CUENTO ORIGINAL: Trina Leé de Hidalgo.
Un niño sonreía alegremente. Suaves melodías salían de su corazón, mientras contemplaba con delicia los dones que le ofrendaba la naturaleza. Se extasiaba en el brote de las flores, en el zumbido de las abejas que a ellas llegaban perezosas. La brisa vagabunda del verano, acariciaba sus mejillas. Pasó el tiempo presurosamente; jugaba sin darse cuenta, reconfortando los sentidos.
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El crepúsculo tejió matices tornasoles de oro, gris, azul y rosado. De pronto, entre una espesa arboleda, vio con sobresalto a un hombre tan alto como un gigante, con un rictus de amargura en los labios, la frente fruncida, la tez amarillenta, los ojos hondos, con traje y botas militares. En el cuello llevaba un enorme collar, cuyas cuentas, grandes también y en forma de rombo, tenían cada una un cerrojo. Amarrado al cinturón llevaba un aro con un manojo de seis llaves.
De pronto, todo se volvió marchito y oscuro. A lo lejos, se oían detonaciones. Una cortina de humo le hizo perder repentinamente, la visibilidad. Se derramaron colores, armonías, perfumes, mientras se iba filtrando lentamente, un torbellino de presagios. El gigante alzó una de sus voluminosas manos y en medio de ella, apretaba a un soldado sudoroso, jadeante y con manchas de sangre. Desde lo alto, el soldado gritaba: ¡por favor, por favor, mas nunca intentaré robarte tu collar!. Cuando le dio la gana, el gigante tiró al soldado lejos y éste vino a caer justamente; donde estaba escondido el niño, le tapó la boca para que no gritara, mientras le decía: cuando el gigante se duerma hay que quitarle el collar y abrir todas sus cuentas!. Lleno de miedo y extrañeza, preguntó: ¿por qué? Y él contestó: porque en cada cuenta existe una condición que facilitará la subsistencia pacífica del hombre sobre la faz de la tierra. La verdad que el muchacho no entendía mucho, pero se propuso ayudarlo.
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Pasaron varios días. El cielo se teñía de luces multicolores por el efecto del disparo de las armas inventadas por el hombre para su propia destrucción. Las laderas de los ríos estaban desoladas, hasta los animales se escondían por intuición, las casas estaban sombrías y solas, todos los ojos se levantaban hacia arriba y los labios de muchas personas musitaban oraciones fervorosas. Entre las altas hierbas, se observaba, cómo la luz que se pedía a Dios, se retrataba en las aguas cristalinas de ríos, mares y se iba inútilmente en las mareas. Nada era posible, hasta que el gigante no se durmiera!.
Cansado de tanto dirigir la guerra, se recostó junto a unas matas de dormidera y la transpiración le obligó a absorber sus efectos. Cuando lo oyeron roncar, sigilosamente; el soldado le quitó el collar, mientras el niño se apoderaba del manojo de llaves.
Abrieron el primer rombo y quedó en libertad la bondad. Desde ese momento, se empezó a ablandar el corazón del hombre. El segundo rombo, soltó a la piedad y la humanidad reconoció sus errores y maldades, el tercer rombo dejó escapar a la ternura y el corazón del ser viviente, empezó a ser como el de un niño. El cuarto, tenía encerrada a la esperanza y las madres del mundo sintieron apaciguar su dolor, por los hijos que guerreaban, por las amenazas, los políticos vislumbraron salidas positivas hacia un futuro provisor. El quinto rombo, tenía la cerradura oxidada. Después de mucho forcejeo, lograron abrirla y se dispersó el amor. El hombre doblegó el orgullo, egoísmo, intereses propios, la intransigencia. Y el último cerrojo, en un chasquido, soltó rápidamente, a la humildad, comprendiendo que todos los seres vivientes somos iguales y que nada sobre el globo terráqueo tiene mas valor que la vida humana.
La lucecilla que se confundía entre la marea, se volcó sobre el mundo. Era la luz de Dios, que borró el rictus amargo del gigante, secó las lágrimas de las madres, esposas, hijos, reconcilió a los políticos, desarmó y desarrolló a los países… y en el silencio de la paz que se echaba encima de la tierra ; el niño se confundió en un abrazo con su amigo el soldado.
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