Alberto se despertó con un sobresalto. Se sentó en la cama y aguzó sus sentidos para captar cualquier cosa fuera de lo normal. Por unos instantes permaneció atento. Nada. Todo estaba en silencio.
Claro que silencio es un sustantivo demasiado pretensioso para alguien que vivía en un monoambiente en la ciudad de Buenos Aires. Allí siempre había una perenne variedad de sonidos cotidianos a los que su oído se estaba acostumbrando y ya casi no registraba conscientemente.
Tampoco recordaba haber tenido una pesadilla. Nunca se acordaba de lo que soñaba. El hecho era que ya estaba despierto y tendría que levantarse, o eso creía. Al pasar por la puerta de la minúscula cocina en su trayecto hacia el baño, le echó una ojeada al almanaque con las porristas de River Plate: viernes 21 de diciembre. ¿Por qué estaba marcado con una equis roja? Pensativo, se acarició el mentón áspero por la barba de un día. Ah, sí, claro..., no tenía que ir a trabajar.
Recordó que la dueña de la mercería, una vieja gorda, viuda y amarga que jamás respetaba ningún feriado normal y que era adepta a cualquier disciplina esotérica que anduviese dando vueltas por ahí, les había avisado a sus empleados, una semana antes, que ese día no abriría. Dijo que debía prepararse adecuadamente para el pronosticado fin del mundo, en caso de que existiese alguna lejanísima posibilidad de que ella fuese una de las elegidas para sobrevivirlo.
“Espero que no sea para perpetuar la especie. Si no, ahí sí que vamos a estar todavía más jodidos...”, pensó Alberto con sorna. La gorda recomendó seriamente a su personal que hiciera lo mismo, ofreciéndoles gratuitamente una larga lista fotocopiada con precauciones para tomar. Lo que nunca se le ocurrió fue ponerse al día con el pago de los haberes hasta ese día, por si las moscas.
Aclaró, eso sí, que si esos condenados Mayas habían errado el vizcachazo con sus predicciones y el mundo no se desmoronaba como un castillo de naipes, al día siguiente, sábado 22, los quería a todos presentes dispuestos a trabajar, no el medio día correspondiente, sino la jornada completita.
Alberto, aún en piyamas y pantuflas, se sentó tranquilamente a tomar una taza de café. Por la ventanita que había en la pared agrietada, pudo ver además de un hato informe de cables que iban o venían hacia todos lados y el espeso follaje arbóreo, un pedacito de cielo premonitoriamente grisáceo y tormentoso. “Día para hacer fiaca en casa”, declaró encogiéndose de hombros.
Abstraído, prendió un cigarrillo e inmediatamente después de la primera bocanada, por pura costumbre, miró con aprensión por sobre sus hombros. Que tonto era. Ya nadie lo vigilaba. Se había separado de Olga hacía casi un mes. Por eso él estaba ahí, en ese tugurio, y ella en el chalecito con tejas francesas de Parque Patricios.
Prendió la radio. Todas las estaciones se dedicaban a hablar de la misma boludez: El fin de los tiempos. Algunas transmitían servicios religiosos en vivo, donde voces trémulas, cargadas de arrepentimiento y temor imploraban ser admitidas en el paraíso, sin importar las incontables macanas que venían haciendo desde la niñez. Un bodrio.
Probó con la televisión. No hubo caso. La misma historieta, pero con el tremendo beneficio agregado de la dramática representación visual. Le pareció increíble que hubiese giles transmitiendo con grandes overoles anaranjados y máscaras conectadas a tubos de oxígeno desde las calles casi vacías, o desde refugios, bunkers y todo tipo de alojamientos que sus precavidos ocupantes esperaban que los protegieran de no sabían bien qué cosa.
Apagó la tele y se dispuso a escuchar un poco de música para distraerse de tanta pavada epidémica. Rebuscó entre sus discos compactos y con una sonrisa malévola eligió uno de la banda R.E.M.. Avanzó en el indicador digital hasta llegar al quinto tema: It's the End of the World as We Know It (And I Feel Fine) [
Es el fin del mundo tal como lo conocemos (y yo me siento bien)]. Desafiante, subió el volúmen casi al máximo.
Mientras se movía animadamente al ritmo de la canción, lo primero que sintió fue un fuerte temblor que se iba acrecentando bajo sus pies. En seguida, casi simultáneamente se cortó la energía y la penumbra resultante acentuó aterradoramente el haz de luz cegadora que explotó a escasa distancia de su ventana, lanzando enormes lenguas de fuego en todas direcciones. Alberto cayó de rodillas y empezó a temblar con un miedo incontenible. Unos instantes después, entre estampidos lejanos y el crepitar de la llamas, pudo oir un prolongado, desgarrador aullido que le heló la sangre y a continuación, el inconfundible rugido de agua torrentosa que era seguramente una efímera advertencia de la profética inundación que venía en camino. Presa de un pánico total, elevó los brazos al cielo y comenzó a gritar a todo pulmón:
“¡Yo también me arrepiento de mis faltas, Señor! ¡Por favor, perdona todos mis errores! ¡Soy tu ciervo pecador y estoy listo para partir...! ¡¡¡Aleluya..., aleluya...!!!” Trató de levantarse de un salto para enfrentar su destino de pie, como un hombre, pero un terrible mazaso en la cabeza lo sumió piadosamente en la profunda negrura de la nada absoluta.
La dueña de la tienda lucía una facha espantosa. Su cara de luna llena estaba inusualmente pálida, sin pizca de maquillaje. Tenía grandes ojeras y su corta cabellera platinada toda revuelta. Hasta se había olvidado los dientes frontales inferiores en el vaso con agua mentolada. Sin duda había pasado una noche espantosa. Trató de prestar atención a lo que el agente de policía trataba de explicarle.
¿Alberto Digiácomo...? Sí, sí...,lo conocía. Era empleado suyo. ¿Por qué estaba en el hospital? ¿Una serie de infortunados accidentes? ¿Qué le había pasado?
El agente no sabía decirle a ciencia cierta. Pero por lo que habían podido averiguar entre los vecinos y el portero, pués él no estaba en condiciones de hablar, parecía ser que mientras escuchaba música a todo volúmen en plena tormenta, un rayo cayó sobre un transformador eléctrico cerca de su departamento, incendiándolo al instante. Menos mal que el cuartel de bomberos estaba cerca y pudieron sofocar el fuego con sus mangueras de alta presión casi en seguida. Creían que en algún momento pudo haber caído al suelo, y al querer incorporarse se rompió la cabeza contra la repisa de mármol que sostenía al equipo de música. También..., esos departamentos era tan chiquitos que todo parecía estar hecho a la medida de Pulgarcito. ¿A qué hora fue? Y...,tuvo que ser cerca de las cuatro, porque a esa hora todo el edificio siente el traqueteo del paso del subte a Catedral.