animalSON Escritor activo
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| Tema: El Test de Klausbenteen (Tres) Jue Jul 23, 2009 12:41 am | |
| El Test de Klausbenteen (Tres)
Thomas Klausbenteen nació siete años después de Jonathan, seis años después de Alicia, cinco años después de Bruce, cuatro años después de Chris, tres años después de Billy, dos años después de Rod, y un año después María, en una época en que por lo visto, no existía buena difusión de métodos anticonceptivos.
Por incontables generaciones, la familia de su madre había vivido allí. Y al igual que gran parte de la población de los proletariados, nunca habían tenido mucho dinero. Ni siquiera poco.
Su padre había inmigrado en carreta desde una zona rural muy lejana. Y pocos años después de establecerse conoció a su madre, con la que se casó y tuvo a su primer hijo casi simultáneamente.
Los niños Klausbenteen nacieron todos en enero, a excepción de Thomas, que rompiendo con la regla salió al mundo un primero de febrero a las exactas cero horas. O al menos tan exactas como podían serlo los informes de la época. Las enfermeras y el doctor perdieron profesionalismo ante el asombro que demostraron, al ver a Thomas salir riendo de su madre. Nunca habían visto algo así, un bebé, aún con el cordón umbilical colgando, riendo a carcajadas –carcajadas de bebé- con los ojos repletos de curiosidad. Pero así fue como fue, esa nevada madrugada del primero de febrero.
Los salarios que pagaban en la factoría Linterman eran ridículos. Pero el ochenta por ciento de los padres del barrio carenciado que allí trabajaban, poseían un promedio de cinco hijos cada uno, y para acallar los pequeños estómagos, acallaban también sus protestas e iban a trabajar con la cabeza gacha las doce horas diarias. Y el padre de Tom no era la excepción.
Tom y sus hermanos dormían en un dormitorio de pocos metros cuadrados, sus padres en el otro, y la habitación restante de la casa se prestaba para todo lo demás que un hogar con ocho niños pudiera necesitar. El gobierno de turno era muy ingenioso: enviaba a los desempleados a construir casas para los pobres, y así, valiéndose de la sinergia solucionaban ambos males. Estas pequeñas casitas mellizas que inundaban los barrios proletariados, carecían de cualquier tipo de belleza arquitectónica, comodidad o ergonomía. Estaban diseñadas de forma tal que, cuando hiciera frío, la sensación térmica fuera menor en el interior que en el exterior, o cuando lloviera, el techo permitiera el agua filtrarse sin dificultades, incluso la alentaba. Ni siquiera mascotas necesitaban los habitantes, pues los ratones abundaban, y se presentaban como simpática compañía. Y éstas eran sólo algunas de las maravillas de la ingeniería proletaria.
Pero la familia Klausbenteen no se quejaba, o al menos el pequeño Tom no lo hacía. No sólo que no se quejaba, sino que con sus ya dos años de edad no emitía sonido alguno, y su hermosa sonrisa parecía indicar su conformidad constante. Esta condición del niño Thomas, pasó de ser, una ventaja para sus padres, a una preocupación para su madre, al ver que al cumplir cuatro años el chico seguía sin interés de dialogar.
-A ver pequeñín, siéntate aquí –dijo el doctor a Tom mientras lo sentaba en una camilla de poca higiene –Dice tu mami que no quieres decir nada –el pequeño le miró fijo sin borrar jamás la gran sonrisa, y luego volteó para observar a una enfermera que realizaba sus actividades enfermeriles. Al notar la falta de resultados, el doctor optó por utilizar sus dotes de sicólogo –Bueno Tom ¿Así te llamas no? ¿Te gustaría comer este dulce? –dijo ahora mientras agitaba, cual péndulo de hipnotista, un pequeño caramelo frente a su rostro. Pero Thomas miraba ahora a su mamá, parada en un costado del consultorio.
-¿Lo ve doctor? ¿Entiende lo que le digo? Ha estado así desde que nació. Siempre riendo y sin decir nada, como perdido en un mundo de fantasías. Me preocupa realmente –atacó la madre a esperas de respuestas.
-Bueno señora… Klas… tabiquen. El niño no parece enfermo. Los resultados de los análisis están bastante bien. He de suponer que se trata de algún problema sicológico. Tal vez por causas de malnutrición a temprana edad. Le recomiendo visite a un sicólogo o siquiatra, de seguro podrán ayudarlo mejor que yo.
En los hospitales públicos no había sicólogos, y una consulta a uno privado equivaldría a setenta platos de sopa, un lujo que el padre de Tom no se daría; que a decir verdad apenas si recordaba que tenía un hijo llamado Tom.
-Lo siento señora… Klaus… terburguen –le comentaba alzando las tupidas cejas el director de la escuela básica –Pero su niño no se adapta a las… exigencias mínimas de esta institución. Le sugiero que le enseñe algún oficio. Sí, eso sería lo mejor para el pequeño –continuó.
Y a pocos meses de cumplidos siete, ese fue el primer y último día de Tom en la escuela primaria.
A sus ocho años, el joven Thomas Klausbenteen ya estaba hecho todo un muchachito. Su sonrisa lo distinguía en un barrio donde sonrisas no era lo que abundaba; mejor dicho, nada era lo que abundaba. Y sus ojos, qué decir de sus ojos. Brillaban de noche y de día, un brillo pocas veces descubierto en ojos humanos. Un brillo de fantasías, de ensueños, de esperanza. Su rostro reflejaba un futuro prometedor a cualquiera que se aventurara a mirarlo fijamente. Pero su padre no era una de esas personas, y lo que de verdad le disgustaba, era su incapacidad para comunicarse por habla, y por ende, para trabajar.
Y así, todo marchó como marchó. Hasta la mañana del primero de febrero, día en que Thomas alcanzaba sus nueve años de vida. Ese mismo día, luego de veinte años de fabricar arados manualmente, la factoría Linterman se modernizó. Arribaron desde lejanas tierras orientales, cinco robots de ciencia ficción, que realizaban la tarea de cien hombres, y en un cuarto del tiempo. Ahora la fábrica sólo necesitaba seis empleados: uno para encender y apagar cada robot, y uno para barrer. Por ello, el padre de Tom, junto con otros noventa y nueve hombres, fueron indemnizados y devueltos a casa por tiempo completo.
Tom pensaba que le iban a dar su regalo de cumpleaños. Pues esa medianoche, su padre los llevó, a él y a sus dos hermanas, a dar un largo paseo bajo las torrenciales y heladas lluvias. Atravesaron bosques, montes, y hasta un río. Y unas horas después, al acercarse a una vieja mansión en la cima de un cerro, su papá desapareció sin dejar rastro. Si hubiera sabido, Tom hubiese leído “Orfanato Adamasen” en la placa dorada junto a las gigantescas puertas de bienvenida.
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