La niña la observó atentamente desde el precario refugio que le proporcionaba estar al otro lado de la calle, casi escondida en un portal.
Le había llamado mucho la atención aquella mujer que pedía, con el brazo estirado, el cuenco de la mano lleno de desesperanza, la vista gacha, sin atreverse a mirar a las personas que le daban o no le daban, que la miraban o no la miraban, que se apenaban o no se apenaban.
Desde la protección del anonimato la vigiló con cuidado; no era la primera vez que se fijaba en una limosnera, pero esta era distinta, y por eso le llamaba más la atención.
Estaba íntegramente vestida de riguroso y penoso luto, el color de su desesperanza.
Tenía los ojos abiertos pero cerrados, y su brazo hubiera parecido de estatua de mármol si no fuera porque un temblor obstinado, repetitivo, impedía la quietud, y si no fuera porque la mano a veces se cerraba creyendo que alguien había depositado una caridad.
La niña observaba aquella mujer con la mirada absorta del asombro, con la sospecha razonable de la primera vez que sucede algo, y una duda inquisidora muy atenta a lo que le decían los ojos.
La mujer, obstinada en sobrevivir como fuera, mantenía la postura de cuenco en su mano y la actitud de pedir en sus ojos gachos; la lástima le brotaba por todas partes clamando el despertar de las conciencias.
Con más años que palabras en su voz tan callada, con más penas que estrellas, con más miedo que ilusión, rogaba con la actitud.
La muchedumbre, que no eran capaces de salirse de ser gente y ser individuos, individuales, sólo le daban una mirada: para evitar el tropiezo y porque era inevitable. Los ojos de los corazones estaban enmudecidos.
La niña, desde la atalaya de sus pocos años no alcanzaba a ver más allá de su propia inocencia sin juicio.
La niña, que no sabía de rendirse y pedir, que no conocía lo que la desgracia y el desencanto obligan a hacer, cruzó la frontera de la calle que las separaba y depositó en la mano pedigüeña un beso con las alas tibias de sus labios, y una flor.
La mujer supo que era lo mejor que le habían dado. Rezó una oración ensopada por las lágrimas y bendijo la sabiduría de la inocencia, mientras atendía al terremoto cuyo epicentro se había instalado en su corazón.
Francisco de Sales