La leona herida
Asistió primero a la brutal y rapidísima cacería del búfalo, él sabía bien que muy pocas veces los leones se atreven con ese poderoso ungulado, pero en esta ocasión la manada estaba hambrienta y las crías no encontraban ya apenas leche en las ubres de las cazadoras, tanto tiempo sin lluvia estaba convirtiendo la subsistencia en la sabana en una batalla diaria a cara de perro, las leonas tenían un aspecto lastimoso, la piel marcando las costillas y los huesos perfectamente visibles en los ijares; rodearon lentamente en número de quince a un búfalo retrasado, de gastada cornamenta y mirada desvaída cuya vejez había ya transformado el antaño trote sobrado, cuello alto, y testuz orgullosa en un cansino avance que no permitía interrupciones para seguir el ritmo de la manada.
Cinco de las cazadoras, las que aún conservaban algo de fuerza, cortaron diligentes en semicírculo la distancia que separaba al búfalo de la cola del rebaño, los más cercanos de la manada patearon furiosamente el suelo girándose una y otra vez hacia atrás como advertencia, pero las leonas les ignoraron dejando que su distancia fuera aumentando, el resto de ellas rodeó los flancos de la víctima y, cuando la soledad del bóvido respecto a sus compañeros marcaba ya claramente la separación entre zona de muerte y zona de vida, una leona hizo el primer amago de ataque.
Fue la señal.
Su vista apenas podía seguir toda la serie de movimientos, rápidos y combinados, los ojos del búfalo saliéndose de las órbitas, dos felinos habían saltado sobre su lomo y permanecían allí, a pesar de las contorsiones feroces, agarradas como garrapatas inmóviles, garras y dientes hundiéndose en el cuero polvoriento, el resto de leonas lanzando zarpazos y retrocediendo de inmediato ante las cornadas y coces desesperadas de la víctima, el peso de las dos primeras conquistadoras detuvo pronto el intento de carrera hacia la manada y la sangre que comenzaba ya a encontrar fuentes de salida en el morro, las ancas, el vientre, consumaba velozmente la labor de desgaste, el bóvido estaba ya trastabillando y eso resultó dramático para una leona que, detrás de él, se confió en exceso y consideró llegado el momento de saltar sobre sus ancas para acompañar a sus dos compañera y terminar de tumbar al enorme animal. Justo en el momento del salto, el búfalo sacó fuerzas de flaqueza y lanzó su última coz, que le hizo perder ya definitivamente el equilibrio y caer para ser devorado vivo, pero su casco alcanzó de lleno a la leona, rompiéndole la quijada y lanzándola a varios metros, y cuando se levantó del suelo manaba sangre por la boca y en el charco que en pocos segundos apareció junto a su cabeza varios molares e incisivos amarillentos pagaban el precio de un accidente de caza. La leona caminó cojeando y sangrante hacia el revoltijo de compañeras bajo cuyo amasijo apenas se podía distinguir el extremo de un cuerno en otros tiempos amenazante, pero cuando llegó al festín no pudo hacer sino dejarse caer al suelo respirando dificultosamente, y escuchar como la vida lanzaba broncos gritos largos y quejosos desde los pulmones de la víctima, mientras pedazos de ella iban entrando, chorro de sangre y carne palpitante y caliente en las fauces de las leonas. Cuando varias de ellas rasgaron con sus cuchillos mortales el vientre de la víctima, ya tumbada de lado, para introducir sus cabezas en el amasijo de intestinos y vísceras humeantes, el ronquido se fue haciendo cada vez más breve, ronco y resignado.
Pero la leona herida sabía que nada de aquello iba a ser para ella y esperó, tumbada y buscando una condición respiratoria que encontrase posibilidad de funcionar sin causarle aquel tremendo dolor en la quijada y los belfos, por los cuales la sangre no dejaba de salir, bien que con menor virulencia y formando poco a poco una costra que al tiempo que le hacía aún mas difícil la toma de aire, cerraba un tanto la salida al fluido vital y hacía acudir presurosas a las moscas, tábanos y demás verdugos martirizantes.
Cuando el festín estaba ya finalizando y las cazadoras se movían despaciosamente ya por el lastre de sus estómagos, los buitres encontraron la indiferencia suficiente en ellas para poder acercar más sus saltitos macabros hasta los restos del búfalo, y entonces la leona herida se aproximó, temblando de dolor a cada avance, para ver de conseguir algún despojo que pudiera pasar directamente al estómago sin necesidad de la labor destructora que su boca no podía cumplimentar.
El sol, en lo mas alto, semejaba sin embargo tan cercano, abrasándolo todo, hiriendo con su llamarada el sensible morro herido que todavía goteaba pausadamente. El resto de la tribu se estaba ya alejando en busca de sombra protectora donde digerir, larga siesta de reparación, satisfecha renovación de células en decadencia, vida que reposaba en calma ante la tregua de indefinida duración.
La leona herida vio como se distanciaban y su ánimo no bastó para intentar seguirlas más que unos pocos y dolorosos pasos, su pie quebrado eludía el mínimo contacto con la dureza del pedregal y la fatiga acumulada en los esfuerzos para conseguir unos lametazos en trozos de piel sanguinolentos en su parte interior pudo más que el instinto gregario y aplastó su cuerpo contra el suelo ardiente.
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Luego, cuando varias horas más tarde, el ocaso llegó portando una, al menos aparente, capa de compasión para la vida, bajaba ya el sol hacia la línea amarilla y lejana, llegaron las hienas. Desde lejos habían olfateado la vertical del vuelo en círculo de buitres y demás carroñeros y, ya cubierta la mitad de la distancia, habían visto la mancha en tierra de los pocos que todavía rebuscaban entre los restos, estiraban dos picos un pedazo de tripa disputando irritados los últimos despojos, dormía inquieta la leona herida, lanzando breves rugidos, entre el sueño de queja y rabia, contra el invisible enemigo que clavaba dientes de fuego en su morro y su pata quebrada.
Despertó con los crujidos de huesos machacados, poderosísimas mandíbulas abriendo la osamenta que los buitres habían abandonado blanca y pulida para sacar la preciada médula de su interior. Risas aisladas, sardónicas, el sonido aborrecido del más temible rival territorial, dentelladas al aire cuando un competidor se acercaba demasiado, perfiles sombreados de pelaje hirsuto moviéndose con rapidez y llenando la cercanía. Eran muchas, y la leona comprendió que su manada se había ido lo bastante lejos como para que su más odiado enemigo, la hiena, campara sin temor por sus respetos.
Entre las luces serenamente menguantes del ocaso, la leona herida vio como los bultos de cuello inclinado hacia el suelo, cabezas bajas y miradas rastreras se iban acercando con precaución e interés. Se produjo un intercambio de funciones, los cánidos más alejados levantaban la testuz olisqueando el aire de los alrededores para prevenir la presencia, que hubiera sido lógica, de otros leones cercanos; los más atrevidos, a poca distancia ya del felino, estiraban el hocico en busca del olor de sangre que les asegurase su creciente esperanza de que estaban en presencia de un enemigo herido. Conversaban, mientras, entre ellas de forma entrecortada y jocosa, como regodeándose de la previsible y deseada venganza. Carcajadas histéricas respondieron, bien que con cierto retroceso prudente, al rugido que la leona, sacando fuerzas de flaqueza, intentó teñir de poder amenazante. Pero volvieron a acercase nuevamente, en movimientos rápidos a veces, cautelosos en ocasiones, vigilantes siempre.
Finalmente convencidas ya de su tremenda suerte, el adversario poderoso y atávicamente odiado, generaciones de odio avieso y creciente, y ahí estaba, solitario y débil ante su ventaja numérica, los ladridos sonaban a risa y las risas sonaban a ansiedad perversa y compartida, no se trataba ya esta vez de alimento para sus cuerpos solamente, también para sus almas malévolas y llenas de odio, envidia hacia la fuerza y el poder, que representaba aquella figura tendida y lamentable cuyo rugido iban a convertir en maullido aterrorizado entre todas, las hienas se pasaban la lengua por los labios y practicaban crujidos de mandíbulas ansiosas por destrozar, adelantando el placer de su odio satisfecho, giraban ahora en círculos cada vez más estrechos, lanzaban destellos los ojos amarillos en la oscuridad que iba difuminando su peludas figuras de líneas que descendían sin interrupción desde la altura de sus cuartos traseros hasta el hocico babeante que rozaba el suelo, la leona lanzó un zarpazo con su pierna delantera sana y dos demonios silenciosos esquivaron sin dificultad mientras otro tres atacaban en respuesta los flancos del felino, que se revolvió rugiendo todavía hacia las atacantes, para ser inmediatamente enganchado su cuello por la parte superior, dos tenazas se introdujeron bajo su piel y el movimiento violento de su cabeza no consiguió desprenderlas, abrió inútilmente las fauces desprovistas, la masa tumefacta de su hocico recibió entonces una nueva presión de dientes afilados y abrasadores, una hiena volaba de lado a lado sin soltar la presa de acuerdo con los movimientos enloquecidos de la cabeza de la leona y todo el grupo completo de los cánidos se lanzó al ataque sin dejar un centímetro del cuerpo felino sin morder. Oyeron al fin, tras generaciones de intensa espera, de paciente espera, el deseado maullido indefenso, lloroso, gimiente, casi infantil y una oleada de felicidad malsana se apoderó de todo el grupo de atacantes, redoblando sus mordiscos en orgiástico placer, conversando excitadas entre ellas las fieras, ya es nuestra, no os la comáis deprisa, hagamos durar el momento, el ocaso ya estaba quedando atrás y la noche dejaba a la luna redonda que desde lo alto iluminase de blanco la escena, como un foco circular que a falta de sudario ilustrase la escena del horror y la muerte, que no era esta vez muerte que daba vida sino expiración última del poder que daba paso a la expiación culpable de la envidia y el odio.
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Se sintió partícipe por razón de morbosidad, que era también y en cierto modo complicidad con la horda asesina, con su malevolencia y rencor. Se había mantenido quieto, mirando, sin hacer nada, sin intervenir... voluntariamente espectador solidario del terror y la miseria del verdugo convertido en víctima indefensa.
¿Por qué?
Encendió un camel del placer de la aventura y se contestó a sí mismo ¿y por qué no? Los documentales de la segunda cadena eran francamente buenos y él nunca había dejado de soñar, pequeño y canijo como era, que cualquier noche de luna llena varios vecinos del barrio se apostasen con él tras las esquinas del suburbio en espera de que apareciese, solitario y medio borracho, el matón del barrio que les tocaba, al pasar ante ellos, el pecho y el culo a sus mujeres, sonriendo con prepotencia.
Ya satisfecho, agarró el mando a distancia y cambió de canal.