Vuelvo a esta saga para terminar la historia de Lisa y Gray, espero que os guste el principio del fin de Salitrea... o al menos, de esta trilogía, quien sabe si aparece una novela . Disfruten. Las entregas anteriores se encuentran en las primeras páginas de relatos.Leyendas de Salitrea I: De vuelta al hogar
Henry Shepherd salió del edificio, corriendo, pero se paró súbitamente al notar mi presencia. Su rostro reflejaba ira, provocada por el miedo que le inducía. Su ropa estaba sucia, empapada de sangre y resquebrajada por múltiples puntos. Miró hacia arriba. Se encontró con algo que no esperaba; un cielo granate, plagado de algodones sangrientos. Parecía desesperado, así que disfruté del momento.
Paso a paso, me fui acercando a él, mientras me observaba, sin saber qué hacer. Sabía que su momento había llegado. Al estar a un metro de él, sacó la escopeta y disparó… Pero fui más rápido que él. Di una gran zancada y desvié el cañón hacia arriba, perdiéndose la bala en la infinita herida del firmamento. Le partí el brazo, arrojé la escopeta a un lado y le empuje al suelo. Mientras se sujetaba el brazo, profirió un grito de dolor y comenzó a arrastrarse, alejándose de mí. Armada con la daga de mi madre, me dispuse a darle fin a su vida.
*****
“Salitrea ha sido destruida a causa de un terremoto”, decían los periódicos nacionales. Mi ciudad natal había sucumbido a la fuerza de la naturaleza, dejándome sin hogar, sin padres, sin mujer. Tuve que empezar de cero. Por suerte todavía me quedaba mi hermano, Alex, que vivía en un pueblo llamado Shepherd Green´s, a veintitrés kilómetros de Salitrea. Gracias a su apoyo, pude superar la pérdida de mis seres queridos y rehacer mi vida. Ahora, vivimos los dos juntos en su casa, tenemos unos empleos decentes y hasta ha conseguido una novia. Mis ojos ya están secos; han pasado siete años…
— ¿Qué ponen en la tele? —preguntó Alex, somnoliento.
—Nada interesante, yo que tú iría a dormir —respondí, medio bostezando—. Yo me acostaré en unos minutos.
—Vale Henry, hasta mañana.
Alex desapareció detrás de la puerta y la cerró. Yo me hallaba tumbado en el sofá, viendo el final de una película, “Trece Fantasmas”. Al aparecer los créditos, apagué el televisor y me dispuse a dormir. Entré en mi habitación, me acosté en la cama y apagué la luz. Poco a poco, fui relajándome, cerrando los ojos. Me dormí en cuestión de minutos.
Al abrir los ojos, me encontré con el techo de la habitación… Pero no la mía. Notaba la solidez del metal bajo mi cabeza. Al levantarme, observé a mí alrededor. Me encontraba en una habitación vacía; las paredes eran de metal y poseía una única salida, una puerta a mi espalda. Sin pensármelo dos veces, la abrí.
Un largo pasillo se extendía a mis pies, del mismo metal que las paredes. No se divisaba el final, con lo que daba una sensación de falsa claustrofobia. Avancé por él, cada vez más deprisa, esperando llegar a un final incierto. Llegó un momento en que las paredes, gradualmente, empezaban a oxidarse. En el momento en que adquirieron un tono podrido, llegué al extremo del pasillo, donde había otra puerta, más deteriorada que la anterior. Al abrirla, un paisaje oscuro y tenebroso me esperaba. Sobre una colina solitaria, observé, atónito mi ciudad, mi hogar… Salitrea. Pero estaba cambiada, no era el sitio cálido que yo recordaba. Las calles no tenían vida, los edificios estaban vacíos y el gran bosque se hallaba falto de animales. La ciudad entera poseía un tono grisáceo, sin vida. Pero lo más sorprendente era el cielo; una noche infinita sin estrellas y la niebla que cubría la zona, espesa y escalofriante.
— ¿Es esto real? —me pregunté a mi mismo— ¿No estoy en un sueño?
Me di una bofetada a mí mismo y noté la sensación ardiente del dolor. ¿Cómo he llegado aquí? Lo último que recuerdo fue acostarme en mi cama, en mi casa de Sheperd Green´s. Debía de ser cerca de medianoche.
Miré a mi espalda; el pasillo había desaparecido y en sustitución había un horizonte vacío, desprovisto de ningún elemento que alterara mi visión. Mi instinto me pedía huir, pero parecía que no había nada más aparte de la ciudad. Decidí investigarla, así que, lentamente, fui bajando la colina, atento a cualquier signo de vida.
Al llegar al primer edificio y notar lo densa que era la niebla, pensé en avanzar con cuidado; no sabía lo que me deparaba esta ciudad fantasmal.
— ¿Hola? ¿Alguien me escucha? —pregunté, esperando una respuesta que me tranquilizase. Pero no llegaba.
Decidí ir a la casa de mis padres, que se encontraba cerca de mi ubicación. Rodeé la ciudad por las afueras y llegué a una pequeña urbanización. La hierba de los jardines no se movía, ya que no soplaba viento alguno. Las casas parecían deshabitadas y abandonadas, pero no me desanimé. Alcancé la casa de mis padres y me fijé en que la puerta de la entrada se hallaba entreabierta. Extrañado, entré y la cerré a mis espaldas. Todo se encontraba justamente como recordaba, lo cual me reconfortaba.
— ¿Papá? ¿Mamá? ¿Hay alguien en casa?
Recorrí las habitaciones de la primera planta; el salón, la cocina, la sala de estar, pero no encontré a nadie. Subí las escaleras y registré el cuarto de mis padres y el baño. Solo una habitación me quedaba por ver. Al entrar a mi cuarto, recuerdos dulces, de tiempos mejores, acudieron a mi mente. En este dormitorio, Alex y yo vivimos muchas cosas. Éramos buenos hermanos, o al menos, lo mejor que podíamos ser. Cuando me despertaba en mitad de la noche, asustado por una pesadilla, él me ayudaba a calmarme con una linterna que siempre llevaba a mano… Abrí sus cajones y allí la encontré, se adaptaba perfectamente al bolsillo de mi chaqueta, así que la coloqué y encendí. Por fortuna, funcionó; un haz de luz se proyectó en las ventanas donde apuntaba.
Insatisfecho por mi búsqueda, me dispuse a abandonar la casa cuando oí unos pasos, provenientes del salón. Al bajar y llegar a éste, observé una figura sentada en una silla, mirando a las ventanas. Llevaba su pelo recogido en un sencillo moño y vestía con una camiseta y una falda, propias de los años cincuenta. A mi madre siempre le gustó vestirse así, incluso siendo joven. Si no me fallaba la memoria, ahora mismo debía de tener cincuenta y cuatro años. Me acerqué a ella y observé su rostro. Era como recordaba, pero parecía un fantasma; su mirada se hallaba perdida, su rostro, pálido, y carecía de sentimiento alguno. Encima de sus piernas descansaba un gran revólver, propiedad de mi padre.
— ¿Mamá? —Pregunté asustado— ¿Qué te ha pasado?
Me miró a los ojos, heredados de ella, y respondió con una voz desprovista de fuerza.
—Henry, ¿qué estás haciendo aquí?
—No lo sé; no sé si esto es real o es un sueño, pero necesito que me expliques que está ocurriendo aquí.
—Has estado fuera mucho tiempo hijo.
Me agaché y rodeé sus manos con las mías, tras quitarle el revólver de su regazo.
— ¿Dónde está tu hermano Henry? Le echo tanto de menos.
—No te preocupes mamá, saldremos de aquí e iremos con él. ¿Dónde ha ido papá?
—Se ha ido. Todos se han ido, me han dejado sola…
—Pues ya no lo estás. Vayámonos de esta ciudad.
Cogidos de la mano, salimos de la casa. Al llegar a la calle, un rugido sacudió la zona. Ángela, mi madre, abrió los ojos desorbitadamente y me agarró fuertemente del brazo.
—Ya vienen a por mí Henry, escapa mientras puedas. —dijo, desesperada.
—No te puedo dejar aquí, tienes que huir conmigo.
Unas figuras emergieron de la niebla enfrente de nosotros. Siluetas grotescas, monstruosas, propias de las más horribles pesadillas jamás soñadas. Un temor hacia lo desconocido sacudió mi cuerpo.
— ¿Qué son?
—Verdugos, no podemos huir de ellos, nos matarán donde quiera que vayamos.
— ¡Pues nos encerraremos! ¡Volvamos a casa!
Retornamos al vestíbulo y taponamos la puerta con múltiples tablones de madera. Hicimos lo propio con la entrada trasera y el sótano. Entonces me acordé del revólver de papá.
— ¿Dónde guarda papá las balas del revólver? —pregunté angustiado.
—En el garaje. Pero sólo se puede entrar desde afuera.
Saqué el revólver de su funda improvisada, mi bolsillo, y miré el cargador. Seis balas eran su máxima capacidad; por suerte, ése era el número de ellas en el cargador.
— Voy a salir, volveré en unos segundos, sube a tu cuarto y quédate ahí.
— Ten mucho cuidado hijo, no quiero perderte a ti también.
Mientras Ángela subía las escaleras, salí del vestíbulo y corrí hacia el garaje. Los monstruos habían llegado a la casa del vecino, era cuestión de segundos que me alcanzasen a mí también. Cogí el mando del garaje, que se hallaba escondido bajo una maceta del jardín, accioné la puerta del garaje y entré agachado, antes de que se abriese por completo. Al fondo encontré unas cajitas cargadas de balas, con las que me llené los bolsillos. Al salir, alcancé a ver cómo algunos monstruos entraban en casa.
— ¡No!
Me acerqué y comencé a disparar a todo ser viviente. Uno a uno iban cayendo, mientras me abría paso a la entrada. Subí las escaleras de dos en dos, cada vez me costaba más avanzar. Al llegar a la habitación de Ángela, descubrí con horror que estaba acorralada por una horda de seres.
— ¡Déjenla! ¡Mamá!
Ella gritaba de dolor cuando la mordían y rasgaban. Conseguí matar a todos ellos pero era demasiado tarde; Ángela yacía sobre un charco de su propia sangre, herida por múltiples partes de su desgarrado cuerpo. Lloré sobre ella, mientras los monstruos de mi espalda se retiraban.
*****
Desperté sobre mi cama, con los ojos húmedos por las lágrimas derramadas. Me levanté, consternado. La cálida luz de la mañana entraba por entre las cortinas, inundando la habitación de un fulgor apagado. Me sequé los ojos y abrí las cortinas, dejando que el fulgor apagado se convirtiera en una oleada de rayos brillantes. ¿Lo he soñado, después de todo? Parecía tan real…
Entonces me palpé los bolsillos y encontré el revólver, medio humeante, y las cajas de balas restantes.