-Vieja, el jugo de naranja-
Si bien últimamente se daba cuenta que le producía tremendo
dolor en los intestinos, el artículo acentuaba la importancia de beberlo en
ayunas todas las mañanas, una revista como “Salud Total”, tan seria, era de
fiar. Lo tragó y al ratito sintió ese cólico molesto pero se tranquilizó pensando que hacía lo correcto.
Guardó la vianda que le preparaba su señora, no iba a comer
cualquier basura en el comedor de la empresa. Su dieta estaba rigurosamente
balanceada y la seguía a conciencia.
Su puesto de gerente ameritaba que se presentara en el
comedor con sus empleados, pero comía en su oficina, se quedaba muerto de
hambre, escuchando a Enya, tal como decían los especialistas, contaba ocho
veces estrictamente antes de tragar cada bocado. Una fruta y los quince minutos
de siesta que habían recomendado en “Sea feliz” y volvía renovado a las tareas.
Merendaba con un tecito digestivo y dos galletas de arroz
tan duras e insípidas, que se dificultaban los ocho movimientos de mandíbula
prescriptos, pero tranquilo de hacer lo correcto.
Todos los viernes iba al médico. Discutía los resultados de
los análisis de laboratorio como un verdadero experto. Mensualmente se hacía un
chequeo completo y como no tenía tiempo dejaba la caminata para los fines de
semana, tenía sexo con su mujer como parte de ese plan perfecto para conservar
su salud “El sexo alarga la vida”, nota de una revista que guardaba en su
biblioteca como un sagrado tesoro. Concluido el “higiénico” y frustrante acto,
corría apresurado al baño para limpiar sus partes pudendas previniendo
cualquier probable infección y se acostaba dichoso de haber cumplido con los
mandatos de su salud y con su señora, quién enjugaba en silencio las lágrimas
de la falta de un “después”, el tan necesario para el alma femenina, pero
inútil para el objetivo de “viva más” de su marido. Cuando tenía dolor de
cabeza le exigía a su médico que le hiciera una tomografía y cualquier leve
molestia era consultada de inmediato. El pobre médico ya cansado de su
paciente, asentía. La única vez que le insinuó la consulta con un psiquiatra
resultó totalmente inútil.
Así pasaban sus días, el vaso de vino diario, bueno para el
corazón y un analgésico infantil. Nada de sal, ni azúcares, ni grasas, ni
carbohidratos, evitar el stress, las angustias que pueden provenir del hecho de ser padre las evitó dándole una
charla a su esposa sobre el beneficio de una pareja sin intermediarios
molestos, dedicarse exclusivamente uno al otro, progresar económicamente, el
desahogo del tiempo exclusivo para uno y demás paparruchadas que repetía como
loro extraídas de libros de autoayuda y “alargue su vida aunque no se divierta
un pomo”.
Ella, harta de tanta pulcritud y después de haber comenzado
algunos cursos banales que no la gratificaban en lo más mínimo, comenzó a
concurrir a una iglesia medio dudosa y traer novedades a la casa que alteraban
a su esposo, lo que la hacía saborear en silencio el placer de una victoria
contra José Salud como ella lo llamaba en secreto. Se enredó en un amorío con el
jefe de la secta y comenzaron a planear deshacerse de quien no les permitía
vivir su amor con la plenitud deseada.
Fue tan sencillo, pobre hombre, un poquito de cera en la
bañera y el resbalón fatal. Falleció con el jabón desinfectante entre sus
manos.
La mujer llamó a la policía.
-¡Qué estúpida manera de morir, pobre tipo! Calmá a la viuda
que llamo al forense-
Lili Frezza