ME ALEGRO DE TENER UNA PÉSIMA MEMORIA
En ocasiones, nos empeñamos tanto en no querer olvidar una ofensa, o algo que hemos sentido como una ofensa aunque en realidad no lo fuera, que perdemos tiempo, energía, optimismo, y vida, en una inutilidad que además nos agrede por todos los lados y de todos los modos.
Nunca pensé que me podría ilusionar escribir esta realidad que he plasmado en el título. ME ALEGRO DE TENER UNA PÉSIMA MEMORIA. Tengo que añadir que “para ciertas cosas”.
Por ejemplo, para las ofensas. Me encanta olvidarlas. Me encanta.
Esta mañana me he encontrado con un ex vecino al que no veía desde hacía varios años. Le he saludado cordialmente y hemos estado hablando un rato para ponernos al día de nuestra situación actual. Todo ha ido bien, muy amables ambos y con una sonrisa puesta en la boca. Cuando nos hemos despedido, y mientras aún seguía relamiéndome por el bueno gusto que me había provocado el encuentro, me he acordado de que dejé de hablar a este vecino porque una vez me amenazó, y muy seriamente, porque decía que yo tenía la música muy alta de volumen en mi casa, cosa que no era cierta.
Aquella fue una discusión agria, y más que desagradable, y si le hubiera hecho caso a su incitación podía haber llegado a ser violenta. Pero hoy, al verle, no estaba presente nada de lo que pasó. Me ha alegrado que así fuera.
Este hombre con el que estuve hoy no tenía nada que ver con aquel de la discusión. Iba acompañado por su pareja y se le veía alegre, feliz, y cuando sucedió aquello justo acababa de dejarle su esposa y es evidente que no estaba en su mejor momento. Estaba muy susceptible –con razón- y pagó conmigo la rabia que tenía contra su esposa.
¿Qué hubiéramos ganado ambos si yo me hubiera pasado estos últimos años rememorando continuamente aquella situación, y guardando el rencor que me creó aquel día para que no se me olvidara nunca todo lo que sentí entonces por él?
Me alegro de que esta memoria mía sea capaz de guardar con cariño y cuidado los excelentes recuerdos que tengo de momentos preciosos y en cambio, y sin que me importe, sea capaz de perder los momentos desagradables que me produjeron otras personas.
Y me alegra en la misma medida ser capaz de permitir que se diluyan esos ataques a mi ego que yo entendí como ataques a mi persona. No ofende quien quiere, sino quien uno permite que ofenda.
Que el olvido haya hecho la labor de cargarse con la incómoda o dolorosa molestia que provocan las ofensas y sus sinónimos me libera de tener que estar arrastrando y padeciendo sus consecuencias. Comprender las razones o motivos de quien nos “ofendió” puede desmontar todo el drama que nosotros le hemos añadido, y nos puede permitir llegar a darnos cuenta del porqué.
En el caso de mi ex vecino se ve claramente que yo no era el culpable de su estado de ánimo, sino que fui la válvula de escape. Y aunque dirigiera a mí su rabia no era a mí a quien apuntaba sino a aquella esposa que le había abandonado.
Si uno se pone a revisar serenamente los momentos en los que ha jurado –real o simbólicamente- un odio eterno a alguien por las ofensas que otro ha cometido, y lo hace con ecuanimidad, desde la justicia imparcial, y también desde el punto de vista de la otra persona, desde su estado de ánimo y sus circunstancias, le resultará mucho más fácil comprender la acción del otro.
Es muy posible que aquel que nos ofendió, humilló, insultó, menospreció, o difamó, lo hiciera sin una intención tan grave como fue el resultado. Es posible que dirigiera a la persona equivocada su intención dañina, que estuviera obcecado por otro asunto y fuera de sí, que no supiera medirse, que su carácter sea desagradable, que lo que odie sea su vida o a sí mismo y no a nosotros –que fue contra quienes descargó su frustración-.
También puede ser que fuera muy consciente de su intención de hacer daño y que fuera su intención verdadera hacerlo, pero aún en ese caso se podría hacer un esfuerzo de comprensión y entenderle.
El caso es que quien arrastra un rencor de años, una rabia largamente acumulada, o un deseo de venganza más o menos oculto, en realidad se está haciendo a sí mismo un daño grave. El espacio que ocupan todos esos sentimientos desagradables podría estar ocupado por una comprensión generosa del Ser Humano y sus equivocaciones. El amor a los otros y a sí mismo podría ocupar ese mismo espacio.
La pregunta valiente, que se ha de hacer desde el corazón y el amor, desde el cuidado a Sí Mismo, desde el respeto que uno ha de tener hacia su propio bienestar, y el deber de preservarse de cualquier ataque a su estabilidad emocional, es esta: ¿Qué me aporta de positivo seguir así?
O también esta otra: ¿Para qué me estoy obligando a mantener este aire de ofendido?
Las respuestas, si cumplen el requisito de ser sinceras y de no estar descaradamente a favor del deseo de perpetuar el estado de ofendido, nos sorprenderán. No sorprenderá, tal vez, que la primera respuesta sea “Nada” y la segunda sea “Para nada”.
Y si las respuestas son estas, u otras similares, es el momento de pasar la escoba, de darle de comer al olvido, de ponerse una leve sonrisa en la boca y pensar algo parecido a “cuánto tiempo, cuánta energía, cuánto optimismo, y cuánta vida perdida con esto”.
Ya le digo: me encanta tener una pésima memoria que es tan sabia que no se entretiene con estas tonterías.
Te dejo con tus reflexiones…
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