Mi padre había venido a la capital, con la familia a cuestas, huyendo de la miseria del interior de la provincia. La opinión popular generalizada era que aquí era mucho mas fácil conseguir un trabajo y establecerse. La realidad era que sólo un porcentaje minoritario lo lograba y el resto, los que soportaban estóicamente la mera supervivencia y aceptaban resignadamente la destrucción de sus sueños, vivían día a día con toda la gama de penurias imaginables. Los demás, los que no lo soportaban, volvían a su lugar de orígen, donde preferían soportar la miseria de entrecasa.
Por varios días, mi padre salía temprano por las mañanas a buscar trabajo y volvía casi al anochecer. Cuando regresaba, mi madre le preguntaba ansiosa si había conseguido algo y el sacudía la cabeza gacha, negando. Así se fueron consumiendo los pocos pesos que habían logrado juntar para esta aventura. La realidad de nuestra grave situación era angustiosa, hasta que un día, papá salió temprano como de costumbre y ya no volvió esa tarde, ni las que siguieron.
Mamá, recuerdo esa noche, no lloró ni gritó. Fue casi como si lo hubiese estado esperando. Hundió la cabeza en el pecho y se sumió en un estado catatónico. Yo creo que estaba paralizada simplemente porque no tenía la menor idea de que hacer o adónde ir. La situación la desbordaba ampliamente al punto que, siendo muy chico, tuve que subsistir en esos días con galletitas de agua y lo poco que podía encontrar en los pequeños estantes que estaban por encima de nuestra hornalla. Me pasaba mucho tiempo observando a mamá, tirada en el catre, sin saber yo mismo que hacer.
Una tarde en que estaba sentado en el patio, mirando el vacío, bastante sucio y hambriento, conocí a Dedeé. Digo la conocí porque hablé por primera vez con ella. Ya la había visto varias veces, vestida llamativamente, sobrecargada de maquillaje y perfume. Pero mamá por alguna razón, me prohibía acercarme a ella o a alguna de sus compañeras más jóvenes que ocupaban dos habitaciones en la planta baja sobre el frente de la casa.
Dedeé se acercó a mi en el patio, quizás atraída por mi desfavorable aspecto o mi tristeza, con dos bocaditos Holanda en la mano. Se sentó a mi lado, me acarició el pelo revuelto y distraídamente me dió uno de los dulces mientras me decía:
- Daniel, ¿verdad?
- Sí..., muchas gracias.
Entonces muy suavemente y sin aparente curiosidad empezó a conversar conmigo. ¿Cuántos años tenía? ¿Había empezado ya la escuela? ¿Tenía otros hermanos? A esas preguntas de formalidad siguieron muchas otras a las que yo, sintiéndola tan amigable y receptiva, contesté sin reservas.
Allí se enteró entonces del abandono de mi padre, del estado de mi madre y de nuestra desesperada situación general. Mientras me iba sonsacando información, siempre con postura abstraída, me dió el segundo bocadito que también devoré con ganas. Estuvimos así charlando poco más de una hora, cuando se levantó muy despacio, como meditando, me dió una palmadita en el hombro y me pidió que la acompañara.
Al principio no sabía que hacer. Mamá me había prohibido acercarme a ella, pero mamá no estaba ahora en condiciones de hacer cumplir ningún mandato y yo me sentía muy solo. Además Dedeé no me dió la opción de elegir, me agarró de la mano y me condujo derecho a su habitación. Allí estaban sus dos compañeras a las que ella nombró como Rita y Angela, le pidió a la primera que me preparara un café con leche con pan y manteca, mientras se apartó con la otra hasta la puerta, hablándole bajito todo el tiempo. Yo sabía que estaban hablando de mamá y de mí, pero no me importó. Después de unos minutos, Dedeé me pidió que me quedara un rato con sus dos amigas mientras tomaba mi merienda. Ella volvería pronto.
Continuará...SIGUIENTE