Recuerdo las ganas que tenia de irme para el otro lado, jamás había dejado mi casa pero no tarde mucho en tomar la decisión de irme a los Estados Unidos harto de la pobreza, de niño crecí con la ilusión de que mi suerte cambiaria con el pasar de los años, se fue el tiempo, la esperanza y mi niñez, un día bajo el más ardiente sol trabajando de seis a seis en el campo de cultivo de mi padre se me metió esa idea; irme al norte, al gabacho, allá donde se hace dinero fácil, donde el dinero se recoge del suelo según cuentan.
- estás loco hijo, decía mi mama al hacerla participe de mi nueva idea.
- está muy lejos, además allá no conoces a nadie, aquí vives bien, no tienes dinero pero nunca te falta que tragar, allá solo Dios sabe que te espera, y luego dicen que los gringos odian a los Mexicanos. Yo dije: -¡Pero mama!. esos son inventos de madres como tú que no quieren que sus retoños se vayan para allá, yo iré y veras que regresare forrado de morralla,- mi padre nunca protesto, nunca vio con buenos ojos el que siguiera con ellos teniendo 24 años, mis tres hermanos se casaron a la edad de 20 así que yo llevaba 4 años viviendo como autentico estorbo, el apreciaba y trataba mejor a Pancho, su burro, por lo menos a él nunca lo despertaban a las 5 de la mañana y lo mandaban por la leña, me pareció ver la sonrisa oculta entre sus labios delgados el día en que dije mi nueva aventura.
- ¡Por mi puedes largarte al fin del mundo si se te da la regalada gana!, no me gusta verte aquí, los demás te ven y se ríen, soy menos abuelo porque no me has dado ningún nieto, así que si quieres irte a probar suerte puedes recoger tus trapos y largarte hoy mismo, - eso fue lo que dijo.- no era precisamente lo que necesitaba oír, pero por lo menos tenía su permiso para dejar su casa y olvidarme por un rato de trabajar más que un burro ayudándole a recoger la cosecha agachado de sol a sol hasta sentir que la cintura se me desprendía del cuerpo.
Se me salió el corazón por los ojos el día que deje mi tierra, sentí como si mis manos echaban raíces en la espalda de mi madre cuando la abrace por última vez, no dejaba de llorar.
- que Dios te bendiga hijo -, me dijo cuando le dije adiós según por última vez, mi padre solo me miraba, no dijo nada, vi como regresaba a acostarse en su hamaca, nada lo perturbaba, no había rastros de nada r en su frente gastada de tanto amanecer, ni en sus ojos, todo el parecía de piedra, solo dibujo una leve sonrisa como diciendo:” no sé porque no has ido”.
Después de viajar amontonados en la redila de una camioneta, estibados uno sobre el otro como si fuésemos piedras o madera por fin llegamos a la frontera, rodeado de tanto paisano es tan fácil compartir los sueños, conocí a muchos de la región en que nací, de pueblos vecinos y otros de lugares que nunca había escuchado, sentados, compartiendo el hambre y las ganas de librarse de la pobreza, vaciando las penas entre platicas de lo mucho que duele dejar en casa familia, amor y muchas cosas mas que mi padre se encargo de que yo no conociera. La primera noche en la frontera todos dormimos como troncos, envueltos con nuestros trapos, acurrucados por todas partes, regados, roncando como cerdos, soñando con la buena suerte que hay cruzando el desierto.
- ¡¡ayúdame paisa!!, ¡no puedo más!, ¡ayúdame!, ¡¡agua!!, decía uno de la larga fila mientras sus pies se hundían en la arena de las dunas, caminando en hilera, casi nadie volteo, teníamos advertencia de no quedarnos atrás a ayudar corriendo el riesgo de ser abandonado,
- ¡no sean así!, ¡ayúdenme!, no puedo mas, dijo y cayo embarrando su cara sudorosa entre los granos hirvientes, me miro, cerró los ojos, el sol nos castigaba con sus látigos ardientes, sudando como pedazos de hielo frente al fuego seguimos avanzando; mojados como el hielo que probábamos una vez al año en la feria de la región. Cabizbajos, cansados, con las manos puestas sobre nuestros botes llenos de agua, más valiosos que todo el oro del mundo nadie se detuvo a ayudar; después de caminar a lo largo del día descansamos en la noche, hambrientos, sedientos, espantados de tanto sol y de ver como uno de nosotros se había quedado atrás.
- esos zopilotes que vieron en la mañana tienen banquete para unos días, -dijo uno de los polleros,- nunca pasan sed de tanto mojado que desayunan.
Nos esforzamos por sonreír, sentados frente a la fogata masticando trozos de comida como si el mundo se fuera a acabar, comiendo apresuradamente, nos miramos, nadie tuvo nada que comentar, ni tiempo hubo de mirar las estrellas o la luna, solo dormir.
Después de desayunar lo poco que teníamos guardado empezó nuestra marcha rumbo a los dólares, cuesta mucho ganarlos pero cuesta mucho mas llegar, dos días de hundir los pies en el desierto, dos días de sudar arrepentimiento, siempre a dos o tres pasos de ser comida para buitres, o costal para las rabietas de los de la migra, avanzando lentamente casi como si el sol nos arrastrara entre tanta arena sin mar, jalándonos, secándonos, exprimiéndonos así como exprime a tanto cactus y nopal espinoso que abundan por esos lugares áridos donde solo crecen espinas y serpientes, el cementerio perfecto para el campesinado que huye del hambre, huyen de los terrenos verdes para terminar ahogados entre tanta sequedad.
Cinco años trabajando doble, ahorrando cada billete verde, fui el amigo fugitivo de esas noches etílicas tan comunes entre los que viven lejos de casa, después de llegar lo más difícil es encontrar donde pasar la noche, el trabajo lo encuentras en cada esquina pero el cuarto si que cuesta, había oído del odio que le tienen los gringos a la mano de obra que cruza la frontera, creía que solo era parte de las mentiras que los padres celosos inventaban para evitar que los hijos se fueran, pero una vez estando por estos suelos ya no te cuesta mucho, si bien no todos te ven con malos ojos, hay personas que tienen un buen corazón y siempre quieren saber mas de la tierra que abandonaste, con ellos la cosa esta al revés, tienen un interés especial por nuestras tierras, son los toques irónicos de la vida, los de allá quieren trabajar en suelo güero, y los gringos quieren conocer cada pedazo de México, los que si te odian y te lo demuestran con la cara no son los más blancos, sino los morenitos que tuvieron la fortuna o la mala suerte de nacer de este lado, uno piensa que entre ellos te vas a sentir como en casa, y de cierto modo casi lo lograron, solo que mi padre no me decía frijolero y tampoco se me iba encima entre palabras que te hacen sentir vergüenza del suelo en que te toco nacer, cada que los veo caminar en la calle siento algo de coraje, como si un fuelle dejara fluir aire y brasas en mi sangre, pero también me dan lastima, están vacíos, no tienen raíces, no tienen ni un solo tronco en que aferrarse, no son de aquí, ni son de allá, tienen nombre gringo o apellido de por allá; de México, están como muertos sin saber a qué lado pertenecen, solo entre ellos se aceptan, se burlan de los indios que llegan a diario, y también ves como los güeros se burlan de ellos.
El tiempo se fue rápidamente, tuve algo de suerte al no caer entre los campos donde se cultiva el tomate, salí de casa para no saber nada del campo así que lo último que deseaba era eso, en casa solo agarraba el jabón para bañarme; aquí lo empecé a usar desde el primer instante que entre a trabajar al restaurante donde tenía que lavar una torre de platos que siempre me recordaba a los cactus del desierto, sembrados, olvidados del agua entre la inmensidad de las dunas y del cielo. Cinco años matándome en los dobles turnos, gastando las manos entre platos y tarjas, escalando hasta llegar a ser el encargado de la cocina, de los muchos compañeros de viaje solo a uno seguí viendo, eran tres, y la última vez que los vi fue en una noche fría de invierno, ellos corrían y yo me quede escondido en un bote de basura, todo por huir de la migra, me recordó las veces en que cazábamos ratas en la casa con mis hermanos, riéndonos como locos con palo en mano aplastando al primer roedor que pasara, así reían ellos.
Casi logre mi sueño, de cierto modo tenía muchos ahorros y un día me decidí regresar al lugar que me vio nacer, volver a casa después de tanto tiempo sin saber de mis padres o de mis hermanos, cruzar para México es más simple, nadie te pregunta nada, si bien todos te ven con algo de extrañeza, nada que ver con la última vez que camine por sus calles, si alguno de ellos me viera tiempo atrás seguramente se sorprendería de los cambios; los zapatos desplazaron a los huaraches de cuero, mis pantalones de manta terminaron en el bote de la basura justo después de ser contratado, es más, ni el sombrero se salvo, todo termino en lo húmedo de esos recipientes de plástico, me sentí como víbora que cambia de piel, como si al estar en suelo extranjero me librara de todas esas cosas que me rodeaban desde el momento en que nací, como si el campesino se enterrara entre los residuos de comida y chatarra, me compre una camioneta y emprendí el regreso a casa, al nido que abandone cuando me harte de ser un nadie, hice valer las veces en que un vecino de Guatemala me enseño a manejar, mis pies solo sabían de burros y de carretas, de cerros, de surcos, fue algo complicado pero los pedales se volvieron como mis suelas, llegue a aprender algo de ingles, si supiese leer y escribir el español tal vez hasta pudiera leer en ingles pero a mi padre la escuela le parecía como el lugar donde los hombres se vuelven flojos, sentados entre bancas, esperando a que suene la campana que indique la salida, en el trabajo aprendí a escribir algo de español, nada más.