Todos los días a una misma hora Javier Menéndez tomaba el subte A en la estación Primera Junta, se bajaba en Sáenz Peña y caminaba cuatro cuadras exactas hasta su trabajo en la Empresa San Marcos, firmaba su entrada y se dirigía al café “El pajuerano” a media cuadra de su oficina.
Estas últimas semanas, en vez de dedicar esa media hora a charlar con los habitués del lugar, estaba mudo, meditando, paseando por la imagen repetida, que lo atormentaba sin remedio.
Todo había comenzado una mañana en que lo vio llegar a la plazoleta donde se ingresa al subte. Un tipo extremadamente flaco, una sonrisa permanente y el carro que lo trasladaba. Llegaba al andén y subía ayudado por dos guardas comenzando el diario trajín de la venta de “dos lapiceras por un peso”. Patética imagen del tipo que se arrastraba con sus brazos, ofrecía el producto y esa sonrisa inamovible de su rostro simpático y picaresco.
No daba explicaciones, a la vista estaba su mal. Javier se preguntaba si ese mismo subte había sido el culpable de su tragedia, sentía esa típica puntada en el centro de su estómago, la que lo aquejaba cuando algo no le cerraba del todo. Este pedigüeño simpático se estaba transformado en su obsesión. Recordaba el tiempo en que se angustiaba si perdía el subte de las nueve… por el jefe, las miradas disconformes de los compañeros que llegaban a horario. Sus casi treinta años de antigüedad le daban ciertas prerrogativas, el derecho de salir sin dar explicaciones, desayunar tranquilamente en el bar y regresar sin apuro, era un excelente empleado y esas salidas no perturbaban los resultados de su labor. Pero este último tiempo su rendimiento había decaído, el mocito ése del subte se le aparecía a cada momento.
-Viejo, te estoy hablando –
-Te escucho mujer –
-Estás en otro mundo, tendríamos que consultar al doctor, me parece que necesitás vitaminas, no comés, estás ojeroso. Ya sé que para vos lo que a mí me pasa durante el día no tiene importancia, pero la que lidia con los nietos soy yo y tu hija que ni gracias me dice, como si fuera mi obligación y vos… encima no me servís ni para desahogarme-
En la mente de Javier se estaba gestando un plan, el objetivo del mismo lo ignoraba, iba a seguir al hombrecito, quería averiguar dónde vivía, con quién y cómo hacía para estar contento con la vida de mierda que llevaba.
Esa mañana llegó más temprano a la plazoleta, el movimiento era más intenso, se sentó frente a unos puestos de libros que aún permanecían cerrados. Paró un camión, el forzudo chofer descargó al hombrecito, le llevó por la escalinata hasta el andén, mientras el tipo le hacía señas descaradas saludándolo frescamente.
Javier bajó, subió al vagón con un mal humor más terrible que otras veces. No había conseguido nada, no pudo concentrarse en su trabajo y se retiró más temprano.
- Señor Menéndez, no tiene buen semblante, mejor vaya a su casa y descanse -
Obediente tomó su saco, al llegar a la estación Primera Junta, se sentó en un banco, levantó el cuello de su impermeable y esperó. Qué esperaba, hasta él lo desconocía. Dormitó, soñó con el tipito y al despertar, lo vio bajar de un vagón, contaba billetes lujuriosamente se pasaba los dedos por la lengua y seguía contando. Se hizo de noche, llamó a su mujer avisándole que llegaría tarde.
- Voy a ver a ver al Doctor Prieto -
- Me parece bien, a ver si te saca adelante viejo, así no podés seguir –
Casi una hora después el mismo forzudo de la mañana recogió al hombrecito y lo depositó en el camión, Javier desesperado, lo perdía, a los tumbos subió a un taxi.
-Siga ese camión, por favor –
Llegaron a la villa del Bajo Flores.
- Mire señor, yo hasta acá llego, más adentro ni loco, le aconsejo que…-
Pagó el viaje y siguió al camión casi corriendo. Cuando paró frente a una casucha, el grandulón bajó, el hombrecito de la caja de madera también, levantó una tapa, se puso de pie, se estiró, sacó el fajo de billetes, lo repartió, se saludaron contentos de ese día de dura labor. Guardaron la caja de madera en el camión y Javier bajó el cuello de su piloto, los miró y sonrió complacido. Ambos sabían que había ganado su dura batalla.
Cuando llegó a su casa, aún sonreía, abrazó a su mujer, comió placenteramente alabando su comida.
-Viejo, te hizo bien ir al médico, ¿qué te dio? –
-Unas vitaminas vieja, me siento bárbaro –
Lili Frezza