El alba de esa mañana inusualmente fresca para un primero de Diciembre, encontró al gaucho pensativo, acodado en la precaria cerca que formaba el perímetro del chiquero del Toribio, el chancho semental, casi convertido en mascota de la familia después de varios años de buen servicio. Aparentaba mirar bajo el techito de chapa, a cuyo reparo el cerdo dormía a pierna suelta, pero en realidad miraba más lejos, mucho más lejos, hacia el centro de su misma esencia.
Las cosas no le estaban yendo bien a Dromedario Ortigoza, sin contar con la penitencia de toda una vida por haber sido acristianado Dromedario. La gente de campo, él más que nadie lo sabía, solía ser muy bruta pero nunca malintencionada. En su mente, ya había alcanzado el nivel de anécdota simpática el hecho de que su madre a punto de dar a luz, flaca, alta y de piernas largas, inclinara su cuerpo hacia atrás al caminar, para contrarrestar el peso de su barriga, y de que su padre fuese el depositario del jocoso comentario por parte del doctor del pueblo, que al despedirse de su última visita de control le palmeara la espalda diciéndole: “La Verónica anda bien. Todo va a salir bien Ortigoza, pero me causa risa verla caminar así. Parece un dromedario al revés.” O que su padre, al no tener la más pálida idea de lo que era un dromedario, lo anotase con ese nombre en el Registro Civil porque se le antojó bonito el apelativo.
Pero hoy día lo preocupaban otros problemas. Venían atravesando una larga mala racha en el rancho. La conducta de las estaciones, con alguna que otra excepción, había sido bastante previsible por muchas décadas, pero con este asunto del cambio climático todo se había dado vuelta. Llovía cuando era normal que no lo hiciera y la tierra sembrada se resquebrajaba reseca por la sequía cuando debía llover.
Las últimas dos cosechas fueron casi enteramente perdidas; agregada la consiguiente venta de los animales, poco a poco, para poder seguir subsistiendo, y encima, tras llovido mojado, la gota que llegó a colmar el vaso: La pertinaz, perentoria insistencia de la Ernestina, que recibía de una comadre con quien se visitaba una vez al mes unas revistas de la capital de segunda mano, que hablaban, entre otras cosas, de cuestiones de salud; del colesterol en la sangre; y que había uno bueno y otro malo, como si fuesen una especie de Caín y Abel dentro del mismo cuerpo. Y que había que controlarse periódicamente. Especialmente Dromedario quien era muy afecto a los chacinados, venenos específicamente no recomendados para nada por los especialistas. Y que tenía que hacerse unos análisis de sangre para saber su verdadero nivel de “colesterolemia”. No el mes que viene, tampoco la semana próxima. Pronto, muy pronto.
Esa encarnizada insistencia de su mujer justo en aquellos momentos de malaria, lo agarró mal parado a Dromedario, con las defensas bajas. En vez de mandarla de paseo y con tal de sacársela de encima, había accedido, dos semanas atrás, a ir a ver al médico para hacerse los benditos análisis.
Mientras observaba al Toribio dormido, su último recurso, también rememoró que habiendo comprado, un buen tiempo atrás, una remesa de porcinos, decidió carnear alguno para el propio consumo. Justo fue una tarde en que don Basilio lo había ido a ver por un alambrado roto entre sus campos linderos. Mientras Dromedario se paseaba por el chiquero, eligiendo, su viejo vecino, al ver que le echaba el ojo al Toribio, le aconsejó: “Ese no Dromedario. Mirále bien los atributos. El doble de lo que portan sus compañeros. A ése te conviene guardarlo pa’ semental”. Y el gaucho, reconociendo la sabiduría y mayor experiencia de Basilio, concordó con la sugerencia.
Pero hasta la comida ya escaseaba y, aunque la quinta estaba siempre bastante bien mantenida y surtida por la Ernestina, él, gaucho de ley, no podía vivir a pura ensalada, hortalizas y legumbres. Necesitaba carne. Y hacía como un mes que no probaba un buen salamín con queso.
Sacudió la cabeza con resignación y se fue a trabajar en lo poco que tenía por hacer en el campo. Con las cosechas arruinadas y casi sin animales para cuidar, ya no conchababa peones. Las exiguas obligaciones que el presente demandaba las hacía por sí mismo.
Todo el día fue un verdadero suplicio. Desde que se levantara por la madrugada y sabiendo que se hallaban a pocas semanas de Navidad y Año Nuevo, lo único en lo que su mente podía concentrarse eran salamines, butifarras, longanizas, chorizos colorados y un puerco asado a fuego muy lento, mientras saciaba la sed que provocaba el calor de las brasas con un buen vino tinto.
Cuando por la tarde regresó a la chacra, su rostro se había transformado. No era la cara apacible y amistosa típica de Dromedario, sino otra desconocida, atormentada y cruel.
No más bajarse del caballo, fue hasta la casillita de las herramientas y salió con el estilete en la mano, casi babeando por la comisura de los labios. Los ojos rojizos con una mirada dura, decidida, sólo veían el chiquero y al Toribio, que se hallaba comiendo maíz y batatas, su pasatiempo favorito.
Abrió la tranquerita de acceso, enfiló para donde estaba el semental, que apenas registró su presencia mientras seguía comiendo, y mirándolo como implorando justificación y perdón levantó el estilete apuntando cuidadosamente al espacio entre la clavícula y el omóplato izquierdos del animal, justo encima de su corazón.
Levantó la mano, que a pesar de su esfuerzo le temblaba demasiado y, cuando estaba a punto de concretar el mandoble, desde la ventana se escuchó el trueno de la voz de Ernestina que logró congelar su movimiento a medio camino:
- ¡Qué ni se te ocurra tocar a ese animal, Dromedario! ¡Hoy llegaron los resultados de tus análisis del laboratorio! ¡Tu índice de colesterol llega casi a 400! ¡De ahora en más para vos sólo existen las verduras! ¡¡¡¿¿¿Me entendiste bien…???!!!
La Culpa Jamás fue del Chancho -
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Fobio