La cocina de la pensión parecía la de una casa de familia, impresión que se disipaba al observar el abigarrado grupo de mujeres sentadas a la mesa.
Estaban desayunando, pero cada una lo suyo.
Doris, de unos sesenta largos, tomaba mate y comía galleta marina de una bolsa que tenía a mano. Había ejercido la prostitución durante gran parte de su vida. Se presentaba a sí misma como: “trabajadora sexual retirada”. Todavía conservaba algún antiguo cliente que la buscaba para conversar, más que por sus servicios. Hoy tengo que ver al veterano. Es buen loco. Es raro que estos tipos no tengan con quién hablar: su mujer, sus hijos o algún amigo. A veces ni entiendo de lo que me hablan. Total, mientras paguen, pensaba Doris.
Era huésped fundadora de la pensión, lo que le daba cierto aplomo. Tenía puesto, sobre el salto de cama de seda polyester, un sacón grueso y calzaba pantuflas y medias de lana. Recién levantada, estaba maquillada de modo grotesco con un trazo grueso de delineador bajo la línea inferior de pestañas, las cejas remarcadas con el mismo lápiz negro y los labios pintados de rojo chillón. Llevaba el cabello estilo pillete, teñido de rubio.
Sentada frente a Doris, María Pía tomaba un té con galletitas dulces. Vestía pollera recta de color gris, un buzo de lana bordeaux y botines de taco ancho. Por único adorno llevaba una cadena dorada con un crucifijo.
Era maestra. Tenía edad para jubilarse, pero continuaba ejerciendo. Si bien decía que seguía trabajando porque la jubilación era aún más magra que el sueldo, en realidad tenía miedo a la inactividad. Podría haber concursado para un puesto de Dirección, le sobraban méritos, pero le gustaba enseñar y el bullicio de la clase.
Vivía en la pensión desde que había quedado sola , tras el fallecimiento de su madre. No se había casado y el cuidado de su madre enferma y los alumnos llenaron su vida. Peinaba el abundante cabello entrecano, en una melena corta. No usaba maquillaje y sus grandes ojos castaños, de mirada dulce y tierna de cervatillo, eran su característica más marcada.
Sentada a la cabecera de la mesa, Sonia revolvía con lentitud su taza de café con leche, como ensimismada.
Había llegado a la pensión con su hijo Damián, ahora de trece años, huyendo del marido que la maltrataba. Venían de una linda casa y una vida desahogada desde el punto de vista económico. Durante años había soportado el maltrato psicológico y hasta físico de ese hombre.
Una noche, en que había llegado borracho, intentó pegarle a Damián. Más tarde, mientras comprobaba en el espejo las señales de los golpes recibidos, ya sea porque hizo un “clic” o llegó al nivel de saturación, Sonia tomó la decisión de dejarlo.
Comprendió que estaba obligando al niño a vivir en un ambiente nocivo. Puso un poco de ropa en una valija, tomó en brazos a su hijo envolviéndolo en una manta y se fueron mientras el tipo dormía la mona.
Fueron tiempos duros. Nunca había trabajado porque su marido quería que se dedicara a la casa, cuando ella balbuceaba como al pasar, que le gustaría trabajar, le decía:
̶ Si no sabés hacer nada ¿en qué vas a trabajar? ¡Claro!, querés calle.
Hacía uso del método de sometimiento más viejo y eficaz, destruir la autoestima del otro. No lo había inventado, era de uso corriente en campos de concentración, cárceles, orfanatos, lugares de trabajo...y también hogares.
Los padres de Sonia habían muerto cuando ella era muy joven, por ese motivo contaba con la pasividad de su papá, que había sido bancario. Ese dinero fue de gran ayuda sobre todo en los primeros tiempos. Ahora estaba divorciada y le llegaba, por retención judicial, un porcentaje del sueldo del padre de Damián.
Era una linda mujer, de cerca de cuarenta años. De cabello claro, suavemente ondulado y ojos verdes, tenía un aspecto frágil. Estaba vestida con un pantalón de pana gastado y una campera de jogging. A pesar de su indumentaria humilde, se notaba que no pertenecía a ese lugar.
̶ Lindo día para ir a tomar solcito a la rambla -dijo Doris mientras hacía rezongar la bombilla.
̶ ¿Qué le pasa a Damián que no se levanta, se sentirá mal? -dijo Sonia mientras dirigía su mirada ansiosa a la puerta de la habitación que compartía con su hijo, visible desde la cocina.
̶ No se preocupe, con este frío es natural que se le peguen las sábanas -la tranquilizó María Pía.
̶ Estuve pensando que entre las tres podríamos comprar una heladera chica. En la de la pensión no se puede dejar nada porque te lo usan y ni siquiera te avisan.
̶ No es mala idea, Doris, pero el dueño no permite electrodomésticos en las habitaciones. Los otros huéspedes no tienen por que pagar un consumo mayor de energía por nuestra comodidad -dijo Sonia.
̶ En invierno no extraño tanto la heladera, pero detesto tener que compartir el baño con personas que no tienen hábitos de limpieza -suspiró María Pía.
̶ Es cierto, cuando Damián o yo necesitamos utilizar el baño, repaso todo con agua Jane. ¡Quién sabe lo que nos podríamos contagiar.
̶ Si yo no me contagié nada, con la vida que llevé -dijo Doris riendo.
Damián entró a la cocina bostezando y frotándose los ojos.
̶ Hola -dijo con una voz que fluctuaba entre la de niño y una más grave, de hombre.
̶ Buenos días, mi amor. ¿Te abrigaste bien? Anoche tosiste un poco.
̶ Ufa, ma! Estoy bien, ¿me hacés la leche?
̶ Claro, corazón. Te compré bizcochos -dijo Sonia mientras prendía la cocinilla a gas y ponía leche a calentar- Acercate el azucarero amarillo y el tarro de café soluble.
̶ Mañana tienes escrito de matemáticas, ¿verdad? -preguntó María Pía mientras acariciaba la cabeza rubia del joven- si quieres te ayudo a estudiar cuando vuelva de la escuela.
̶ ¡Buenísimo!, me pudren las matemáticas, no chapo nada “mal” -se quejó Damián.
̶ Son estos profesores de hoy en día, que no saben enseñar -dijo María Pía.
̶ Yo nunca estudié, pero no me equivocaba al cobrarle a los clientes. También, si cobraba de menos, el Tito encima me fajaba. ¡Menos mal que decía que me protegía! -intervino Doris, riéndose de sí misma.
̶ Doris, por favor, está el chico presente -la atajó María Pía.
̶ No me haga reir, maestra, los gurises de ahora no se asustan de nada. Cuando nosotras vamos, ellos vuelven -contestó Doris.
̶ Ay, Doris, es muy chico. ¡No me asuste con sus insinuaciones! -protestó Sonia.
̶ M’hija, no lo quieras criar en una burbuja. No va a estar pegado a tus polleras toda la vida -contestó Doris, en tono “canchero”.
̶ ¿A qué hora entrás? –preguntó Sonia a su hijo, cambiando de tema.
̶ A las once y cuarto, tengo tiempo. Pensaba salir temprano para ir caminando al liceo -dijo Damián.
̶ ¡Ni se te ocurra! Está lleno de planchas que esperan a que caiga un candidato para asaltarlo. Pueden lastimarte para sacarte la ropa o la mochila -casi gritó Sonia.
̶ No digas pavadas- se impacientó el muchacho-no me va a pasar nada. Me olvidé de contarte que el otro día me pareció ver a papá.
̶ ¿Dónde? ¿Te siguió? ¿Sabe que estamos acá? -esta vez sí gritó.
̶ Ni me vio... además no estoy seguro de que fuera él -contestó fastidiado.
̶ Por favor, ¡no puede saber dónde vivimos! - dijo Sonia con voz temblorosa.
̶ Cálmese, querida -dijo María Pía con dulzura- No pasará nada. Sé que la amenazó, pero son cosas que se dicen. Hace mucho tiempo que se divorciaron, no puede guardarle rencor todavía.
̶ Usted no lo conoce...usted no lo conoce -repetía Sonia como enajenada.
̶ Tranquila, m’hija, siempre llevo una navaja. Dejá nomás, que si entra acá va a tener que vérselas conmigo -dijo Doris.
Sonia estaba desarticulada, como una marioneta.
̶ ¡Ma, no hagas un drama! Si se acerca a nosotros, llamamos a la policía y se lo lleva. ¿Vos crees que quiere ir en cana? -intentó razonar Damián.
María Pía acompañaba a su habitación a Sonia, que había comenzado a llorar, tomándola por los hombros.
Damián tomó la mochila y salió de la pensión como si estuviera incendiándose. Era chico cuando su madre lo sacó de la cama para abandonar la casa. Recordaba, como en un sueño, los gritos del padre y el llanto de su madre. La quiero pila, se jugó por mí, pero cuando se pone así no me lo banco. No sé que hacer, como ayudarla y salgo rajando, se decía Damián.
Bueno, me voy a vestir que tengo que encontrarme con el veterano, pensó Doris, mientras se dirigía a su habitación.
Cuando, ya acicalada, pasaba llave a su puerta, María Pía salía de la habitación de Sonia y Damián.
María Pía pasó revista a su aspecto: botas de taco alfiler, pollera corta y una campera de cuero abierta sobre una blusa ajustada que sugería el contorno de sus grandes senos con los pezones marcados por garbanzos colocados uno en cada copa del soutien.
̶ ¿Se le pasó un poco? -le preguntó Doris, aludiendo a Sonia.
̶ Sí, le di unas gotitas de homeopatía que me hacen muy bien y la dejé adormecida... pero no es vida la suya.
̶ Lo peor es que cría al chico con miedo -dijo Doris- En fin, salgo un rato.
̶ Sí, yo también me tengo que ir a trabajar. Hasta luego -dijo María Pía pensando que, camino de la escuela, pasaría por San Pancracio a pedirle por Sonia... y por Doris, también.
A pesar de lo que le tocó vivir, conserva valores. Es solidaria. Sería bueno contar con una heladera para las tres, a lo mejor se le puede ofrecer al dueño un poco más de dinero por el gasto de electricidad -pensó mientras entraba a su habitación y tomaba su portafolio y chaquetón.
Volvería pronto, para ayudar a Damián con las matemáticas.