PRÓLOGO.
La Torre de las Águilas se veía tenuemente iluminada en su cara que daba al mar y su sombra sublime se erigía por el otro lado, abriéndose paso desde sus pies a través de los árboles, como un gran manto espectral y a la vez poderoso.
Todo provocado por la luz de la luna llena que ondeaba en medio de la profundidad de otra noche clara, con esa blancura densa, irradiando calma en medio de un universo lleno de estrellas parpadeantes, con un brillo encantador recubierto de un penetrante halo de misterio.
Se despertó, encendió el farolillo y observó los dos pequeños cofrecitos depositados en la repisa de la pared, -Uno al lado del otro, pero nunca tocándose.
Los separó un poquito más, no fuera que por un desliz acabasen tocándose –Eso sería terrible- recordó lo que le dijeron el primer día –“-¡Nunca deberán tocarse ambos cofres! ¡Significaría el castigo infinito!”
Y se dispuso a coger los utensilios que tenía dispuestos a un lado de su regazo: la caña de pescar, el cestito con un compartimento para los anzuelos, los plomos y los pedazos de trapo, la pipa, el mechero y otro compartimento con los dos saquitos pequeños de cuero viejo: uno azul celeste y otro rojo intenso, para poner las capturas que pudiera conseguir.
Como las otras noches, esta tampoco iba a ser corta.
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