EL TATITA JOSE
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—“ El Tatita José era negro, pero tenía los ojos azules ”–
Solía decirnos Mamagrande, mi abuela, cuando entre nietas y nietos llenábamos de batuque y disputas infantiles el patio solariego de su casa, volteando algunas macetas con sus plantas preferidas a las cuales ella cuidaba con primor.
El Tatita José fue un personaje destacado dentro de nuestro entorno familiar. Y hacia el final de sus días (que concordaron con el principio del siglo XX) aún manteníase elegante y altivo, anciano y protector, austero, medido y exigente. De palabra solemne, como un viejo patriarca ... con sus bellos ojos azules.
El Tatita José reaparecía siempre en los diálogos de familiare, como un nombre evocado con respeto filial. Parecía llamarlo siempre a presentarse allí mismo... Y el Tatita José estaba allí presente, a nuestro parecer, acompañándonos.
Pero ...¿Quién era él?... ¿Por qué siempre se lo mencionaba como garante de la paz domiciliaria? ...El Tatita José era un esclavo.
Como figura respetada por una familia entera de estancieros cordobeses, descendientes de los antiguos encomenderos coloniales, su nombre era aún evocado entre nosotros en pleno siglo XX ¡Tan distantes en el tiempo y de su entorno! Su ternura y su solvencia personal para dirimir pleitos infantiles y educar a niños de una sociedad tradicional, con firmes conceptos de vida y conducta, fueron notorios. Permaneció en el recuerdo y se fortaleció con los años, mientras más distante su figura iba quedando en el pasado. Como la de alguien a quien se desea preservar, evitando su pérdida, y es necesario conservar en la memoria como se mantienen intactos los valores de una familia antigua y tradicional.
El Tatita José se nos figuraba en imagen, como ese ancestro venerable al cual nos remitimos con orgullo, al representante de toda una época con sus pautas y sus realidades, fueran éstas felices o dolorosas. El fue el encargado de mantener el orden y la autoridad —ya sea severa o dulce— pero siempre compleja, propia de una familia patriarcal como fuera la nuestra. Y además auténtica dentro de la existencia de su época : Aquélla del siglo XIX.
Pero el Tatita José tan amado, tan evocado, tan valorado, tan escuchado y obedecido ...
¡¡¡ Era un Esclavo !!!
Era él, en realidad, el único esclavo legal nacido antes de la “libertad de vientre” que aún quedaba hacia finales del siglo XIX, dentro la familia Ortiz de Ocampo, en su rama cordobesa. Descendiente directa del riojano y gobernador de Córdoba en la segunda década de ese siglo XIX, Don Francisco Ortiz de Ocampo. Aquél patricio que dijera (luego del fusilamiento en pleno del gobierno cordobés y su intelectualidad universitaria en Cabeza de Tigre) dejando “acéfala” la dirigencia de esta ciudad del Calicanto :
—¡La patria recién nace y ya está de luto!
Y se apersonó de inmediato en Córdoba, para hacerse cargo de una ciudadanía que había quedado de pronto huérfana, por un acto político originado en la invasión napoleónica a España. A la cual los porteños rechazaban jurando lealtad al príncipe Fernando VII (entonces en el exilio) pero a quien los cordobeses no tenían ninguna simpatía. Lo aborrecieron siempre. Eran antiborbónicos, como es sabido, añoraban a sus maestros Jesuitas encarcelados por Carlos III de Borbón.
Esta ciudad universitaria manejábase en términos jurídicos exclusivos. Para ellos Napoleón traía un “Código” substancioso y una teoría que evaluaba los derechos del hombre, dentro de los planteos de Rousseau, a los cuales Bonaparte ponía finalmente en vigencia instalando una Constitución en los territorios españoles. Ello ampliaba y dimensionaba, el margen de posibilidades vitales dentro del pensamiento cordobés.
Los hombres del puerto pensaban de una manera diferente. Pues así como Napoleón federaba reinos y cambiaba benéficamente todo el devenir del hombre, otorgándole derecho a su individualidad, también intervenía y administraba sus economías. Sus productos. Sus monopolios. Sus exportaciones. Y en el caso de ellos, los porteños, las exportaciones de sebo, jabones y velas de alta calidad, de los cuales dependía el bienestar del Río de la Plata quedaban intervenidas.
Todo ello de interés fundamental para el sistema bonapártico, que heredaba conceptos financieros de los Luises, quienes pusieron en marcha con el ministro Colbert (y hacia delante) la baja de precios en los productos del campo y materias primas para favorecer a la industria. Ello arruinó a los campesinos franceses que marcharon sobre París cantando la Marsellesa y eliminando la monarquía. Fue el origen de la Revolución Francesa, pero a la que los políticos que se sentaban a la izquierda capturaron para ellos mismos y crearon el Terror. Buenos Aires defendía sus productos y sus precios.
De esta manera los cordobeses adscriptos a l’Enciclopedie, a la Constitución y a Rousseau, hallábanse muy distanciados de las contingencias económicas que entonces caían sobre el “Puerto de la Santísima Trinidad de Buenos Ayres”. Córdoba no necesitaba de este puerto pues comerciaba con el Alto Perú y el Puerto de Arica y su mejor cliente estaba en Oriente (y lo haría hasta setenta años después cuando Chile invadiera Arica). Estos hechos se abatieron sangrientamente sobre el Córdoba. Tres años después con Fernando VII de retorno al trono y aboliendo la Constitución, los porteños también cortaron con él en la Asamblea del año XIII, la que dio “libertad de vientre” a los negros esclavos.
La tragedia que iba a arrollar a los cordobeses hallábase fuera por completo de sus normativas. Lo que para ellos era un análisis conceptual sobre planteos “rousseaunianos”, que debatíanse en el plano de las ideas puras, iba a volcarse trágicamente sobre esta ciudad universitaria del Cono Sur sudamericano, sacudiéndola desde tan lejos. ¡Máxime cuando de un solo golpe perdería a los hombres más eficientes de su ciudad! ...Especialmente a Don Victorino Rodríguez, un maestro ejemplar, cuyo nombre llevan hoy calles, escuelas y bibliotecas. In Memoriam.
Con esta dirigencia acéfala de improviso. Cercenada. Dañada. Dolida y de luto, la ciudad de Córdoba para sobrevivir y continuar existiendo, volcaría sus esperanzas en este nuevo personaje, en este nuevo hombre del destino : Don Francisco Ortiz de Ocampo.
Como antaño, cuarenta años antes, cuando los cordobeses recibieran al Marqués de Sobremonte luego de la Expulsión Jesuítica, con dudas interiores pero con los brazos abiertos. Y no se equivocaron. De la misma manera ahora recibieron al patricio riojano, quien presentóse en la Docta dispuesto a restañar sus heridas de este nuevo naufragio, para que la ciudad universitaria continuase su camino.
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En todas estas idas y venidas, habíalo acompañado su joven esclavo José. El mismo que con los años se transformaría en tutor de sus numerosos descendientes. Testigo oculto de una época donde los hombres volcaron pasiones, desencuentros, éxitos y humillaciones, compañero de episodios olvidados e inolvidables... Presente en diálogos y sucesos, testigo ocular de toda una época. Allí estaba nuestro personaje asistiendo al nacimiento de una nación que también era la suya, y en medio de una familia que terminó por ser la suya en los hechos vivos.
Nacido antes de la “libertad de vientre” de 1813 y testigo histórico de toda una época, poca gente contemporánea en su tiempo conoció mejor y presenció tan de cerca, tantos sucesos como él. Con una memoria detallista, hizo de cronista de la historia familiar. Criaba y educaba a los niños de esa familia originaria de Famatina, con lejanos ancestros lusitanos coloniales, en cuya estancia cordobesa ubicada en la localidad de “La Esquina” (norte de la provincia de Córdoba) formaban una especie de comunidad infantil.
El esclavo José los tenía a su cargo y guarda, en calidad casi de “tutoría” (en los hechos lo era) dentro de una familia Ocampo donde ya no quedaban hombres maduros... vivos... Pues “todos habían muerto en las guerras” según la frase repetida por una de las nietas del gobernador , quien fuera una de las huérfanas criadas por el Tatita José.
Fueron guerras desgarradoras de ese luctuoso siglo XIX, y lacerantes en demasía, aunque se hable del brillo de los “caudillos” cuyos ejércitos ya fueran federales o unitarios, saqueaban por igual a estancias, chacras, quintas, o lo que estuviera a mano y que empobrecieron y enlutaron a la nación argentina recién nacida. No fue solamente la sangría, sino y más notorio que nada, el saqueo brutal que sometieron a la población civil y productora, llevándose cosechas, animales, vituallas, mantas, ropas, calzado, vinos, agua, sin importarles en absoluto tal como el “Saco de Roma” tan mentado.
Una Argentina en llamas y empobrecida que mostraba sólo la miseria, donde la guerra civil o Anarquía del siglo XIX había dejado a los trabajadores del campo, a los productores de la tierra en un páramo agobiante. Quedaba sólo como corolario de esa lucha descabellada, una Pachamama lacerada e improductiva. Guerras civiles que producían numerosos huérfanos políticos e históricos, deudos dolorosos, no sólo de la familia Ortiz de Ocampo, sino también de sus enemigos, y aparte de ello, de todos sus allegados o conocidos. O desconocidos. Y que especialmente, dejaron como saldo : muchos niños huérfanos.
Niños. Sí, niños. Niños como todo niño al fin de cuentas. Los cuales —en este caso–– eran allí depositados en esa estancia aislada de La Esquina, como protección a eventuales venganzas políticas y “razzias” punitivas, o de carácter ideológico, de exterminio, en manos del Tatita José. Un esclavo.
Mayoral de una Estancia rica y dolorida. Una propiedad de hacendados pudientes y perseguidos. Diezmados. Muchos niños... Muchísimos niños pasaron por la mano educadora del esclavo José, nacido en la Rioja, propiedad él de la familia Ortiz de Ocampo, y protector él, de su descendencia. De sus principios. Sus recuerdos. Sus valores. Sus hijos. Sus haciendas.
Nadie quedaba vivo en aquella familia, en esa casa solariega de la Estancia de La Esquina, al norte cordobés, como varón adulto (tanto como de otras familias de adictos o vinculados a ella) ...¡Nadie!... Salvo él : el Tatita José y su treintena de niños.
¡ Así son las guerras !
Cierto es que las familias de aquel siglo eran numerosas. Tenían varios hijos por cada mujer y juntar treinta niños entonces en una casa, no era difícil, en los peores momentos de las lides. Pero de igual modo, así, este hecho no resta encanto al recuerdo del personaje.
Eran niños. Pero hijos en conjunto de esa estirpe con gestas heroicas, con figuras históricas y célebres que hoy día se admiran, quienes han dado su nombre en más de un caso, a las calles y sitios nacionales. Pero no era por ello menos cierto, el infortunio de estas criaturas. Su dolor, su soledad.
Hijos de su tiempo. Hijos de las guerras. Hijos de su época. Hijos de la historia. Huerfanitos.
Defendidos de este modo, mediante aquel anonimato, de las increíbles venganzas políticas que se abaten siempre y en todos los casos, sobre la descendencia indefensa. Refugiados allá en esa estancia solitaria de La Esquina junto al Tatita José : Severo, adusto, exigente, tierno. La forma en que él educaba, enseñaba y reprendía a esa bandada de niños perseguidos por la historia, por el cruel desencuentro entre los hombres de una misma nación y de un mismo origen, quedó fijado entre ellos, con ese agradecimiento que supera al tiempo.
Pues todos aquellos connacionales que se asesinaban entre sí con actos desmedidos, entre horrendas sangrías sin piedad alguna, en ese lacerante siglo XIX, tenían genes fraternos. Se devastaban, herían, masacraban y perseguían sin tregua y con saña cruel, pero tenían en común sangre íberocolonial o indoibérica. Fusionaron tres reinos o tres culturas que al encontrarse eran diferenciadas, y al concluir el período colonial, habíanse entrelazado en sus proyectos de devenir y en sus programas históricos de progreso :
Hispanos...Lusitanos...Indoamericanos.
Pero estaban convertidos en fuerzas aniquilantes que ahora desangrábanse las unas a las otras, en una guerra fraticida, la cual pareciera en aquellos tiempos no tener fin. Sin embargo, habían coexistido antes por centenios.
El Cono Sur sudamericano no era en ese momento tal como había sido en siglos anteriores, una tierra dedicada al progreso. Sino un mundo en decadencia que se destruía a sí mismo y que arrasaba a las propias familias que lo constituían. Llevar en esos días un apellido que fuera destacado en la función societaria, era casi un estigma, un peligro de vida. O una condena en el mejor de los casos al exilio. Y todo ello sucedía con explicaciones diversas, con justificaciones arbitrarias que parecieran inapelables : Como siempre hacen los violentos.
Y esta dirigencia que se empeñaba en autodestruirse con crímenes abusivos, y complicando para ello al pueblo nativo gaucho o mestizo, en conceptos ajenos a su idiosincrasia los cuales nunca comprendería, había dado la espalda a sus ancestros. A aquéllos solitarios pioneros que siglos atrás se embarcaran en la aventura del Océano y de las Indias, navegando en barcos semejantes a cáscaras de nuez... para construir. Edificando ciudades. Plantando vides. Criando ganado. Sembrando trigo. Levantando una bella Universidad humanista en Córdoba (Universitas Cordubensis Tucumanae). ¡Y sobreponiéndose al continuo hostigamiento de los Malones!
Y estos huérfanos de guerra, niños solos, niños olvidados, niños ricos y pudientes, pero escondidos con peligro de sus vidas. De alcurnia social, pero muy solos en definitiva, no olvidaron nunca al Tatita José que los condujo de la mano con presencia paternal, hasta que se repartieron por el mundo en busca de sus propios destinos.
Profesionales, políticos, diplomáticos, diputados, sacerdotes, estancieros, militares, damas de sociedad, embajadores y profesores universitarios, me fueron señalados a mí … como los niños que antaño criara y educara, el Tatita José.
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