hola!- respondimos un poco asustados -estamos dando un paseo, vivimos en la casa de la ladera...-dijo mi hermano un tanto confuso y aclaró, supuse que para proporcionarse una seguridad a sí mismo y también darle esta impresión al forastero - donde Feliciano y María.
-Ah, ya..., ¿y no os habéis alejado demasiado?- continuó el pastor al tiempo que introducía en su boca un pedazo de queso.
-Queríamos ver la ermita...-dijo Roberto con algo más de firmeza.
-¡Ah, ya...- repitió el hombre y continuó comiendo- ¿Y conocéis la historia de esta ermita?
-No... Por eso hemos venido... Bueno algo hemos oído- dijo otra vez Roberto- y sabemos que por aquí hay algún pozo muy profundo en el que hay que tener cuidado de no caer.
-Allí está- dijo el viejo señalando con la navaja una parte del terreno detrás de las ruinas- ¿Veis allí donde se levanta ese roble? detrás está el pozo. No os acerquéis por allí porque es muy peligroso, a mi ya se me ha caído alguna oveja...
-¿Y por qué viene usted por aquí?- pregunté esta vez yo un poco curiosa, si era tan peligroso me parecía demasiado arriesgado acercarse con los animales hasta el lugar.
-Hay buenos pastos-dijo el hombre- y los animales son muy sabios, saben donde está el peligro y no se acercan, sólo los jóvenes, los inexpertos, son los que se exponen-hizo un silencio mientras terminaba de comer el queso, limpió la hoja de la navaja por ambos lados en el pantalón y la cerró metiéndola en un zurrón que tenía apoyado en el tronco del manzano junto a un cayado bastante usado.
-¿Os gustaría conocer la historia de la ermita? ¿Sabéis por qué se llama "del ahorcado"?
-Bueno...-dijo mi hermano- hemos oído decir que se oyen lamentos y se ven luces, sobre todo en las noches de tormenta.
-Luces y lamentos...-dijo el hombre como para sí. Luego nos miró con unos extraños ojos que no sabría describir y nos ofreció una manzana, al tiempo que nos decía:
-Sentaros, mientras me hacéis compañía os explico la historia.
No tuvo que repetirlo, con las piernas cruzadas, arrancando a mordiscos la pulpa de la manzana que nos pareció de lo más jugoso, nos dispusimos a escuchar la historia de la ermita.
"Hace ya un tiempo inmemorable, cuando sólo había por estos lugares un par de casucas, algunas vacas y el monte entero para ellas, vivía un pastor de ovejas que, enamorado de una linda joven a la que amaba mucho, hija de un poderoso caballero que se negaba a dar el consentimiento para su matrimonio puesto que ya le tenía apalabrado un esposo, hijo de un acaudalado hacendado, escaparon de la ciudad al monte para poder vivir juntos una vida feliz. La joven pareja se escondió entre los bosques para que nadie los encontrara y vivir allí su amor sincero, pero el padre de la joven, después de buscarla con ahínco, encontró la cabaña donde los amantes se refugiaban e intentó convencer a su hija para que retornara al hogar paterno. La joven se negó rotundamente pero, una noche de tormenta, de esas tormentas negras que sólo se ven por estas alturas, el caballero fue a por su hija y tomándola por la fuerza escapó con ella. El joven esposo, enloquecido al ver como apartaban de su lado al amor de su vida, los persiguió sin descanso. El caballero huyó a uña de caballo y cuando la espesura del monte y la negrura de la tormenta lo ocultó de la vista del enamorado, éste roto de dolor, clamó al cielo su rencor en una queja ante ese Dios que permitía le robaran lo más amado. Fue en aquel momento cuando un poderoso relámpago iluminó la escena y vio como el padre de la joven junto con su caballo en el que llevaba en brazos a su hija, se hundían en un abismo mortal que el rayo abrió en la tierra.
Demudado, el joven volvió grupas hasta su cabaña y al día siguiente, recorrió el lugar del accidente sin encontrar rastro de lo sucedido pero el dolor de su soledad era tan grande que cada día se acercaba hasta el mismo sitio para hablar con su amada que, transformada en luz brillante, surgía de una hendidura de la tierra para acompañar a su esposo. Se dice que el joven, consumido por su pena, un día decidió ahorcarse colgándose de un árbol para así, poder permanecer eternamente al lado de su amada pero al intentar colgarse, la cuerda, misteriosamente se rompió, la tierra se abrió y desapareció tragado en sus abismos. Poco a poco, aquella hendidura se fue transformando en un pozo que daba un agua clara del que surgían cantos de amor que sólo podían escuchar quienes de verdad estaban enamorados. Pronto comenzaron a crecer alrededor del pozo unos hermosos manzanos con unos frutos jugosos que nunca se pudrían y corrió la voz por todo el contorno de que, quienes los recogían, permanecían unidos de por vida. A partir de entonces llegaban hasta allí los jóvenes que se amaban para confirmar su amor. Por esta causa se decidió edificar una ermita donde las parejas que peregrinasen hasta el lugar pudieran unirse en matrimonio en aquella pequeña iglesia que acabó llamándose "La ermita del ahorcado”.
Con el tiempo, la gente dejó de creer, los manzanos se marchitaron, el pozo dejó de dar agua clara, se secó y la ermita se fue derrumbando sin que nadie cuidara de ella.”
Roberto y yo, escuchábamos embobados la historia y el viejo pastor nos miró sonriente diciendo:
-Claro que esto es una leyenda... la verdad no la sabe nadie... pero todas las leyendas tienen algo de cierto y nunca se sabe donde empieza y termina la realidad.
Unas nubes de tormenta comenzaron a tapar el sol y decidimos volver a casa cuanto antes. El viejo sacó unas hermosas manzanas de su zurrón y nos entregó un par de aquellos frutos jugosos a cada uno de nosotros que guardamos en nuestras mochilas.
-Siempre que tengáis algún problema, unir estas cuatro manzanas y encontraréis la mejor manera de solucionarlo. No lo olvidéis... y siempre permaneceréis juntos.
Guardamos la fruta en nuestras mochilas y después de agradecerle su historia, iniciamos la vuelta a casa, muy satisfechos de nuestra aventura.
Cuando por la noche llegaron nuestros padres y Feliciano y María preparaban la cena, les explicamos nuestras andanzas.
-¿Un viejo pastor de ovejas en la ermita del ahorcado? ¿Y un manzano? - dijo extrañado Feliciano y mirando incrédulo a su mujer continuó- os habéis equivocado. Yo conozco a todo el que anda por aquí además de que todos tienen vacas y quizás... alguna cabra... no hay ningún pastor de ovejas por estos lares... ni tampoco manzanos, ni los ha habido nunca… sólo encinas y robles…, algún lugareño les ha tomado el pelo señoritos...
Tuvimos que encajar la regañina de nuestros padres por habernos alejado tanto de la casa y haber corrido un peligro innecesario, pero nosotros nos sentíamos muy orgullosos con aquella aventura vivida aunque todos creían eran fantasías de niños.
Los años hicieron cambiar nuestras costumbres y nuestro lugar de veraneo. Roberto y yo crecimos y dejamos de acompañar a nuestros padres en las vacaciones y así el tiempo pasó pero nunca olvidamos las palabras de aquel anciano misterioso. Ahora, cuando Roberto o yo necesitamos resolver un problema, nos reunimos, charlamos de la ermita del ahorcado, recordamos al viejo pastor y juntamos las manzanas como nos dijo aquel día lejano cuando nos las entregó. Se conservan frescas como recién separadas del árbol y el perfume es tan intenso que tarda todo un día en desaparecer pero siempre, siempre, el problema que nos acucia, se resuelve... aunque, no sabemos por qué. Creo que lo más importante es la manera mágica de que mi hermano y yo, jamás perdamos nuestro contacto y el recuerdo del misterio de la ermita del ahorcado, perviva…, aunque sea una leyenda.