Las chicas fueron muy buenas conmigo y hasta lograron alegrarme un poco haciéndome bromas y jugando conmigo. El lugar olía a desinfectante y todo estaba ordenado y límpio. Las camas prolijamente hechas y las cortinas planchadas y almidonadas.
Al cabo de un rato largo, Dedeé volvió a entrar en la pieza con un paquetito bajo el brazo y con un aire de triunfo y satisfacción, me dijo:
- Daniel, te quedarás con nosotras por un par de días. Sabés que tu mamá no anda bien y hasta que ella se reponga estarás aquí con nosotras.
- Pero..., no sé, necesito preguntarle a ella si me da permiso.
- Por eso no hay problema. Ya estuve hablando con ella y me dió su permiso. Acá te traje ropa límpia para que te bañes y te cambies. Sólo van a ser dos o tres días nomás.
Todo lo que pasó luego de esa tarde no lo tuve bien claro hasta mucho tiempo después, por boca de mamá. Dedeé al verme tan desanimado, sucio y solo por horas en el patio, concluyó que algo andaba mal y vino a preguntarme que pasaba. Al enterarse de nuestros problemas y después de dejarme con las chicas en su pieza, fué a verla a mamá que estaba echada en la cama y con quien muy trabajosamente conversó por un largo rato. Al ver su estado de desánimo y apatía casi total, decidió hacerse cargo momentáneamente de mí. Habló con Doña Fermina, la encargada del conventillo, a quien ya le debíamos una semana de alquiler, para explicarle la situación y aplacar así un poco la presión para ponernos al día. Más tarde volvió a la pieza de mamá, a quien obligó a levantarse, acompañó hasta uno de los toilettes, como ella los llamaba, y la hizo tomar un largo baño de inmersión. Después la llevó de vuelta a la habitación, le preparó una sopa liviana y le dió un tranquilizante para que pudiera descansar bien esa noche.
Yo estuve tres días con ellas, durmiendo en un colchoncito a los pies de la cama de Dedeé y vi como todos los días, con obstinada resolución, ella iba a ver a mi madre con la que permanecía largo rato, varias veces por la mañana y la tarde, llevándole alimentos y lavando y planchando nuestra ropa, hasta que mamá comenzó a emerger de su anestesia anímica.
Al cabo de esos tres días volví a nuestra pieza y sentí como al principio mamá me trataba muy dulcemente, como con verguenza y me abrazaba más a menudo que de costumbre. Me explicó que ahora que estabamos solos ella debía salir a trabajar, que Dedeé conocía al dueño de una tienda a pocas cuadras de allí, quien le debía algunos favores y que seguramente le podía dar un empleo. Además, durante las horas que ella estuviera ausente, yo me quedaría con Dedeé y las chicas.
Así fue como muy de a poquito nos recuperamos de nuestra casi mortal caída. A mamá le gustaba el trabajo y gracias a la aparente enorme influencia de Dedeé sobre el dueño de la tienda, ganaba un sueldo digno. Unos meses después yo empecé primer grado en la escuela del barrio y a partir de ahí, un riguroso sistema de horarios. Por la mañana temprano desayunaba con mamá y luego caminábamos juntos hasta la puerta de la escuela, que por suerte estaba camino a su trabajo. Allí nos despedíamos hasta casi la noche. Después del mediodía, Rita o Angela me venían a buscar y la rutina era almorzar, dormir una hora de siesta, hacer los deberes, jugar un buen rato con los otros chicos del conventillo, tomar la leche e irme a bañar para esperar a mamá. Cuando al anochecer de cada día nos reuníamos para cenar, hablábamos de los pormenores de nuestro día, y, con bastante regularidad, nos atrevíamos a soñar planes para el futuro.
Continuará...SIGUIENTE