CAPÍTULO I
Por la mañana se había levantado sobre las seis y media, como cada día. No importaba si era demasiado temprano, pues al haber sido pescador, ahora jubilado, estaba acostumbrado a llegar a puerto a primera hora del día para descargar la pesca realizada para la subasta.
Luego se fue al bar “Mariner”, ése que ya estaba abierto a partir de las siete, no sin antes, de camino desde casa hasta el bar, encenderse el primer purito del día.
Solo verlo entrar en el bar, Paco le preparaba su primer carajillo de ron dulce, acompañado con una copita de coñac: -¡Esto es vida! Dejar a la cerda en casa durmiendo y venir a hacer este cafetito de primera hora de la mañana, como cuando regresábamos con el “Micaela”, ya hace unos añitos.
Como cada día, tras leer el periódico se dirigió a dar un paseíllo por el puerto, recordando viejos tiempos, con su purito medio mordisqueado y el tono un poco subido por el carajillo y la copita.
Durante muchos años había navegado en el pesquero “Micaela”, junto con dos marineros más y el patrón de la embarcación: -¡Qué años esos! Lanzábamos la red y los volantines y recogíamos gran cantidad de pesca. Eso sí eran noches mágicas. Siempre recordaré cuando llegábamos a puerto y, con la lonja repleta de gente, se subastaba toda la pesca.
Durante el paseo también recordó cuando conoció a Pepa, su mujer: -Jolín, lo guapa que era. Es cierto que un poco recatada y siempre con el rosario en sus bolsillos o en sus manos, pero tenía un cuerpecito, la tía… ¡para acabar siendo una plasta insoportable!-, y se sentó en el banquito verde de la lonja, hoy cerrada, mientras se fumaba otro de esos puritos fijándose en los balandros amarrados donde otrora estuvo el “Micaela”.
Una horita más tarde regresaba a casa. Sabía que hoy tocaba comprar la fruta para unos días y que su mujer le tenía que pasar el dinero: -La bruja, mal día en el que se me ocurrió decirle que controlase la pasta-, y entró directamente en el lavabo para refrescarse un poco.
-¡¡Emilianooo!!, sonó como un graznido desde fuera, -¿Cuándo te vas a decidir a salir del lavabo e ir a comprar la fruta? Son casi las once y ya vas medio tocado. Seguro que cuando has vuelto ya te habías metido al menos un par de copitas de coñac, y no veas qué peste a tabaco has dejado. ¡Puaj! gritó Pepa.
Él salió del baño con ese careto de malas pulgas: Gran papada, bolsas en los ojos, medio calvo, con cuatro pelos en el centro de la calvicie; barrigudo y sudado, la camiseta gris estaba medio empapada entre el sudor y el agua que se acababa de pasar por la nuca para intentar refrescarse un poco del calor de esa mañana: -Cualquier día la tiro a la cisterna-, pensó. –Aunque eso rompería mis planes-
-Pero bueno, ¿vienes o no? Que te doy el dinero. ¡Virgen Santa, qué cruz de marido que me ha tocado! Pero ya lo dijo el mosén: “Hasta que la muerte nos separe”.
-Eso eso, hasta que la muerte nos separe-, balbuceó él con una media sonrisa.
-¿Cómo dices? -, dijo ella, pero él tosió disimulando, -Nada ¡cough! ¡cough! nada.
-¡Emiliano! ¿Qué narices te pasa? Ave María Purísima. Ya me he cansado. Te dejo los euros encima de la mesa del comedor, pero ve ya, jolín.
Y él pensó: -La madre que la parió ¿cuándo dejará de rebuznar? Al agua, ahí es donde irás a parar.
Cogió el dinero de la mesa y salió sin decir nada más, pero una vez en la acera de la calle, dio media vuelta y volvió a entrar en la casa: -¿Qué te has dejado ahora?, dijo ella, con voz agriada.
-¿Y qué carajo te importa? Ya voy a por la puñetera fruta, a ver si te callas ya. Toda la vida aguantando tus berridos-, respondió él, mientras de un cajón del mueble de la entrada cogía un paquete de puritos por estrenar, -Hala, hasta luego-, y se marchó dando un portazo.
Desde el interior de la casa se oyó un quejoso: -¡Ay Señor! ¡Qué marido! ¡Qué marido!
Y se dirigió a la calle principal, no sin antes encenderse un nuevo purito. Subiendo por la calle pasó por delante de la tienda de ropa de Rosa, la madre de esa chiquilla tan guapa: -Petra creo que se llama la hija, diez añitos tiene ya la criatura.
Rosa y él habían hablado varias veces en la lonja cuando subastaban el pescado recién descargado de las barcazas de pesca y alguna vez se habían ido a tomar algún café juntos: -Viejos tiempos. Tampoco estaba mal la tía, pero va y se lió con el patrón hasta que un día la dejó tirada y embarazada. Era un capullo, pero sabía ligar el muy cabrón.
Luego torció por la tercera calle a la derecha y unos metros adelante entró en la frutería, compró la fruta que su mujer le había dejado anotado en una hojita de papel arrugada y con la bolsa llena de fruta, se dirigió de nuevo hacia la calle principal.
Unos metros más abajo entraba en la farmacia y compraba el Valium que le recetó el médico unos días atrás, tras mentirle sobre que estaba nervioso, que no podía dormir y que se sentía estresado.
Al salir de la farmacia y antes de regresar a casa, volvió a pasar por el “Mariner”.
-¡Hombre Emiliano! Hoy repites por la mañana. Toma, la copita bien llena. ¿Dónde has dejado a Pepa?-, le preguntó Paco espetando una sonrisa irónica, -hace años que no viene por aquí.
-Ya sabes que no puede ni verte, so gilipollas-, se tomó la copa en dos traguitos, dejando unas monedas encima de la barra, alzó la mano en señal de despedida y se marchó.
Por la tarde, a eso de las cinco, volvió a salir de casa mientras se oían los berridos de Pepa difuminándose a cada paso que daba. Sacó la furgoneta de la vieja y sucia cochera, pegada a la entrada de su casa y marchó hacia la tienda de material de construcción, a unos tres kilómetros del pueblo, en dirección al interior.
Allí compró un par de trozos de viga de hierro de unos 15 kilos cada uno, con un agujero en medio para poder pasar una cuerda, que un encargado de la tienda le ayudó a subir a la furgoneta.
Luego se dirigió hacia el lado del puerto donde tenía su barquita, esa que se compró con el dinero de la jubilación anticipada y la liquidación correspondiente. Le había puesto de nombre “Micaela II” en honor a la barcaza donde había trabajado durante tantos años: -¡Qué tiempos aquéllos!-, volvió a repetirse de nuevo.
Y de nuevo se remontó a esa época, ya muchos años atrás: Él era un joven que había marchado de Galicia, tierra de pescadores, buscando otras sensaciones, otras emociones, y apenas recordaba como fue a parar a esta isla, pero sí que durante años formó parte de la tripulación de ese barco que había adquirido el Patrón, Don Mario, por poco dinero.
Recordó también que el antiguo patrón de esa barcaza, había acabado suicidándose: -La de años que tenía ya el “Micaela II” cuando lo compró Don Mario, aunque después de arreglarla, la de años que duró más, hasta que el Patrón se esfumó dejando a Rosa encinta y a nosotros en la estacada.
Una vez dejó la furgoneta junto a la “Micaela II”, abrió el capó y con gran esfuerzo transportó cada uno de los trozos de viga hasta la barca, dejando uno a la derecha y otro a la izquierda, en medio de la misma, con tan mala fortuna que se le escapó un sonoro pedo al agacharse, provocando la sonrisa de unas quinceañeras que pasaron cerca.
Más rojo no podía estar; entre la vergüenza de la ventosidad y lo que le había costado cargar y descargar los pedazos de viga, parecía un tomate, sólo faltaba el bochorno de un caluroso día de Julio.
Cuando regresó a casa, molido y sudoroso, entró en la salita de la televisión y se encontró a su mujercita completamente dormida en el sofá. Entonces dio un fuerte puñetazo encima de la mesa que tenía para poner el cenicero y el jarrón de flores artificiales.
-¡¡Jesús!! ¡¡Qué susto!! siempre me haces lo mismo. ¡Cualquier día me matas de un infarto, estúpido!-, graznó ella con la voz medio roída.
-¿Ya has preparado algo de comer por si nos coge hambre? ¿Has puesto fruta? Ya es tarde y en una hora tendríamos que salir del puerto. Yo voy a preparar el café y lo pongo en el termo-, le dijo.
Ella, medio aturdida por el susto y la somnolencia le respondió: -Pues claro que está todo preparado. El señor se va a tomar sus copitas mientras yo me encargo de prepararle las cosas. Total, para una vez que me llevas contigo a pescar por la noche, de las tantas que te escaqueas solo. Y luego no traes casi ni una mierda de pescado- y de nuevo soltó un -¡Dios Santo, qué marido! ¡Qué marido!
Él se la miró de reojo y volvió a pensar: -Al agua, allí es donde irás a parar, so foca.
Más tarde, tras cenar ligero, salieron hacia el puerto, no sin antes servirle él un café a ella bien cargado. Ella tras de él refunfuñando: -Este café sabe horroroso y no sé por qué te has empeñado tanto en que hoy me venga contigo. Chocheando, eso es lo que te pasa. Pedirme que venga para ayudarte con los volantines. ¡Si hace años que no toco nada de pesca! ¡Virgen Santa! Y porque estamos en Julio y es luna llena, que si no te vas tú solo con tu coñac y tus puritos. Cualquier día te sacarán del fondo del mar.
-Je, je, je-, sonrió él en voz baja, -De allí ni te van a poder sacar en años, la de metros de profundidad que hay por ese lado. Que te busquen, que te busquen.
-¿Qué vuelves a murmurar, Emiliano? Me tienes harta-, se quejaba Pepa.
Llegaron donde la “Micaela II”. Él tiró del amarre para acercar la barca y Pepa, con los pantalones arremangados subió ayudada por él, con el cesto de la comida en la otra mano. Acto seguido subió Emiliano, quien llevaba el otro cesto con algunos de los bártulos para la pesca y los cebos que había comprado esa mañana.
-¿Qué narices hacen esos pedazos de hierro aquí en la barca?-, preguntó ella con voz de malas pulgas, pero él sencillamente le contestó:
-Cosas mías, déjalo ya y no te metas.
Y salieron navegando muy lentamente por el puerto, con el camping gas encendido suavemente. Tras pasar el primer espigón, la playa a su izquierda y el paseo con la gran pendiente iluminada por la luz artificial. En el agua de la playa, pequeños destellos blancos, pues la luna llena imponía su reflejo tenuemente.
Torcieron a la derecha, saliendo entre pequeñas olas hacia dentro del mar: -Aprovecha y tómate otro café del termo, que no quiero que te quedes dormida-, ella accedió, no sin antes enviarle una mirada de desaprobación. Y siguieron mar adentro, hasta más allá del faro que delimitaba el final de los acantilados.
Pepa iba rezando el rosario en voz muy baja, mientras que Emiliano, sentado junto al timón que mantenía agarrado con su mano derecha, se iba tomando traguitos de una botella de coñac, de esos baratos.
Tras sobrepasar el faro de los acantilados y entrar unos cuantos metros más mar adentro, Emiliano paró la barca y mientras Pepa volvía a tomarse otro trago de café, preparó los volantines con suma lentitud: -Vamos a pescar un ratito por aquí y luego nos vamos un poco hacia el sur-, y se encendió un purito, mientras ella lo continuaba mirando con cara de malas pulgas:
-Poca cosa sacaremos, cada vez te cuesta más, demasiado mayor ya. Padre nuestro que estás en los Cielos…
Tras un par de horitas habiendo sacado muy pocas capturas, Emiliano recogió los volantines y encendió el motor sin decir palabra alguna, para dirigirse hacia el sur, fue entonces cuando Pepa suspiró: -¡Uf! Creo que este café no está demasiado bueno, noto un peso en el estómago y la cabeza me da vueltas.
Emiliano le respondió: -No digas estupideces, lo que necesitas es darle otro trago y verás como esto del sabor raro te desaparece. Siempre te entra sueño cuando menos toca-, en su interior se dibujaba como una agradable sensación de satisfacción.
Ella abrió el termo, oliendo el interior del mismo con cara de asco, y se tomó un par de tragos más: -Asqueroso, te digo que está asqueroso-
Cuando faltaban unos pocos metros para llegar a la altura de La Torre de las Águilas, a Pepa, cada vez más mareada, le pareció ver como una fosforescencia amarillenta desde el acantilado, al girarse para decírselo a Emiliano, recibió un martillazo en toda la frente, reclinándose hacia el suelo de la barca mientras sus brazos se sacudían por pequeños espasmos. Otro martillazo certero en medio del cráneo acabó con esos espasmos en unos segundos.
A continuación, Emiliano, con una enorme sonrisa de mejilla a mejilla sacó una cuerda del interior de la barca, la pasó por las dos vigas y la ató fuertemente a los pies de ella, -¡Qué asco de sangre de foca! ¡Esto te pasa por ser una insoportable estúpida! ¡Sólo me faltaban tus humillaciones delante de mis familiares y mis amigos! Ahí te vas a quedar, en el fondo del mar, como las ballenas.
Primero lanzó las dos vigas al agua y acto seguido, con suma frialdad empujó el cuerpo de ella, con todas sus fuerzas, hasta conseguir también tirarla al mar, pero con tan mala fortuna que la cuerda se le había liado entre sus pies, por lo que acabó siendo arrastrado también, en medio de un fuerte alarido, hacia la profundidad de las aguas.
Y un silencio absoluto, solo roto por la pequeña brisa y el golpeo del agua en la barca, con la luna llena ondeando en lo más alto de la noche.
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