Aquella noche la mar batía con tanta fuerza la costa, que el faro, a pesar de ser alto y fornido, apenas se vislumbraba. Si acaso un pequeña luz, intermitente y espantadiza, corría de aquí para allá arañando las rocas y la embravecida superficie del mar. El viento, con su ulular siniestro, acompasaba la sensación de desasosiego que atenazaba los corazones de los marineros. Y el vapor de agua, proveniente de embates monstruosos contra la piedra, humedecía el aire de la noche amenazando severamente la seguridad de todos los que observaban aquella espectacular tormenta.
Sin embargo, más allá del peligro, una figura diminuta se asomaba intermitentemente a nuestros ojos. Completamente vestida de blanco, su luengo vestido jugaba con el viento, y su largo cabello se encabritaba con cada ráfaga traicionera.
Acerté a vislumbrarla, lejos, bajo el faro y señalándola con el dedo, llamé la atención de mis compañeros a bordo.
-¡Mirad, una mujer!- grité para hacerme oír sobre el estruendo de las rachas de aire cada vez más coléricas.
-No te preocupes- me respondió el marinero más cercano a mí, pegando su boca a mi oído para vencer el atronador huracán, su cara y la mía bañadas por el agua de las olas a estribor de nuestra embarcación. –No le pasará nada, no puede morir- me gritó de nuevo.
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Días después, pasada la tormenta, cuando la mar calma se enseñoreo de nuevo de aquella hermosa costa, me contaron la leyenda de aquella enigmática mujer. Sentados yo y otros dos compañeros a la mesa de un bar, al calor que emana el ron más delicioso del planeta, me fue explicada su triste historia de amor.
Y cuenta la leyenda que una mujer enamorada de un hermoso marinero esperó y esperó su regreso. Mas como su amado no retornaba imploró al mar que le dijese al menos, si seguía con vida. Pero el mar, testarudo, no quiso contestarle. Así paso la mujer muchos días y muchas noches, bajo el faro, junto a la costa, intentado avistar la embarcación en la que regresaría su ser amado e interrogando a la mar silenciosa. Ella no se dio por vencida. Se engalanó con su traje de bodas, aún por estrenar, y allí se quedó, esperando.
-Es una bonita historia- asentí cuando mi compañero terminó de referírmela. -¿Pero no decías que no podía morir?- pregunté recordando lo que hacía varias noches él mismo me respondió.
-Es cierto- adoptó mi amigo un tono misterioso. Hicieron una pequeña pausa para observar mi desconcierto e inmediatamente una velada sonrisa asomó en sus rostros. La sonrisa tornó en carcajada, que contagiosa, se extendió por todo el bar.
Todos los paisanos me miraban y no hacían nada por contener sus risas. Yo no entendía nada, y menos aún el motivo de aquella repentina sorna.
-Tranquilo, chaval- me dijo uno de los dos compañeros que tenía enfrente refrenando su alborozo. – ¿Es que has visto un fantasma?- me dijo. Al unísono todos los aldeanos congregados en la taberna, al escuchar la pregunta, estallaron de nuevo en una carcajada inequívoca y divertida. Yo, por mi parte, estaba a cuadros y cada vez entendía menos de aquel asunto.
Entonces me refirieron otra leyenda, un refrito de la primera, pero mucho menos misteriosa. Resulta que la figura que vi era un tal Jonás, vecino de la aldea, que le robaba las noches de tormenta, las más por aquellos lares, el vestido de novia a su madre. Borracho como una cuba se dedicaba a pasear de un lado de la costa a otro vestido como una enamoradiza damisela. Alguien le metió de chico en la mollera alguna historia de fantasmas y el muchacho quedó impresionado para siempre con el cuento.
Otra versión que descubrí más tarde, y de mayor veracidad para mí, es que se trataba de un contrabandista de tabaco, que aprovechando la mala mar y vestido de blanco para ser avistado a pocos metros de la costa, esperaba ansioso la llegada de la lancha en la que era transportada su valiosa mercancía.
De todos modos, aunque despedí a mis amigos con cajas destempladas por ponerme en evidencia delante de todos, comprendí con el tiempo que se trató de una broma, pesada, pero broma al cabo. Desde entonces, un tipo de tierra adentro como yo que se gana el pan arrancado a la mar sus frutos, me hice más descreído cuando oía las historias que cuentan los marineros curtidos en el oficio cuando están en el bar. Porque la risa ajena, cuando eres blanco de ella, pica y escuece.
Otro día inventaré yo otra historia, de fantasmales embarcaciones, de imposibles naufragios, de faros malditos y de sombras temibles a la luz de la luna. Y se la narraré
no para reírme de ellos, sino para humillarlos cuando expongan su miedo y su terror,
al resto de los jornaleros de la mar en aquel bar de ociosos.